El Pleno del Tribunal Constitucional, compuesto por don Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, Presidente; don Luis López Guerra, don Fernando García-Mon y González-Regueral, don Carlos de la Vega Venayas, don Eugenio Díaz Eimil, don Álvaro Rodríguez Bereijo, don Vicente Gimeno Sendra, don José Gabaldón López, don Rafael de Mendizábal Allende, don Julio Diego González Campos, don Pedro Cruz Villalón y don Carles Viver i Pi-Sunyer, Magistrados, ha pronunciado
EN NOMBRE DEL REY
la siguiente
SENTENCIA
En el recurso de amparo 1.156/89, interpuesto por don Juan Hormaechea Cazón, Presidente del Consejo de Gobierno de la Diputación Regional de Cantabria y por el Consejo de Gobierno de la Comunidad, representados por don Rafael Torrente Ruiz, sustituido posteriormente por el Procurador don Carlos Zulueta Cebrián por haber cesado el primero en el ejercicio de su profesión, y asistidos del Letrado Sr. Fernández Mateo, contra el Acuerdo del Pleno del Senado, de 15 de marzo de 1989, por el que se deniega la autorización para decretar el procesamiento del Senador Sr. González Bedoya, solicitado por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en virtud de cuatro querellas presentadas por los recurrentes por presuntos delitos de injurias graves con publicidad o desacato. Han comparecido los recurrentes y el Ministerio Fiscal y ha sido Ponente el Magistrado don Pedro Cruz Villalón, quien expresa el parecer del Tribunal.
I. Antecedentes
1. El 16 de junio de 1989 tuvo entrada en el Registro de este Tribunal un escrito de don Rafael Torrente Ruiz, Procurador de los Tribunales, quien, en nombre y representación de don Juan Hormaechea Cazón, Presidente del Consejo de Gobierno de la Diputación Regional de Cantabria, y del propio Consejo de Gobierno de dicha Diputación interpone recurso de amparo contra el Acuerdo del Pleno del Senado, de 15 de marzo de 1989, por el que se deniega la autorización para decretar el procesamiento de un Senador.
2. Los hechos de que trae causa el presente recurso de amparo, son los siguientes, sucintamente expuestos:
a) Don Juan Hormaechea Cazón formuló querella por un presunto delito de injurias graves con publicidad o desacato contra don Juan González Bedoya, Diputado de la Asamblea Regional de Cantabria y Senador. La Sala Segunda del Tribunal Supremo, por Auto de 18 de abril de 1988, declaró su competencia para conocer de estos hechos, en virtud del fuero personal del que goza el Sr. González Bedoya por su condición de Senador; igualmente admitió la querella a trámite, abrió las diligencias núm. 90/88 y dispuso lo necesario para instruir el correspondiente sumario. Los motivos en los que se fundaba la querella eran, en primer lugar, unas declaraciones vertidas en un coloquio en la radio local y luego recogidas en la prensa regional en las que se decía del querellante: «va a ser un cursi toda su vida, un autoritario, un maleducado, un impertinente, un chulo»; y unas declaraciones a la prensa regional, a propósito de la adquisición de un toro semental por la Diputación Provincial en las que se decía «se dedica a intentar comprar un toro semental por un millón de dólares para repartirse comisiones con sus amigos mexicanos». Por los mismos hechos, el propio Consejo de Gobierno presentó otra querella que dio lugar a diligencias previas y que fue acumulada a la anterior por Auto de 13 de junio de 1988.
b) Con posterioridad, el Consejo de Gobierno formuló una nueva querella por injurias, también contra el Sr. González Bedoya, con motivo de un artículo publicado en un diario regional en el que, refiriéndose al Sr. Hormaechea, se decía: «A un Consejero le tiene dicho que debe agradecer su cargo a los atributos de su casquivana consorte; de otro asegura, a la cara del imprecado, que es más tonto que su padre (y lucen hijo y padre un sonoro apellido en la burguesía pura de la ciudad); a los demás los tiene a su lado como perritos falderos»; «delata al más peligroso pandillero del barrio, Hormaechea»; «ha arrojado la grapadora a la cabeza como hizo con aquella funcionaria»; «el helicóptero que Hormaechea ha alquilado con el dinero de todos los cántabros es utilizado para transportar a los hijos del Presidente hasta el lugar de recreo preferido por los lujosos y carísimos chavales». La Sala Segunda del Tribunal Supremo abrió las diligencias núm. 440/88, que fueron acumuladas a las anteriores.
c) El Sr. Hormaechea presentó una nueva querella contra el Sr. González Bedoya con ocasión de sus declaraciones a un diario nacional en relación con la adquisición del semental en las que afirmaba «no vale la décima parte de lo que se dice haber pagado»; «quería un semental de un millón de dólares y se lo ha encargado a su amigo Solís». La querella fue admitida a trámite y acumulada a las anteriores.
La Sala Segunda del Tribunal Supremo dispuso, por Auto de 25 de enero de 1989, elevar suplicatorio a la Presidencia del Senado como trámite previo para decretar el procesamiento del Senador Sr. González Bedoya, dejando suspensas las actuaciones hasta que se resolviera esta cuestión en aplicación del art. 71.2 de la Constitución y del art. 753 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
d) La Ponencia designada en el seno de la Comisión de Suplicatorios de la Cámara elevó informe, de fecha 8 de marzo de 1989, en el que acordó, por mayoría, proponer a la Comisión que rechazara la solicitud de autorización para decretar el procesamiento interesado. Como motivación y fundamento de esta propuesta se decía literalmente:
«Que las manifestaciones vertidas por el Senador González Bedoya lo fueron en el ejercicio de una función estrictamente política, más exactamente en el marco de una valoración política de la actividad de los órganos de Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cantabria, en el uso del libre ejercicio del derecho de crítica que corresponde a todo ciudadano, especialmente a quienes están investidos de la condición de representantes del pueblo español». «Dado que el Sr. González Bedoya actuó en su condición de Senador y que las diversas cuestiones planteadas en el expediente dieron también lugar a declaraciones y manifestaciones de naturaleza política por parte del querellante, la Ponencia entiende por mayoría que existen razones fundadas en el carácter objetivo de la inmunidad parlamentaria que mueven a denegar la autorización solicitada. Téngase en cuenta al respecto, que cabría pensar que el procedimiento judicial iniciado hubiera seguido cauces diferentes, al menos en cuanto a su repercusión pública, de no haber ostentado el Sr. González Bedoya la condición de Senador».
La Comisión de Suplicatorios del Senado, en dictamen de 9 de marzo de 1989, asumió el Informe emitido por la Ponencia y efectuó una idéntica propuesta al Pleno de la Cámara, el cual, en su sesión de 15 de marzo de 1989, aceptó en sus propios términos el Dictamen de la Comisión y denegó la autorización para decretar el procesamiento del Sr. González Bedoya. De este Acuerdo se dio traslado al Tribunal Supremo por el Presidente de la Cámara, siendo el acto parlamentario ahora recurrido en amparo.
e) Mediante Auto de 28 de septiembre de 1989 la Sala segunda del Tribunal Supremo acuerda el sobreseimiento libre de las actuaciones seguidas contra el Sr. González Bedoya, al no haberse accedido por el Pleno del Senado a conceder la autorización que se le había interesado para la continuación de la causa y procesamiento, con archivo de esta última.
3. Estiman los recurrentes que el Acuerdo del Pleno del Senado mencionado vulnera su derecho a la tutela judicial efectiva recogido en el art. 24.1 de la Constitución. En este sentido se trae a colación la doctrina constitucional expuesta por la STC 90/1985, donde se reconoció que los órganos parlamentarios podrían lesionar las exigencias derivadas del art. 24.1 C.E., pues la concesión o denegación de la autorización para procesar, en cuanto facultad reconocida en el art. 71.2, de la C.E., incide en el acceso a la tutela judicial que dispensan los órganos del Poder Judicial. Así, las limitaciones al acceso a la jurisdicción deben estar justificadas en la finalidad perseguida por la misma institución de la inmunidad parlamentaria. La citada STC 90/1985 sostuvo que la protección que ofrece esta prerrogativa no lo es frente a la improcedencia o falta de fundamentación de las acciones penales promovidas, sino frente a amenazas de tipo político y consistentes en una eventual utilización de la vía penal para perturbar o alterar el funcionamiento y la composición de las Cámaras. En suma, compete a las Cámaras apreciar el significado o intencionalidad política de las acciones penales dirigidas contra Diputados y Senadores, pero el Tribunal Constitucional puede revisar este juicio si estima que no es razonable.
Los recurrentes solicitan del Tribunal que revise la fundamentación ofrecida en el Informe de la Ponencia y compruebe su adecuación a los parámetros expuestos. En esta línea de razonamiento manifiestan su discrepancia respecto de que el Sr. González Bedoya actuara en condición de Senador, en vez de como político o Diputado regional y que estuviera en el ejercicio de sus funciones parlamentarias, ya que ni el momento ni los medios ni el lugar de las declaraciones permiten considerado de ese modo. En definitiva, para los recurrentes, el juicio de intencionalidad resulta insuficiente y escasamente argumentado, por lo que concluyen suplicando que se declare la nulidad del Acuerdo del Senado, así como de todos los actos posteriores que sean consecuencia del mismo, por vulnerar el art. 24.1 C.E., y se reconozca el derecho de los recurrentes a que la autorización para procesar a un Senador no sea denegada por razones ajenas al fin de la institución de la inmunidad parlamentaria. Mediante «otrosí» se solicita el recibimiento a prueba del presente recurso.
4. La Sección Segunda, en providencia de 29 de septiembre de 1989, acordó la admisión a trámite del recurso de amparo, requerir al Pleno del Senado y a la Sala Segunda del Tribunal Supremo la remisión de antecedentes e interesar el emplazamiento de cuantos han sido parte en el proceso; en cuanto al recibimiento a prueba, una vez que por los recurrentes se concretase el objeto de la misma y medios de que intentan valerse, se acordaría lo procedente. Por nueva providencia de 26 de febrero de 1990 se acordó acusar recibo de las actuaciones, y dar vista de las mismas a los recurrentes y al Ministerio Fiscal para que en el plazo común de veinte días, formulasen las alegaciones que estimaran procedentes.
El Ministerio Fiscal considera que el objeto del recurso es dilucidar si el Acuerdo del Senado contiene, en grado suficiente, el juicio de oportunidad o de intencionalidad exigible para evitar la vulneración del art. 24.1 C.E. Para ello, y con base en la doctrina establecida por las SSTC 51/1986 y 90/1985, analizar la motivación del referido Acuerdo concluyendo: a) que no es acertada la afirmación de que el Senador actuaba en condición de tal; b) que no se hace mención alguna a la repercusión que el Acuerdo del Senado podría producir en la composición de la Cámara o en el buen funcionamiento de la misma; c) sin embargo, que sí existe una motivación tendente a justificar la negativa a conocer la autorización solicitada –en clara divergencia con el supuesto de hecho de la STC 90/1985– valorando el significado político de las manifestaciones objeto de la querella. Citando la doctrina contenida en la tantas veces citada STC 90/1985, señala que el control de este Tribunal «no puede llevarnos a revisar o sustituir dicha valoración, pero sí a constatar que el juicio de oportunidad o de intenciones se ha producido en las Cámaras y ello de manera suficiente», concluyendo que el Acuerdo impugnado sí contiene el necesario juicio de intencionalidad, y ello de forma suficiente. Por todo lo cual, no se lesiona el derecho a la tutela judicial efectiva de los solicitantes de amparo, procediendo la desestimación del recurso.
Los recurrentes, por su parte, no hacen uso de la posibilidad de realizar nuevas alegaciones.
5. En fecha 5 de octubre de 1992, don Carlos de Zulueta Cebrián, Procurador de los Tribunales solicita se le tenga por personado y parte en nombre de don Juan Hormaechea Cazón, en el presente recurso de amparo. Por providencia de 6 de octubre de 1992, la Sala Primera de este Tribunal acordó tenerle por personado y parte, en nombre y representación de la parte recurrente, en sustitución de su compañero Sr. Torrente Ruiz, entendiéndose con el mismo las sucesivas diligencias; igualmente acordó no haber lugar al recibimiento a prueba instado en su momento, al no haber concretado la parte recurrente el escrito y los medios de prueba de que intentaba valerse.
6. En fecha 14 de octubre de 1992, el Pleno, a propuesta del Presidente, conforme dispone el art. 10 k) de la Ley Orgánica de este Tribunal, acuerda recabar para sí el conocimiento del presente recurso de amparo.
7. Por providencia de 24 de noviembre de 1992 se señaló el día 27 siguiente para deliberación y votación de la presente Sentencia.
II. Fundamentos jurídicos
1. El problema planteado por el presente recurso de amparo es el de si el Acuerdo del Pleno del Senado de 15 de marzo de 1989 por el que se deniega la autorización solicitada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo para procesar a un Senador frente al cual los ahora recurrentes habían formulado varias querellas por delito de injurias graves, seguido del libre sobreseimiento por dicha Sala Segunda mediante Auto de 28 de septiembre del mismo año, vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva reconocido en el art. 24.1 de la Constitución. Ha de notarse, ante todo, que, si bien los recurrentes solicitan la declaración de nulidad tanto del Acuerdo del Senado como de todos los actos posteriores que sean consecuencia del mismo, el amparo se dirige frente a la decisión de la Cámara, en virtud de lo dispuesto en el art. 42 LOTC, y no frente al Auto subsiguiente de la Sala Segunda, producido con posterioridad a la interposición del recurso.
2. Enmarcado el presente recurso en el ámbito del derecho a la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales, conviene comenzar reiterando nuestra doctrina acerca de la manifestación específica, que nos ocupa, de este derecho, el derecho a la jurisdicción penal. Así, en nuestra STC 108/1983 declarábamos: «Como en el derecho a la tutela jurisdiccional que dice el art. 24.1 de la C E. se comprende el concretado a la jurisdicción penal dentro del sistema plural instaurado en nuestro Derecho, en que junto a la oficialidad de la acción encomendada al Ministerio Fiscal se establecen otras titularidades privadas, entre ellas las del perjudicado por el delito (arts. 110 y concordantes de la L.E.Crim.), es claro que la denegación de la acción –ius ut procedatur–, en el primero de los escalones ahora del reconocimiento gradual de la acción, entraña una violación del indicado precepto constitucional» (fundamento jurídico 2.º). Y en nuestra STC 148/1987 añadíamos que «cuando la resolución judicial no excluya ab initio en los hechos denunciados las notas caracterizad oras de lo delictivo, deban practicarse tas actuaciones necesarias de investigación, acordadas en el seno del procedimiento penal que legalmente corresponda, de sumario, diligencias previas o preparatorias, con la consecuencia de que la crisis de aquél o su terminación anticipada, sin apertura de la fase de plenario, sólo cabe por las razones legalmente previstas de sobreseimiento libre o provisional» (fundamento jurídico 2.º). Ocurre, sin embargo, que lo impugnado en el presente caso, como decíamos, no es el sobreseimiento libre que la Sala Segunda ha acordado en virtud de la interpretación que hace del art. 754 L.E.Crim., sino precisamente la legitimidad del Acuerdo del Senado del que dicho sobreseimiento libre ha traído posteriormente causa. Es en el problema de la legitimidad de dicha decisión parlamentaria, y desde la única perspectiva del derecho fundamental invocado, en el que exclusivamente habremos, pues, de centrarnos.
3. El art. 66.3 de la Constitución, con fórmula que sólo encuentra parangón en «la persona del Rey» (art. 56.3), declara lapidariamente que «Las Cortes Generales son inviolables». Conectada con esta proclamación se encuentra la contenida en el art. 71.2, en virtud de la cual «durante el período de su mandato los Diputados y Senadores gozarán... de inmunidad», prerrogativa ésta que, a diferencia de otras parlamentarias, es privativa y exclusiva de los miembros de las Cortes Generales de la Nación española (STC 36/1981). Esta inmunidad se concreta, ante todo, en la exención de cualquier posible detención, si no es «en caso de flagrante delito», con la que concluye el inciso primero de dicho precepto constitucional, a la que viene a añadirse la especificación de su inciso segundo: «No podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva». De este modo, nuestra Constitución ha venido a incorporar un instituto que, en la medida en que puede suponer una paralización, siquiera temporal, de la acción de la justicia y, en su caso, del derecho fundamental a la tutela de los Jueces, aparece, prima facie, como una posible excepción a uno de los pilares básicos del Estado de Derecho, el sometimiento de todos al «imperio de la ley como expresión de la voluntad popular» (Preámbulo de la Constitución, párrafo tercero). La comprensión, pues, del instituto en el sistema de la Constitución aparece, así, como una tarea previa e inexcusable.
En este sentido, la primera observación que procede hacer, no por obvia acaso menos necesaria, es la de que, desde una perspectiva material, los preceptos que integran la Constitución son todos ellos constitucionales y, como tales, gozan del contenido y de la eficacia normativa que de su respectiva dicción resulta. La inmunidad, como prerrogativa de los miembros de las Cortes Generales, forma parte de nuestro Texto constitucional, con idéntica legitimidad a la del resto de los institutos constitucionales. Ocurre, sin embargo, que la Constitución no es la suma y el agregado de una multiplicidad de mandatos inconexos, sino precisamente el orden jurídico fundamental de la comunidad política, regido y orientado a su vez por la proclamación de su art. 1, en su apartado 1, a partir de la cual debe resultar un sistema coherente en el que todos sus contenidos encuentren el espacio y la eficacia que el constituyente quiso otorgarles.
En el caso presente, y desde la perspectiva del amparo que se nos solicita, la tarea es la de la preservación de un derecho fundamental, el derecho a la tutela efectiva de los Jueces, en la medida en que éste puede resultar obstaculizado por el instituto de la inmunidad parlamentaria. A cuyos efectos debemos comenzar declarando que el sistema constitucional es ajeno a cualquier concepción jerarquizada, de forma más o menos latente, entre sus contenidos «dogmático» y «orgánico». Derechos fundamentales y estructura democrática son ambos expresiones y soporte del mismo y único modelo de comunidad política que, desde sus orígenes, la Constitución representa.
La Constitución, sin mayores especificaciones, se limita a recoger la figura de la «inmunidad» de los Diputados y Senadores «durante el período de su mandato», añadiendo únicamente, por lo que aquí importa, que los mismos no podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva (art. 71.2), De este modo, la Constitución deja a todos sus destinatarios, en su distinta responsabilidad, el empeño de concretar, y de actualizar, un instituto característicamente vinculado a las condiciones históricas de afirmación y de consolidación del Estado de Derecho.
En esta tarea, aunque en último término, está ciertamente implicado este Tribunal Constitucional, y así ha debido hacerlo en varias ocasiones (STC 90/1985, 92/1985, 125/1988, 243/1988, 186/1989,9/1990). Pero antes que él, y sin poder sustituirlo, está implicado el legislador, a quien le corresponde comprobar en qué medida las leyes procesales continúan adecuándose en su regulación a la norma constitucional vigente. Y muy particularmente están implicadas las propias Cámaras integrantes de las Cortes Generales, no ya sólo a través de su potestad de establecimiento de sus propios Reglamentos (art, 72.1 C.E.), sino sobre todo a través de su tarea constante de formación de unos usos parlamentarios que siempre han sido consustanciales al régimen parlamentario y, por ende, al Estado de Derecho. La experiencia y el examen del Derecho comparado demuestran que la mejor garantía de una aplicación constitucionalmente adecuada de estos institutos se encuentra en la autoridad de ese Derecho parlamentario de naturaleza y origen consuetudinario. En esa tarea ningún otro órgano constitucional puede sustituir a las propias Cámaras.
Desde luego, siempre ha habido acuerdo en que la inmunidad, al igual que otras prerrogativas parlamentarias, pero con más razón ésta, no es un «privilegio», es decir, un derecho particular de determinados ciudadanos, que se vieran, así, favorecidos respecto del resto de los mismos. Ya en nuestra STC 90/1985, que habremos de citar en más de una ocasión, decíamos cómo «es evidente, en este sentido, que, conforme coinciden en reconocer las partes que han comparecido en este proceso de amparo, la inmunidad parlamentaría no puede concebirse como un privilegio personal, esto es, como un instrumento que únicamente se establece en beneficio de las personas de Diputados o Senadores, al objeto de sustraer sus conductas del conocimiento o decisión de Jueces y Tribunales». Y añadíamos inmediatamente a continuación: «La existencia de tal tipo de privilegios pugnaría, entre otras cosas, con los valores de "justicia" e "igualdad" que el art. 1.1 de la C.E. reconoce como "superiores" de nuestro ordenamiento jurídico» (fundamento jurídico 6.º).
El carácter objetivo de las prerrogativas parlamentarias se refuerza, en efecto, en el caso de la inmunidad, de tal modo que la misma adquiere el sentido de una prerrogativa institucional. La inmunidad, en cuanto expresión más característica de la inviolabilidad de las Cortes Generales, no está concebida como una protección de los Diputados y Senadores frente a la improcedencia o falta de fundamentación de las acciones penales, sino frente a «la eventualidad de que la vía penal sea utilizada con la intención de perturbar el funcionamiento de las Cámaras o de alterar la composición que a las mismas ha dado la voluntad popular» (STC 90/1985, fundamento jurídico 6.°). Esta última afirmación sería concretada tres años más tarde por este Tribunal, al declarar que «la inmunidad... es una prerrogativa de naturaleza formal que protege la libertad personal de los representantes populares contra detenciones y procesos judiciales que pueden desembocar en privación de libertad, evitando que, por manipulaciones políticas, se impida al parlamentario asistir a las reuniones de las Cámaras y, a consecuencia de ello, se altere indebidamente su composición y funcionamiento» (STC 243/1988, fundamento jurídico 3.°).
Hasta ahora este Tribunal no ha precisado más la finalidad constitucional de la inmunidad parlamentaria, ni es evidente que deba hacerlo, en este momento, en mucha mayor medida. Sí es claro, sin embargo, que la hipótesis de una intencionalidad hostil a la institución parlamentaria en la actuación judicial, determinante en los orígenes del instituto (fumus persecutionis), debe ser hoy considerado un supuesto no descartable, mas su capacidad de agotar el sentido del instituto supondría la restricción del mismo a unos límites que no parecen haber sido los queridos por el constituyente. Igualmente, es claro que la inmunidad no ha sido concebida para operar, de facto, una extensión de los límites de la prerrogativa, en parte vecina, de la inviolabilidad. Mucho menos ha sido preservada por el constituyente de 1978 para generar zonas inmunes al imperio de la ley. Por otra parte, y sin desconocer la lógica inherente al pluralismo político, la inmunidad, como prerrogativa institucional, quedará inmediatamente desnaturalizada si quedase a merced del puro juego del respectivo peso de las fracciones parlamentarias; sólo este sentido institucional es susceptible de preservar la legitimidad de la prerrogativa. La inmunidad, en fin, responde, como se ha señalado, al interés superior de la representación nacional de no verse alterada ni perturbada, ni en su composición ni en su funcionamiento, por eventuales procesos penales que puedan incoarse frente a sus miembros, por actos producidos tanto antes como durante su mandato, en la medida en que de dichos procesamientos o inculpaciones pueda resultar la imposibilidad de un parlamentario de cumplir efectivamente sus funciones. Ello no quiere decir que este interés superior deba imponerse en todo caso a la prosecución de la acción de la justicia, pues habrá de depender también de la gravedad, de la trascendencia y de las circunstancias de los hechos imputados. El protagonismo, en fin, de las propias Cámaras en la tarea de lograr un perfil, constitucionalmente adecuado, de la institución en nuestro Derecho es absolutamente decisivo; pero sin olvidar nunca que también a ellas les alcanza la interdicción de la arbitrariedad.
4. Es en este contexto, donde se sitúa la prerrogativa relativa a la necesidad de obtener la autorización de la Cámara respectiva como condición de procedibilidad frente a cualquiera de sus miembros. La Constitución ha querido que sean las propias Cámaras las que aprecien por sí mismas, en cada caso concreto y atendiendo a las circunstancias de cada caso, si la inculpación o procesamiento puede producir el resultado objetivo de alterar indebidamente la composición o el funcionamiento de dichas Cámaras; en esa valoración, como ya decíamos, no pueden ser sustituidas por órganos de naturaleza jurisdiccional (STC 90/1985, fundamento jurídico 6.°).
Lo que ocurre, sin embargo, es que un Acuerdo parlamentario de esta naturaleza puede tener una repercusión externa, pudiendo concretamente afectar a los derecho fundamentales de otros ciudadanos, que nuestra Constitución declara «fundamento del orden político y de la paz social» (art. 10.1). Frente a esta eventualidad, el art. 42 de la Ley Orgánica de este Tribunal abre la posibilidad de recurrir en amparo ante el mismo.
Este Tribunal ha tenido ocasión de abordar la delicada cuestión relativa a las posibilidades y los límites de su jurisdicción de amparo frente a estas decisiones o actos parlamentarios. Conviene reproducir textualmente la doctrina contenida en nuestra STC 90/1985, en un supuesto similar al presente: «El control que a este Tribunal Constitucional corresponde, según hemos indicado antes, acerca de la conformidad de las decisiones adoptadas en ejercicio de la inmunidad respecto al art. 24.1 de la C.E., no puede llevarnos a revisar o a sustituir esa valoración, pero sí a constatar que el juicio de oportunidad o de intencionalidad se ha producido en las Cámaras, y a ello de modo suficiente, esto es, en términos razonables o argumentales. De la existencia o inexistencia de semejante juicio depende, en efecto, que el ejercicio de esa facultad, potencialmente restrictiva del derecho a la tutela judicial, se haya realizado conforme a su propia finalidad y depende, por consiguiente, en el supuesto de que la decisión parlamentaria sea contraria a permitir dicha tutela, que el derecho fundamental a ésta haya de considerarse o no vulnerado» (fundamento jurídico 6.º). Es aquí precisamente donde se inserta la pretensión de los recurrentes, quienes no cuestionan el carácter motivado del Acuerdo, sino la suficiencia de dicha motivación.
Ante todo es de tener en cuenta cómo, en aquel caso, este Tribunal se encontraba ante un Acuerdo carente de toda suerte de motivación o, en nuestra propia expresión, de «juicio de oportunidad o de intencionalidad». Ello no quería decir, sin embargo, que, para el Tribunal, cualquier fórmula de motivación tuviera la virtualidad de despejar cualquier objeción a la constitucionalidad del Acuerdo parlamentario. La fundamentación o motivación, en efecto, no es ni puede ser garantía por sí misma, si no es en cuanto expresión de la coherencia del Acuerdo parlamentario con la «finalidad» de la inmunidad, a la vista de las circunstancias del caso concreto. De ahí que la exigencia constitucional no lo fuera exclusivamente de la existencia, sin más, de un juicio de oportunidad, sino de que el mismo se hubiera producido «de modo suficiente, esto es, en términos razonables o argumentales», todo ello con independencia de que esa argumentación pudiera ser suplida también, posteriormente, a través de «las alegaciones que por la representación de la correspondiente Cámara se formulen en el proceso de amparo», o incluso «a partir de las circunstancias que concurrieron en la acción penal que dio lugar al suplicatorio» (fundamento jurídico 7.°).
De ahí que nuestra exigencia de un «juicio de oportunidad» tuviera un sentido predominantemente material: No se trata tanto de que el Acuerdo adopte una «forma motivada», cuanto de que exista en, o quepa deducir del Acto parlamentario una motivación coherente con la finalidad de la prerrogativa parlamentaria. En todo caso, puesto que, en el presente caso, es el propio Acuerdo el que articula su propia motivación, habrá de ser a esta última a la que nos atengamos.
5. A partir de las consideraciones precedentes, no ofrece duda la procedencia de otorgar el amparo solicitado. Basta, en efecto, la simple lectura de la fundamentación jurídica del Acuerdo del Pleno del Senado, de 15 de marzo de 1989, para apreciar su insuficiencia para fundamentar una denegación, constitucionalmente legítima, de la autorización para procesar al Senador Sr. González Bedoya. Conviene reproducir de nuevo textualmente los dos párrafos de la fundamentación de la Ponencia correspondiente, asumida posteriormente por la Comisión de Suplicatorios y por el Pleno del Senado, con los que éste ha tratado de apoyar su Acuerdo denegatorio:
«... la Ponencia entiende por mayoría que las manifestaciones vertidas por el Senador González Bedoya lo fueron en el ejercicio de una función estrictamente política, más exactamente en el marco de una valoración política de la actividad de los órganos de gobierno de la Comunidad Autónoma de Cantabria, en el uso del libre ejercicio del derecho de crítica que corresponde a todo ciudadano, especialmente a quienes están investidos de la condición de representantes del pueblo español. –Dado que el señor González Bedoya actuó en su condición de Senador y que las diversas cuestiones planteadas en el expediente dieron lugar también a declaraciones y manifestaciones de naturaleza política por parte del querellante, la Ponencia entiende por mayoría que existen razones fundadas en el carácter objetivo de la inmunidad parlamentaria que mueven a denegar la autorización solicitada. Téngase en cuenta, al respecto, que cabría pensar que el procedimiento judicial iniciado hubiera seguido cauces diferentes, al menos en cuanto a su repercusión pública, de no haber ostentado el señor González Bedoya la condición de Senador».
En primer lugar, si bien es evidente que las manifestaciones del Senador se produjeron en un contexto político y en uso –correcto o no– de su libertad de expresión, resulta claro que el instituto de la inmunidad no tiene como finalidad garantizar la libertad de expresión, ni aun cuando ésta viene ejercida por un representante del pueblo español. Pues, en segundo lugar, resulta forzoso coincidir con el Ministerio Fiscal en que la argumentación según la cual el Senador actuó «en su calidad de Senador» nos sitúa en un instituto procesalmente previo, cual es el de la inviolabilidad parlamentaria, siendo así que, con arreglo a nuestra reiterada doctrina, la inviolabilidad sólo cubre la participación en actos parlamentarios y en cualquiera de las articulaciones orgánicas de las Cámaras «o, por excepción, en actos exteriores a la vida delas Cámaras que sean reproducción literal de un acto parlamentario» (STC 243/1988, fundamento jurídico 3.º). Finalmente, la hipótesis según la cual los querellantes acaso no hubieran seguido la vía penal de no ser por la condición de Senador del señor González Bedoya, se contradice en sí misma con el obstáculo procesal que esta vía implicaba para los recurrentes, la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria.
En suma, hay que concluir con el Ministerio Fiscal en su apreciación de que «salta a la vista la omisión en el Acuerdo del Senado de cualquier incidencia de la concesión o no del suplicatorio en la composición de la Cámara o a su normal funcionamiento»; no hay nada en el mismo que pueda considerarse relevante para el sentido constitucionalmente perseguido a través de la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria. Por todo ello hemos de estimar que el Acuerdo del Pleno del Senado, de fecha 15 de marzo de 1989, ha vulnerado el derecho a la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales reconocido en el artículo 24.2 de la Constitución al haber determinado, de forma contraria a Derecho, el sobreseimiento de las querellas formuladas por los recurrentes.
6. El art. 55.1 LOTC prevé, entre los posibles pronunciamientos de la Sentencia que otorgue el amparo la «declaración de nulidad de la decisión, acto o resolución que hayan impedido el pleno ejercicio de los derechos o libertades protegidos, con determinación en su caso de la extensión de sus efectos». En el caso presente la declaración de nulidad se ciñe al Acuerdo del Pleno del Senado, de 15 de marzo de 1989, que denegó la autorización para procesar al Senador, único acto cuya constitucionalidad se impugna; ahora bien, los efectos de esta declaración de nulidad deben extenderse al Auto de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, de 28 de septiembre de 1989, dado que éste fue dictado en virtud exclusivamente del mencionado Acuerdo del Senado.
FALLO
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,
Ha decidido
Otorgar el amparo y, en consecuencia,
1.º Reconocer el derecho de los recurrentes a la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales, que les reconoce el art. 24.1 de la Constitución.
2.º Declarar la nulidad del Acuerdo del Pleno del Senado, de 15 de marzo de 1989 y, en su consecuencia, la del Auto de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, de 28 de septiembre del mismo año, dictado en las causas núms. 90, 440 y 1.230 de 1989 acumuladas, de libre sobreseimiento, retrotrayéndose las actuaciones al momento inmediatamente anterior a la resolución de dicha Sala Segunda, de 25 de enero de 1989, por la que, en forma de suplicatorio, se solicita del Senado la autorización prevista en el art. 71.2 de la Constitución.
Publíquese esta Sentencia en el «Boletín Oficial del Estado».
Dada en Madrid, a veintisiete de noviembre de mil novecientos noventa y dos. Firmado: Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer.–Luis López Guerra.–Fernando García-Mon y González-Regueral.–Carlos de la Vega Benayas.–Eugenio Díaz Eimil.–Álvaro Rodríguez Bereijo.–Vicente Gimeno Sendra.–José Gabaldón López.–Rafael de Mendizábal Allende.–Julio Diego Gónzalez Campos.–Pedro Cruz Villalón.–Carles Viver i Pi-Sunyer.–Rubricado.
Voto particular que formula el Magistrado don Álvaro Rodríguez Bereijo a la Sentencia del Pleno dictada en el recuero de amparo núm. 1.156/89 al que se adhiere el Magistrado don Julio Diego González Campos
La razón de mi discrepancia de la Sentencia que sustenta el voto de la mayoría del Pleno no reside, y ello conviene precisarlo, en la doctrina general de que trae causa –ya elaborada por este Tribunal en Sentencias anteriores en alguna de las cuales he sido partícipe– respecto del instituto, de naturaleza procesal, de la inmunidad parlamentaria (art 71.2 C.E.) y sus límites constitucionales, ni siquiera en la interpretación restrictiva que el Tribunal ha venido realizando para evitar su utilización abusiva a modo de privilegio personal y absoluto en beneficio de las personas de los miembros de las Cámaras para sustraer sus conductas al conocimiento o decisión de los Jueces y Tribunales, lo que pugnaría con los valores esenciales del Estado democrático de Derecho (art. 1.1 C.E.).
Los preceptos constitucionales han de interpretarse desde la perspectiva del ordenamiento constitucional como un sistema normativo, sin que quepa establecer en él –como bien se dice en la Sentencia de que discrepamos– una concepción jerarquizada entre su contenido dogmático y su contenido orgánico, de modo que «todos sus contenidos encuentren el espacio y la eficacia que el constituyente quiso otorgarles».
Así, cuando, como ahora acontece, entran en juego de manera encontrada distintos preceptos constitucionales –la inmunidad parlamentaria (art. 71.2 C.E.) y el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1)– es preciso realizar una adecuada ponderación constitucional de las circunstancias concurrentes para evitar que el reconocimiento o protección de uno de ellos signifique una restricción innecesaria o un sacrificio desproporcionado del ámbito del otro, también constitucionalmente reconocido.
O dicho de otra manera, que la doctrina constitucional sentada por el Tribunal respecto del derecho de todas las personas al acceso a la jurisdicción (al proceso penal en este caso) del art 24.1 C.E. no significa la necesidad de que siempre y en todo caso que se requiera la previa autorización a la Cámara respectiva para inculpar o procesar a uno de sus miembros, ésta venga obligada a concederla para permitir el acceso a la justicia y no vulnerar el art. 24.1 de la Constitución, pues si así fuera –como se dijo en la STC 90/1985, fundamento jurídico 6.º– «vendría a hacerse vana la existencia misma de la inmunidad parlamentaria».
Hay que ponderar las circunstancias de cada caso atendiendo a la finalidad, razonabilidad y proporcionalidad del Acuerdo adoptado por la Cámara respecto de la previa autorización que establece el art. 71.2 C.E. en relación con el sacrificio del derecho fundamental en juego (art. 24.1). Así pues, lo verdaderamente esencial del juicio de legitimidad que corresponde emitir al Tribunal Constitucional cuando, como ahora ocurre, ha de revisar un Acuerdo de las Cámaras denegando el suplicatorio es la conformidad con la finalidad que la institución de la inmunidad parlamentaria persigue, que no es ni un privilegio establecido en beneficio intuitu personae, ni está tampoco dejada a la libre disponibilidad de la voluntad de la Cámara, sino que está sujeta a estrictos límites derivados de la Constitución y, en particular, de los derechos fundamentales de terceros en ella reconocidos. La inmunidad se justifica en atención al conjunto de funciones parlamentarias respecto de las que tiene, como finalidad, su protección. La amenaza frente a la que protege sólo puede serlo de tipo político y consiste en la eventualidad de que la vía penal sea utilizada con la intención de perturbar el funcionamiento de las Cámaras o de alterar la composición que a las mismas ha dado la voluntad popular. La posibilidad de que las Cámaras aprecien y eviten esa intencionalidad es lo que la Constitución ha querido al otorgarles la facultad de impedir que las acciones penales contra sus miembros prosigan y lo que permite, por tanto, la institución de la inmunidad es que las propias Cámaras realicen algo que no pueden llevar a cabo los órganos de naturaleza jurisdiccional como es una valoración sobre el significado político de tales acciones. Este constituye, a mi entender, el núcleo duro de la doctrina sentada en nuestra STC 90/1985 y reiterada en otras posteriores.
Por eso, es evidente que no puede resultar amparada por la inmunidad parlamentaria la mera pretensión de los miembros de las Cámaras de sustraerse a acciones penales improcedentes o infundadas, frente a las que no cabe mayor defensa que la tutela que deben prestar los Jueces y Tribunales. No se trata de eso, sino, por el contrario, de impedir acciones penales en que, por la forma y el contexto en que se producen, las Cámaras puedan, razonada y motivadamente, apreciar una intencionalidad o significación política de perturbar el funcionamiento (o la composición, llegado el caso) de la Cámara en lo que hace al cumplimiento por todos y cada uno de sus miembros de las funciones parlamentarias y políticas, sin que deban apartarse del ejercicio de dichas funciones consustanciales al cargo representativo que desempeñan por la necesidad de tener que defenderse de acusaciones, fundadas o no, a las que su posición les expone de modo particular. V, desde luego, corresponde al Tribunal Constitucional revisar ese acto parlamentario de las Cámaras para verificar su conformidad con la Constitución y, más concretamente, con los derechos fundamentales de otros ciudadanos, evitando así una utilización abusiva de la figura constitucional de la inmunidad parlamentaria para fines que no le son propios.
En esa función de control jurisdiccional, el Tribunal Constitucional tiene también límites propios, su «self-restraint»: ha de limitarse a examinar la motivación que fundamenta el Acuerdo de la Cámara (razonabilidad, proporcionalidad, finalidad), esto es, adecuación a los fines propios de la institución de la inmunidad parlamentaria. Pero lo que el Tribunal no puede hacer –como ya se afirmó en la STC 90/1985, fundamento jurídico 6°, in fine– es revisar o sustituir esa valoración o juicio de oportunidad o de intencionalidad de la Cámara por el suyo propio, suplantando a ésta en una función que la Constitución (art. 71.2) le ha encomendado expresamente.
Y esto es, a mi entender, lo que, a fin de cuentas, viene a hacerse en la Sentencia de la cual disiento.
El Acuerdo del Pleno del Senado, de 15 de marzo de 1989, denegando el suplicatorio, que aquí se impugna, no es, en modo alguno, una decisión no ya carente de motivación (que era lo que acontecía en el recurso resuelto por STC 90/1985, que otorgó el amparo) sino tampoco insuficientemente motivado para fundamentar la denegación del suplicatorio o de motivación no congruente con la «finalidad de la inmunidad a la vista de las circunstancias del caso concreto», como se sostiene en el fundamento jurídico 5.º
En esencia, el Senado en su «juicio de oportunidad o de intencionalidad» viene a apreciar que, atendidas las circunstancias en que se han producido los hechos que dieron lugar a las acciones penales emprendidas contra uno de sus miembros (libre ejercicio de la función estrictamente política en el ámbito de la contienda y debate político de partido) concurría el «fundamento objetivo» de garantía de la autonomía funcional de la Cámara y del ejercicio de sus funciones constitucionales de uno de sus miembros que legitiman, a la luz de la doctrina del Tribunal Constitucional (SSTC 36/1981; 51/1985; 90/1985; 92/1985; 243/1988; 9/1990...), la institución de la inmunidad parlamentaria y, en consecuencia la denegación del suplicatorio.
Y todo ello al margen de concretas expresiones o de ausencia de explícitas referencias en el contenido del Acuerdo del Senado (v.gr, la incidencia de la concesión o no del suplicatorio en la composición de la Cámara o a su normal funcionamiento) que no pueden ser tomadas con rigor formalista tan extremo como para invalidar la suficiencia de la motivación por «aparecer del todo desvinculada respecto de la finalidad que pudiera justificar esa restricción del derecho a la tutela judicial que se reconoce en el art. 24.1 C.E.» (STC 95/1985, fundamento jurídico 7.º). Así lo entiende también el Ministerio Fiscal, para quien la denegación del suplicatorio está justificada en este caso por «la valoración que en él se contiene del significado político de las manifestaciones objeto de las querellas».
Por eso, no puedo dejar de manifestar mi discrepancia con la afirmación tan rotunda y radical que se contiene en el fundamento jurídico 5.º de la Sentencia, que es la ratio decidendi: «no hay nada en el mismo (el Acuerdo del Senado) que pueda considerarse relevante para el sentido constitucionalmente perseguido a través de la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria».
A mi parecer en la Sentencia de la que disiento se da un salto cualitativo de tal magnitud que contrasta llamativamente con la doctrina de este Tribunal desarrollada a propósito de la motivación de las Sentencias y resoluciones de los órganos judiciales y deja tan reducido el margen de apreciación política a las Cámaras que, salvo hipótesis patológicas extremas de conflicto entre poderes difícilmente concebibles en un sistema democrático, puede hacer prácticamente imposible la denegación de la previa autorización para inculpar o procesar a un Diputado o Senador, y con ello ilusoria la institución misma de la inmunidad parlamentaria. Institución que, al margen de preferencias personales al respecto y de la conveniencia de restringirla (criterio que comparto) y de cuál sea su encaje y vigencia en los modernos Estados democráticos, ha sido conscientemente querida por el constituyente español de 1978 e incorporada al Texto de nuestra Constitución.
La doctrina que se sienta en esta Sentencia y las modulaciones significativas que en ella se introducen ex novo en nuestros criterios jurisprudenciales ya de por sí abiertos y de contornos imprecisos, viene a proyectar mayor incertidumbre sobre los criterios que deben aplicar las Cámaras cuando necesariamente tengan que decidir, porque así se lo impone el art. 71.2 de la Constitución, sobre la concesión o denegación de la autorización previa para el enjuiciamiento penal de sus miembros.
Aparte de que, por esta vía, ya no habrá prácticamente ningún Acuerdo de las Cámaras ex art. 71.2 C.E. del que no venga llamado a conocer y decidir el Tribunal Constitucional, con riesgo de convertirse en Comisión misma de suplicatorios.
Por las razones expuestas, el Acuerdo del Pleno del Senado, de 15 de marzo de 1989, no ha vulnerado el derecho de los recurrentes a la tutela judicial efectiva, por lo que el fallo de la Sentencia, como así sostuve en las deliberaciones del Pleno, debería haber sido desestimatorio del amparo.
Madrid, a veintisiete de noviembre de mil novecientos noventa y dos. Firmado: Álvaro Rodríguez Bereijo.–Julio Diego González Campos.–Rubricado.
Voto particular que formula el Magistrado excmo. Sr. don Vicente Gimeno Sendra, a la Sentencia dictada por el Pleno en el R.A. 1.156/89
Mi principal discrepancia con la presente Sentencia se circunscribe a la doctrina reduccionista, en ella sustentada, del bien jurídico protegido en la institución del suplicatorio –«alterar indebidamente la composición o el funcionamiento de las Cámaras», según los fundamentos jurídicos 3.º y 4.º– y, por ende, de su ámbito de su aplicación, que en el futuro habrá de quedar ceñido a los casos en los que el Diputado o Senador se encuentre privado de libertad, único supuesto en el que la imposibilidad física del parlamentario para acudir a las Cámaras podría alterar su composición y funcionamiento.
Del tenor literal del art. 71.2 C.E. se deduce, sin embargo, que la institución del suplicatorio, no sólo protege al Diputado o Senador detenido o sometido a prisión provisional, sino en general a quienes hayan sido «inculpados» o «procesados», es decir, a todo Diputado o Senador que haya sido objeto de una imputación judicial y, por tanto, con independencia de que pueda trasladarse al Congreso o al Senado a fin de ejercer sus funciones parlamentarias.
Por otra parte, tampoco comparto la afirmación, vertida en el fundamento jurídico 5.° de que el suplicatorio «no tiene como finalidad garantizar la libertad de expresión». Es cierto que dicha libertad se garantiza fundamentalmente a través de la «inviolabilidad» del art. 71.1.º C.E., pero tampoco cabe olvidar que la protección procesal de dicha inviolabilidad se efectúa precisamente a través del suplicatorio, presupuesto procesal que tiene, en mi opinión, como especial misión proteger la independencia del Diputado o Senador en el ejercicio de sus funciones frente a posibles injerencias de los demás poderes del Estado.
Madrid, a veintiocho de noviembre de mil novecientos noventa y dos. Firmado: Vicente Gimeno Sendra.–Rubricado.
Voto particular que formula el Magistrado don Fernando García-Mon y González-Regueral a la Sentencia dictada por el Pleno en el recurso de amparo núm. 1.156/89
Mi discrepancia con la Sentencia aprobada por mayoría se funda en las siguientes razones:
1.ª El art. 9.1 de la Constitución dispone:
«Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico».
El Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución, está sometido sólo a la Constitución y a su Ley Orgánica según establece el art. 1.1 de esta Ley al determinar su independencia de los demás órganos constitucionales. Pero esta independencia que está, naturalmente, subordinada a la Constitución, encuentra en ella un límite infranqueable: Allí donde la Constitución establezca potestades, competencias, atribuciones o facultades a otros órganos constitucionales, allí no podrá entrar el Tribunal Constitucional para sustituir a los mismos en el ejercicio de sus funciones. Es cierto que podrá hacerlo, y de ahí su razón de ser, cuando se aparten de los mandatos constitucionales para que en todo caso prevalezca la Constitución, pero de no darse esta circunstancia y actuar los órganos constitucionales dentro del ejercicio de las atribuciones que aquélla les otorga, la intervención de este Tribunal puede desbordar sus propias competencias para sustituir las que el poder constituyente atribuyó expresamente a otros órganos constitucionales. Y esto es, en mi criterio, lo que ocurre en el presente caso.
2.ª El art. 71.2 de la Constitución, al establecer la inmunidad de los Diputados y Senadores, dispone que «no podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva». El Senado, ejerciendo esta potestad constitucional, por Acuerdo del Pleno de 15 de marzo de 1989, denegó la autorización solicitada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo para decretar el procesamiento de un Senador y este Tribunal en la Sentencia de la que disiento anula el citado Acuerdo del Senado por entender que vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva que consagra el art. 24.1 de la Constitución. Entre la supuesta contradicción de dos preceptos constitucionales, la Sentencia se inclina por uno de ellos en detrimento del otro, estableciendo así una especie de jerarquía entre esos dos preceptos que, además de parecerme innecesaria porque la tutela judicial no alcanza únicamente efectividad a través de los procedimientos penales, no encuentra en la Constitución el apoyo que sería necesario para que este Tribunal pudiera anular el Acuerdo del Senado que, ajustado en principio a las atribuciones que le confiere el art. 71.2 de la Constitución, denegó motivadamente la autorización solicitada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo para el procesamiento de un Senador.
Señalo desde el primer momento que el Acuerdo del Senado está motivado, porque admito –en línea con la Sentencia y con la doctrina en la que se apoya (STC 90/1985)– la necesidad de que sea así en garantía de los principios de justicia e igualdad que, como valores esenciales de nuestro ordenamiento jurídico, propugna el art. 1.1 de nuestra Constitución. Pero entiendo que una cosa es la necesidad de motivación que, naturalmente, ha de ser razonable, y otra muy distinta que solamente pueda ser una –el normal funcionamiento de las Cámaras– la que permita al órgano parlamentario denegar la autorización. Si esto fuera así de forma determinante, el constituyente podía y tenía que haberlo señalado en el art. 71.2 de la Constitución; y si no lo hizo no puede, en mi criterio, establecer este Tribunal un condicionamiento que no figura en el texto constitucional y que, de entenderse tan rigurosamente, haría prácticamente inaplicable la previsión contenida en la Constitución.
3.ª Como ya he apuntado, la Sentencia de la que disiento tiene su apoyo o está fundada principalmente en la doctrina contenida en nuestra STC 90/1985, en la que, como ahora ocurre, se estimó un recurso de amparo frente a un Acuerdo del Senado que, sin motivación alguna, denegaba la autorización para procesar a un Senador. Fue esa falta de motivación la ratio decidendi de aquella Sentencia que contiene, efectivamente, la doctrina que ahora se recuerda y aplica; pero entre una y otra Sentencia hay una diferencia que considero esencial. En la primera (90/1985), el Acuerdo del Senado carecía de razonamiento alguno, mientras que en ésta se da la motivación que en la propia Sentencia se reproduce. Damos, pues, un paso más en la revisión de las decisiones parlamentarias. En el caso anterior se constató la carencia de motivación y aquí, como la motivación existe, se revisa la suficiencia o insuficiencia de las razones contenidas en el Acuerdo. La diferencia de inexistencia no exige más que su propia constatación, mientras que la suficiencia o insuficiencia de lo razonado entraña un juicio de valor o una ponderación que, en principio y salvo que se trate de una mera apariencia, equivale realmente a ejercer la facultad de otorgarla. El problema tiene, pues, la máxima importancia –de ahí su avocación al Pleno–, porque iniciado este camino nos puede llevar, o quizá nos lleva ya en esta Sentencia, a sustituir prácticamente a las Cámaras en la facultad que a ellas otorga la Constitución.
4.ª En el presente caso la motivación del Acuerdo, reproducida en la Sentencia, es el carácter exclusivamente político de la controversia mantenida entre el querellante, Presidente del Consejo de Gobierno de la Diputación Regional de Cantabria, y el Senador querellado. Se trata, pues, de dos políticos que en forma más o menos destemplada, polemizan en los medios de comunicación sobre sus respectivas actuaciones o puntos de vista en materias propias de la actividad que uno y otro ejercen. Si traspasan o no los límites que a la libertad de información y de expresión impone el art. 20 de la Constitución, no tiene relevancia a efectos de la autorización solicitada; pero sí la tiene que se trate de una polémica estrictamente política y que ésta se desarrolle entre quienes ejercen funciones de esa naturaleza. Como dice el Acuerdo del Senado, las manifestaciones del querellado se hicieron «en el marco de una valoración política de la actividad de los órganos de gobierno de la Comunidad Autónoma de Cantabria, en el uso del libre ejercicio del derecho de crítica que corresponde a todo ciudadano, especialmente a quienes están investidos de la condición de representantes del pueblo español». Y por esta circunstancia, unida a los demás razonamientos que contiene el Acuerdo, el Senado, por mayoría, entendió que existían razones fundadas y de carácter objetivo que conducían a denegar la autorización solicitada y, por tanto, a hacer aplicación en este caso de la inmunidad parlamentaria. El Pleno del Tribunal, también por mayoría, entiende lo contrario porque –en apretada síntesis– las razones alegadas para la denegación no alcanzan entidad para alterar la composición de las Cámaras ni para perturbar el normal funcionamiento de las mismas.
Pues bien, con todos los respetos para esa opinión de la mayoría que refleja un plausible deseo de restringir al máximo toda idea de privilegios personales y compartiendo esa misma preferencia, entiendo que nuestra misión como supremo intérprete de la Constitución, no alcanza a eliminar en la práctica una prerrogativa constitucionalmente establecida que, si bien corresponde objetivamente a las Cámaras Parlamentarias, se hace efectiva a través de todos y cada uno de quienes por voluntad popular las componen.
Téngase en cuenta además –y con ello termino–, que la inculpación o el procedimiento por sí mismos, prescindiendo del resultado al que puedan llegar los procesos penales que la autorización no puede prever, no alteran la composición de las Cámaras ni perturban su funcionamiento, toda vez que dichas situaciones no impiden a los afectados por ellas el normal ejercicio de sus funciones parlamentarias. Aquella motivación como esencial para poder denegar la autorización equivale, como ya he dicho, a suprimir en la práctica su posible otorgamiento.
Las razones expuestas me llevan a discrepar del criterio de la mayoría y a sostener que, como expuse en el Pleno, el fallo de este recurso ha debido ser desestimatorio del amparo solicitado.
Madrid, a treinta de noviembre de mil novecientos noventa y dos. Firmado: Fernando García-Mon y González-Regueral.–Rubricado.
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