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Documento BOE-A-2011-16024

Pleno. Sentencia 136/2011, de 13 de septiembre de 2011. Recurso de inconstitucionalidad 1390-1999. Interpuesto por 89 Diputados del Grupo Parlamentario Socialista del Congreso de los Diputados en relación con diversos preceptos de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social. Leyes de contenido heterogéneo, facultades de enmienda del Senado, principios democrático, de seguridad jurídica y de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos: validez de las disposiciones legales que, no incluidas en una ley de presupuestos, modifican tributos o regulan materias no directamente relacionadas con la ejecución de los presupuestos o la política económica del Gobierno; modificación no arbitraria del régimen de compensación a las empresas eléctricas afectadas por los costes de transición de un sistema monopolístico a un mercado en competencia; ejercicio del derecho de enmienda y relación de homogeneidad entre enmiendas e iniciativa legislativa que se pretende modificar. Votos particulares.

Publicado en:
«BOE» núm. 245, de 11 de octubre de 2011, páginas 10 a 72 (63 págs.)
Sección:
T.C. Suplemento del Tribunal Constitucional
Departamento:
Tribunal Constitucional
Referencia:
BOE-A-2011-16024

TEXTO ORIGINAL

El Pleno del Tribunal Constitucional, compuesto por don Pascual Sala Sánchez, Presidente, don Eugeni Gay Montalvo, don Javier Delgado Barrio, doña Elisa Pérez Vera, don Ramón Rodríguez Arribas, don Manuel Aragón Reyes, don Pablo Pérez Tremps, don Francisco José Hernando Santiago, doña Adela Asua Batarrita, don Luis Ignacio Ortega Álvarez y don Francisco Pérez de los Cobos Orihuel, Magistrados, ha pronunciado

EN NOMBRE DEL REY

la siguiente

SENTENCIA

En el recurso de inconstitucionalidad núm. 1390-1999, interpuesto por 89 Diputados del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso contra los arts. 1 (con excepción de lo dispuesto en su apartado segundo), 2, 3, 4 (con excepción de lo dispuesto en su apartado 2), 5 (con exclusión del apartado primero del número uno), 6, 6 bis, 7, 9, 10, 12, 14, 15, 17, 18 (con excepción de la nueva redacción del apartado 1 del art. 96 de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las haciendas locales, dada por el apartado 24 y de los porcentajes anuales contenidos en el apartado 2 del art. 108 de la Ley 39/1988, en la redacción dada por el apartado 33), 19, 20, 21.1, 21.2, 21.5, 24 a 30, 32 a 52, 54 a 57, 59 a 84, 86 a 99, y 102 a 111; disposiciones adicionales primera a quinta, sexta (último párrafo), novena, undécima a vigesimosegunda, vigesimocuarta, vigesimosexta, vigesimoctava a trigésima, trigésima tercera a cuadragésima primera, cuadragésima tercera y cuadragésima cuarta; disposiciones transitorias primera, tercera, quinta, sexta a undécima, decimotercera a decimoquinta, y decimoséptima; disposiciones derogatorias primera a cuarta, y séptima; y disposiciones finales primera a tercera, todos ellos de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, al considerar que vulneran los arts. 1.1, 9.3, 23.2, 66, 88 y 134.2 y 7, todos ellos de la Constitución, así como los arts. 40, 43, 46, 91, 93, 94 y 109 del Reglamento del Congreso, y los arts. 49, 104, 106 y 133 del Reglamento del Senado. Han intervenido el Abogado del Estado, en la representación que ostenta, y los Letrados de las Cortes Generales don Fernando Sainz Moreno y don Manuel Fernández-Fontecha Torres, en representación, respectivamente, del Congreso de los Diputados y del Senado. Ha sido Ponente la Magistrada doña Elisa Pérez Vera, quien expresa el parecer del Tribunal.

I. Antecedentes

1. El día 31 de marzo de 1999 tuvo entrada en el Registro General de este Tribunal Constitucional un escrito del Procurador de los Tribunales don Roberto Granizo Palomeque, en nombre y representación de 89 Diputados del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso, por el que se interpone recurso de inconstitucionalidad contra los preceptos de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, citados en el encabezamiento.

Afirma la demanda que las leyes de medidas fiscales, administrativas y del orden social surgen «como reacción concreta» a la jurisprudencia de este Tribunal Constitucional «sobre el contenido de las Leyes anuales de Presupuestos Generales del Estado a raíz del art. 134.2 y 7 CE», y destaca el rechazo unánime de la doctrina científica al uso de este tipo de leyes (Leyes 22/1993, 42/1994, 13/1996 y 50/1998) por su incompatibilidad con el ordenamiento constitucional, poniendo de manifiesto que al Tribunal Constitucional le corresponde poner «coto a la corruptela consistente en la utilización de la Ley anual de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social como vehículo de regulación de cualquier tema o cuestión del ordenamiento jurídico». Subraya también que la sanción y promulgación de una ley es un requisito necesario para su validez pero no para su entendimiento y conocimiento, destacando como uno de los límites constitucionales fundamentales al ejercicio de la potestad legislativa el de la «técnica legislativa» no «confusa, oscura e incompleta» so pena de socavar «la certeza del Derecho y la confianza de los ciudadanos en el mismo». Sucintamente expuestos, los motivos que aduce la demanda se desarrollan en los siguientes términos:

A) La Ley 50/1998 «como expresión patológica de un fenómeno patológico del ordenamiento jurídico constituido por la legislación de coyuntura». Sobre este particular los Diputados recurrentes aclaran, antes que nada, que con el presente recurso no pretenden impugnar la posibilidad de existencia de este tipo de legislación de coyuntura, sino única y exclusivamente la utilización de los valores, principios y reglas constitucionales que ha hecho la Ley 50/1998. Hecha la precisión anterior, inician sus argumentos analizando la legislación de medidas económicas de urgencia, la cual, afirman, ha tomado fundamentalmente dos formas. En primer lugar, la de real decreto-ley cuando concurren las circunstancias de urgente y extraordinaria necesidad (art. 86 CE), como sucede en las situaciones de crisis o desaceleración económica (SSTC 63/1986, 23/1993, 146/1994 y 182/1997). Y, en segundo lugar, la de disposiciones en las leyes anuales de presupuestos generales del Estado, que llevó a su desbordamiento normativo hasta que el Tribunal Constitucional no sólo vinculó su contenido posible con el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE; y STC 65/1990) por la «restricción ilegítima de las competencias del poder legislativo, al disminuir sus facultades de examen o enmienda sin base constitucional» (por ejemplo, STC 76/1992), sino que exigió para la inclusión de disposiciones normativas en el instrumento presupuestario la existencia de una conexión bien con las previsiones de ingresos y habilitaciones de gasto, bien con los criterios de política general en que las previsiones presupuestarias se sustentan (art. 134.2 y 7 CE; y SSTC 63/1986, 188/1988, 65/1990, 96/1990, entre otras).

A partir de la STC 76/1992, añaden los Diputados recurrentes, se empieza a generar una práctica legislativa consistente en la aprobación de una determinada ley cuyo calendario de tramitación coincide con el de la ley de presupuestos generales del Estado del año correspondiente que, aun cuando comenzó con una denominación diferente, se ha consagrado como la ley de medidas fiscales, administrativas y del orden social. Se trata de las Leyes 22/1993, de 29 de diciembre (que modificaba 13 leyes, dos decretos legislativos y un decreto-ley), 42/1994, de 30 de diciembre (que afectaba a 22 leyes, cinco decretos legislativos y dos decretos-leyes), 13/1996, de 30 de diciembre (que alteraba 54 leyes y cuatro decretos legislativos), 66/1997, de 30 de diciembre (que incidía en 42 leyes, tres decretos legislativos y cuatro decretos-leyes); y 50/1998, de 30 de diciembre (que modifica 76 leyes, siete decretos legislativos y seis decretos-leyes).

A juicio de los Diputados recurrentes, del análisis de la legislación de coyuntura (legislación de coyuntura que también se ha extendido a las Comunidades Autónomas, las cuales, al no tener la posibilidad de aprobar decretos-leyes, la remiten a las leyes de presupuestos o a las de acompañamiento) pueden extraerse tres conclusiones: la primera, el hecho de que frente a una etapa inicial en la que el sentido y alcance de las modificaciones efectuadas a través de este cauce legislativo era limitado y específico, se pasa –fundamentalmente, a partir de la Ley 13/1996– a una concepción omnicomprensiva de su contenido y funciones, llevándose a cabo modificaciones estructurales y permanentes de cualesquiera ámbitos normativos; la segunda, la complejidad, dispersión, ausencia de sistemática, oscuridad de la regulación y dificultad –e incluso imposibilidad– de aprehender todas las alteraciones realizadas; y la tercera, la circunstancia de que cada vez con más frecuencia el origen de las modificaciones que se efectúan está en enmiendas presentadas por primera vez para su consideración, debate y votación, en el Senado, donde el grupo político que sustenta al Gobierno posee la mayoría absoluta.

A continuación destacan los Diputados recurrentes que en las sucesivas leyes de medidas se han emitido informes por diferentes órganos, debiendo destacarse ahora los del Consejo Económico y Social, del Consejo del Estado y del Consell Consultiu de Cataluña. En efecto, el primero de los órganos citados destaca que la modificación de abundante legislación sustantiva es una situación cómoda para el Ejecutivo, pero supone una complicación innecesaria que crea inseguridad jurídica, además de no guardar siempre una relación directa con los presupuestos generales del Estado o con los criterios de política económica de la que éstos son el principal instrumento. El segundo órgano subraya que el empleo de esta técnica legislativa no hace sino aumentar la dispersión normativa que dificulta la aplicación de las normas jurídicas. Y, en fin, el Consell Consultiu de la Generalitat de Cataluña señala que aun cuando las «leyes de acompañamiento» son expresión de una técnica legislativa peligrosa, no por ello son inconstitucionales.

En conclusión, para los Diputados recurrentes la dirección de la política económica de la Nación por el Gobierno tiene una importante vertiente en medidas coyunturales, entendiendo por tales las que se toman en un momento determinado ante un problema temporalmente concreto, para cuya solución se encuentra, de un lado, la institución presupuestaria dirigida a concretar la política económica que pretende realizar el Gobierno durante un ejercicio económico dado y, de otro, la fórmula del decreto-ley cuando circunstancias económicas sobrevenidas exigen una respuesta inmediata. Ahora bien, ha existido una patente confusión entre los supuestos de legislación coyuntural que no solo ha conducido a la utilización indiferenciada de uno y otro mecanismo, sino que ha implicado que, al amparo de estas normas legislativas dirigidas a situaciones coyunturales y por el valor formal de ley que tienen, se haya procedido a la regulación de otras materias que no estaban relacionadas directa ni indirectamente con los supuestos de hecho que les dieron origen y que son lo que únicamente pueden sustentar su legitimación y su justificación constitucional. La ley de medidas aparece, en cuanto fenómeno patológico, como el depósito residual de lo que estos dos tipos de normas no pueden hacer, aislada o conjuntamente, pues ni regula situaciones de extraordinaria y urgente necesidad, ni contiene normas para la ejecución de los presupuestos o de la política económica del Gobierno en el ejercicio, ni, en fin, hace frente a la ausencia de la ley anual de presupuestos generales del Estado. Aunque no existe ningún precepto del bloque de la constitucionalidad que prevea que deba aprobarse periódicamente, anualmente, una ley de estas características, sin embargo, una norma de esa clase se ha producido por el poder legislativo en cinco ocasiones en los últimos años y, en las mismas fechas, lo que podría provocar que «alguien se pudiera referir a ella como manifestación legislativa determinada de una forma legislativa indeterminada, con la consiguiente pretensión de inducir a pensar que se ha creado una categoría legislativa por vía de costumbre constitucional».

B) La imposibilidad constitucional de que exista una ley ordinaria «que con carácter anual y contenido indeterminado e impredecible opere sobre la totalidad del ordenamiento jurídico»: la Ley 50/1998 como complementaria del ordenamiento jurídico. Tras relatar los Diputados recurrentes el iter parlamentario seguido en la aprobación de la Ley 50/1998 (paralelamente al de la Ley 49/1998, de 30 de diciembre, de presupuestos generales del Estado para 1999), precisar el origen de las modificaciones introducidas y el momento en el que se han producido (de las 34 normas de rango legal a las que inicialmente afectaba, acabó modificando 76 leyes, siete decretos legislativos y seis decretos-leyes) y describir el contenido de la ley (disposición por disposición), pasan a efectuar una serie de consideraciones relativas a la naturaleza de la citada norma legal dado que, a su juicio, el hecho de que la Ley 50/1998 sea una ley ordinaria aprobada a través del correspondiente procedimiento legislativo no sirve como justificación constitucional suficiente para su existencia, sobre todo si se tiene en cuenta que su origen puede estar en las limitaciones que el Tribunal Constitucional ha venido estableciendo a los contenidos posibles de la ley anual de presupuestos, burlando de esta manera las prohibiciones derivadas del art. 134.2 y 7 CE.

a) Así, destacan los recurrentes el valor normativo del texto constitucional, y la diferencia entre principios y reglas constitucionales, subrayando la sujeción del poder legislativo sólo a la Constitución «y no al resto del ordenamiento jurídico» –a diferencia del Gobierno que está sujeto a la Constitución y al ordenamiento jurídico–. Pues bien, el art. 134 CE recoge una regla jurídica –o un conjunto de reglas– directamente vinculada al principio democrático del art. 1 CE, con su concreto supuesto de hecho y su determinada consecuencia jurídica, que se establece para un número indeterminado de actos o hechos (la aprobación de cada presupuesto), y sólo regula este supuesto, siendo esta regla y la norma que la contiene una de las reglas a partir de las cuales se llega al principio democrático y al del pluralismo político del art. 1 CE. El ejercicio del poder legislativo o de su desdoblada potestad para aprobar el presupuesto (arts. 66.2 y 134 CE) por el órgano que tiene atribuida estas potestades –las Cortes Generales– no puede dejar de cumplir el principio democrático, ni dejar de atender a otros principios constitucionales que dan cobertura positivizada a todo el ordenamiento, como es el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE). Y cuando se habla del ejercicio del poder legislativo y de sus límites constitucionales debe considerarse la técnica legislativa utilizada, con independencia de los contenidos regulados por el legislador en la ley, de tal manera que no es admisible cualquier forma de ejercicio o técnica legislativa utilizada, so pena de infringir principios constitucionales y, concretamente, los principios democrático (art. 1 CE) y de seguridad jurídica (art. 9.3 CE).

Hechas las precisiones anteriores pasan los Diputados recurrentes a analizar la Ley 50/1998 y su ubicación en el sistema constitucional de fuentes, anticipando la idea de que el problema que plantea la explicación y justificación constitucional de la Ley 50/1998 no implica mantener que «lo que la Constitución no permite explícitamente está prohibido implícitamente», pero sí «que lo que la Constitución no permite explícitamente o no prohíbe expresamente esté, por este mero hecho, permitido implícitamente». A juicio de los recurrentes ni la Constitución deja el orden de fuentes a merced del principio de jerarquía normativa (art. 9.3 CE), ni la doctrina del Tribunal Constitucional permite una colaboración normativa entre leyes pertenecientes al mismo orden jurídico y de igual rango normativo, pudiendo destacarse de la doctrina de aquél, sintéticamente, tres aspectos que, aun cuando formulados con relación a situaciones competenciales entre entes territoriales, no por ello dejan de ser aplicables al ámbito de las relaciones internormativas dentro del ordenamiento jurídico estatal: i) el orden de fuentes en un ordenamiento es el establecido por el bloque de la constitucionalidad, sin que el legislador estatal pueda imponer a todos los demás, como única interpretación posible, la qué el mismo hace (STC 214/1989, FJ 5); ii) la relación que liga a la ley orgánica con la ley ordinaria no sólo se guía por el principio de jerarquía sino también por el de competencia (STC 5/1981, FJ 20); y iii) la colaboración internormativa entre leyes orgánicas y ordinarias es incluso imperativa en algunos supuestos (STC 137/1986, FJ 3). Sin embargo, la Ley 50/1998 es una norma de igual rango de aquellas a las que afecta (deroga, adiciona, modifica, etc.), lo que implica que las consecuencias en las leyes afectadas se producen no en virtud de una función colaboradora de la citada norma legal con todas y cada una de ellas, ni de jerarquía normativa –al ser todas ordinarias–, «sino simplemente en virtud del título de ser una Ley posterior, a veces muy poco posterior e incluso en ocasiones simultánea (como ha ocurrido con la Ley del Mercado de Valores, Disposición adicional 36, o con la Ley de Hidrocarburos, art. 108)».

El constituyente cuando quiso –continúan los recurrentes– reconoció la existencia de leyes con función y objeto específico (así, por ejemplo, en los arts. 87.3, 116 y 122, todos ellos de la Constitución), como sucede con la ley de presupuestos generales (art. 134 CE), a la que atribuye una función concreta y unos límites y condiciones que delimitan el ejercicio del poder legislativo. Ciertamente, el constituyente no se planteó la existencia de una ley como la Ley 50/1998, razón por la cual no la prohibió. Pero que no la prohíba o que no haya establecido algún tipo de límites no puede llevar a concluir que la permite, cuando sí ha previsto límites para otras normas, como las presupuestarias, en orden a evitar perversiones. A su parecer, «[h]ubiese sido una novedad en el Derecho constitucional la existencia de una norma que hubiese dicho, aproximadamente, lo siguiente: “Las Cortes Generales no podrán ejercer la potestad legislativa del Estado a través de una Ley de contenido inespecífico, heterogéneo e indeterminado que se apruebe una vez al año, el día 30 de diciembre, y que pueda afectar a la totalidad de Leyes del ordenamiento jurídico vigente”.»

Lo que hay que justificar, añaden los Diputados recurrentes, «no es que la CE no prohíba una Ley de estas características o que no contenga habilitación para ella, sino en qué precepto constitucional se fundamenta. Y el único fundamento reside en que, siendo las Cortes Generales las titulares de la potestad legislativa, aprueban una norma que se impone sobre el resto del ordenamiento jurídico en virtud de una regla no explicitada en la propia Constitución cual es que la norma posterior de igual rango modifica la anterior. No opera, pues, ni el principio de jerarquía ni el principio de competencia o función. Todo se fundamenta en la atribución de potestad y la existencia de una Ley posterior». Por tanto, y aunque le son de aplicación a la ley de medidas todas las descalificaciones que se habían venido haciendo sobre la ley de presupuestos (como «cajón de sastre», «ley ómnibus», «ley escoba», totum revolutum, «ley saco», etc.), hay que precisar que esto no se puede hacer teniendo como parámetro los límites que la propia Constitución establece en el art. 134, ya que no se trata, ni tiene porqué tratarse por definición, de disposiciones para la ejecución de los ingresos y gastos o para la realización de la política económica del Gobierno.

Pues bien, la ley impugnada tiene por objeto principal –dejando de lado los ordenamientos materiales de Derecho privado que tampoco quedan al margen de su actuación (disposiciones adicionales quinta y y trigésima cuarta)– los ordenamientos materiales de Derecho público –fiscal, administrativo y social–, en cuyo ámbito se pueden apreciar cinco grupos de materias afectadas –sin incluir todas las leyes sobre las que incide–: i) normas que regulan las relaciones jurídicas de carácter más general como son la Ley 30/1984 (función pública), la Ley 30/1992 (de régimen jurídico y procedimiento administrativo común), la Ley 13/1995 (de contratos del Estado), la Ley 6/1997 (de organización y funcionamiento de la Administración general del Estado) y la Ley 29/1998 (de la jurisdicción contencioso-administrativa); ii) leyes sectoriales de carácter general como la Ley 230/1963 (general tributaria), la Ley 23/1982 (del patrimonio nacional), el Real Decreto Legislativo 1091/1988 (ley general presupuestaria), la Ley 39/1988 (haciendas locales) y el Real Decreto Legislativo 1/1994 (Ley general de la seguridad social); iii) leyes sectoriales de carácter especial referidas a la materia tributaria como la Ley 29/1987 (impuesto de sucesiones y donaciones), la Ley 19/1991 (impuesto sobre el patrimonio), la Ley 37/1992 (impuesto sobre el valor añadido), la Ley 38/1992 (impuestos especiales), la Ley 20/1991 (régimen económico y fiscal de Canarias) o la Ley Orgánica 12/1995 (contrabando); iv) leyes sectoriales de actuación administrativa directa en distintos órdenes como la Ley 13/1986 (investigación), la Ley 16/1987 (transportes terrestres), la Ley 1/1990 (sistema educativo), la Ley 27/1992 (puertos) y la Ley 35/1995 (ayudas a las víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual); y v) leyes sectoriales de intervención administrativa que inciden especialmente en las relaciones privadas como la Ley 17/1985 (metales preciosos), la Ley 11/1986 (patentes), la Ley 8/1987 (planes y fondos de pensiones), la Ley 10/1988 (televisión privada), la Ley 32/1988 (marcas), la Ley 24/1988 (mercado de valores), la Ley 10/1990 (deporte), la Ley 25/1990 (medicamento), la Ley 9/1992 (mediación del seguro privado), la Ley 3/1993 (cámaras de comercio), la Ley 30/1994 (fundaciones), la Ley 30/1995 (ordenación del seguro privado), la Ley 4/1997 (sociedades laborales), la Ley 54/1997 (sector eléctrico) y la Ley 11/1998 (telecomunicaciones).

b) A continuación examinan los Diputados recurrentes de qué manera la Ley 50/1998 infringe el principio democrático del art. 1.1 CE y el art. 66 CE (pluralismo, separación de poderes y derechos de las minorías), a cuyo fin efectúan una serie de observaciones. En primer lugar, señalan que la potestad legislativa se ve reforzada en la Constitución Española a través del principio de reserva de ley con la cual se compensa la desconfianza hacia el poder ejecutivo, al igual que una cierta desconfianza hacia el poder legislativo se compensa con la introducción en nuestro sistema de la jurisdicción constitucional.

En segundo lugar añaden que, si bien el poder legislativo es el órgano que refleja en mejor medida el principio democrático, el principio de reserva de ley con el que se ve reforzado en la Constitución no puede entenderse prescindiendo del poder ejecutivo. Ahora bien, como este principio de reserva no opera en el aire sino respecto de la relación de fuerzas parlamentarias representantes de los ciudadanos en las Cortes Generales, la ley aprobada en esta sede se independiza de su origen, es decir, de la mayoría que la aprobó y del procedimiento a través del cual lo hizo. El problema a efectos del principio democrático no es, pues, el que se da entre el legislativo (principio democrático) y el ejecutivo (principio monárquico), sino el que se da en sede parlamentaria entre mayorías y minorías. En efecto, el proceso legislativo ordinario es la vía para «la participación de las minorías» (STC 182/1997, FJ 3), pues el principio democrático exige que la minoría pueda hacer propuestas y pueda expresarse sobre las de la mayoría. No estamos, pues, ante problemas de técnica legislativa, sino ante problemas vinculados al contenido material y estructural y a la eficacia jurídica del principio democrático, dado que aun cuando las decisiones de un órgano representativo son, por definición, decisiones de la mayoría, no pueden ignorar los derechos de las minorías (STC 32/1985, FJ 2). La identificación del Gobierno con una mayoría parlamentaria no puede llevarse hasta extremos que suponga una identificación de todo el pueblo (Cortes Generales) con la mayoría de ese pueblo, razón por la cual, si bien el Gobierno es el órgano representativo de la mayoría parlamentaria que le da soporte, la mayoría parlamentaria al actuar como Gobierno en sede parlamentaria está desconociendo y abandonando su función en esa sede ya que actúa con independencia de la otra parte del Parlamento, es decir, de la representación popular de la minoría de ciudadanos. Cuando este es el funcionamiento, la reserva de ley se convierte en reserva del Gobierno a través de su mayoría, no sólo produciéndose un secuestro de parte de la soberanía popular –la de la minoría– por el Gobierno, sino que, al identificarse el Gobierno con su mayoría parlamentaria, se está sustituyendo el principio democrático por el principio monárquico.

En tercer lugar, la confusión entre la elaboración normativa de la ley por el Parlamento y la elaboración normativa de esa misma ley por el Gobierno desemboca en que la Ley 50/1998, aunque sea una ley en sentido material, está necesitada de la reintroducción de un concepto material de ley, pues ante el hecho de que se pueda llegar a identificar potestad reglamentaria con iniciativa parlamentaria del Gobierno a través de su mayoría parlamentaria, el principio de legalidad tiene que impedir un entendimiento puramente ritual o formal de este principio que lo considere cumplido con una simple «autorización» emanada del legislador, pues no es tanto la utilización del adjetivo «material» como referencia al ámbito propio de la ley (libertad y propiedad) cuanto como designación de la estructura necesaria de ésta (generalidad y abstracción). Con este razonamiento se puede afirmar que la ley cuestionada es puramente formal, no sólo por aquella identificación entre Gobierno y mayoría parlamentaria sino también porque se está destruyendo una categoría básica del Estado de Derecho cual es la generalidad de la ley y su contenido normativo.

En cuarto lugar, y con relación al derecho de enmienda, señalan los recurrentes que es evidente que en la tramitación de la ley impugnada fueron introducidas en ambas Cámaras importantes enmiendas en el proyecto de ley o en el texto aprobado por el Congreso de los Diputados por el grupo mayoritario, que lo es en ambas Cámaras, en un caso con mayoría relativa y en otro con mayoría absoluta. Pues bien, si el derecho de enmienda del Senado es un derecho de iniciativa parlamentaria (art. 90.2 CE), hay que destacar cinco elementos: 1) este derecho tiene limitación por cuanto requiere una aceptación de las introducidas en el Senado por mayoría simple del Congreso, viendo este último mermada su capacidad a la aceptación o rechazo de las mismas; 2) la proposición de ley del Senado no se desarrolla en el mismo Senado, sino tras su tramitación en el Congreso, con su correspondiente derecho de enmienda; 3) las enmiendas introducidas en el Senado no permiten –en el Senado– más que su discusión –para su aceptación, rechazo, o transacción– pero impiden la intervención de otros grupos parlamentarios –minoría– en el sentido de presentar una enmienda de sentido distinto a la de la mayoría –salvo in voce y de carácter transaccional. Se produce, entonces, una restricción al derecho de la minoría, pues la introducción de enmiendas en el Senado por la mayoría parlamentaria limita objetivamente el derecho de la minoría, lo cual no ocurriría de haberse previsto la medida objeto de enmienda en el proyecto de ley o de haberse introducido por enmienda del grupo mayoritario en el trámite del Congreso; 4) el alcance de las enmiendas introducidas en el Senado debe valorarse aisladamente, por su contenido, pues en ocasiones determinadas enmiendas pueden cumplir la función de una proposición de ley, tanto por su desconexión con cualquier precepto contenido en el proyecto de ley inicial, como por su autonomía ordinamental; y 5) podría argumentarse que tanto las medidas incorporadas al proyecto de ley como las que son fruto de enmienda por el grupo mayoritario obedecen a razones de urgente necesidad –a los efectos de que estén en vigor el primer día del ejercicio económico– y, sin embargo, para esas medidas urgentes y extraordinarias la Constitución prevé la vía del decreto-ley (art. 86 CE), que puede ser tramitado posteriormente como un proyecto de ley por el procedimiento de urgencia (art. 86.3 CE), lo que daría pie a la presentación de enmiendas por la minoría parlamentaria, garantizando en mayor medida el derecho de las minorías frente a las decisiones del Gobierno o de su mayoría parlamentaria, posibilidad la del decreto-ley que debería operar, en su caso, siempre que se hubiese llegado a la conclusión de que no «se podría haber solucionado por alguno de los procedimientos legislativos de urgencia que establecen los Reglamentos Parlamentarios» (STC 182/1997, FJ 5).

En relación con este extremo citan los Diputados recurrentes dos casos de la utilización indiscriminada del derecho de enmienda por la mayoría parlamentaria. El primer caso, hace referencia a un tema del que nada se decía en el proyecto de ley –la participación de los entes locales en los tributos del Estado y el endeudamiento local– y sobre el que se introdujeron enmiendas en el Congreso (núm. 297 y 298) y posteriormente en el Senado (núms. 272 y 273), debido a las «negociaciones con la Federación Española de Municipios y Provincias» (Senado, Diario de Sesiones, Pleno, núm. 113, 15 de diciembre, pág. 5256). Y el segundo caso consistía en corregir, a través de la ley de medidas, los errores que se habían producido en la tramitación, tanto en el Congreso como en el Senado, de otra ley –la reforma de la Ley 24/1988, de 28 de julio, del mercado de valores, por la Ley 37/1998, de 16 de noviembre–, concretamente, de su art. 99.

De donde concluyen los Diputados recurrentes, de un lado, que la posibilidad que el art. 90.2 CE atribuye al Senado para introducir enmiendas sobre el texto aprobado por el Congreso de los Diputados no es un derecho absoluto sino que debe cohonestarse con el resto de preceptos de nuestro sistema constitucional y, fundamentalmente, con el principio democrático, que se verá vulnerado a través de la limitación del derecho de las minorías y la identificación del derecho de la mayoría con el Gobierno; y, de otro, que los procedimientos legislativos parlamentarios, cada uno con sus requisitos y características, no son procedimientos fungibles que permitan al Gobierno o a su mayoría parlamentaria utilizar uno u otro alternativamente, sino que cada uno de ellos responde a precisos supuestos de hecho y reglas constitucionales a las cuales debe de adecuarse.

c) Denuncia también la demanda que la Ley 50/1998 infringe el principio de seguridad jurídica del art. 9.3 CE, en el entendimiento que del mismo ha efectuado el Tribunal Constitucional (SSTC 27/1981, FJ 10; y 195/1994, FJ 2), tanto más cuando la mera existencia de una ley y de su publicación en el diario oficial correspondiente no implican, por sí mismas, que las normas en ella reguladas sean ciertas ni que sean conocidas, pues la seguridad jurídica o certeza en el Derecho exige, como punto de partida, seguridad por legitimidad de origen, y en una ley de contenido indefinido, sin objeto predeterminado, todo su contenido es a priori indefinido. En este sentido y tras concretar las exigencias que el art. 9.3 CE impone al legislador en diferentes supuestos analizados por la doctrina de este Tribunal Constitucional (concretamente, en las SSTC 76/1983, referente a la LOAPA; 40/1981; 179/1989, relativa a las incompatibilidades del personal al servicio de las Administraciones públicas; 46/1990, con relación a la Ley de aguas de Canarias; 150/1990, respecto de la Ley general tributaria y 142/1993, con referencia a los derechos de información y representación de los trabajadores) y destacan los recurrentes que a lo largo de los 111 artículos, 44 disposiciones adicionales, 17 transitorias, siete derogatorias y seis finales, de que consta la Ley 50/1998, se pueden encontrar abundantes ejemplos que reflejan la contradicción con aquella doctrina. Y a tal fin, ponen algunos ejemplos, como el del art. 6 bis (que con relación al impuesto especial sobre determinados medios de transporte modifica el art. 65 de no se sabe qué ley), el del art. 94.14 (que da nueva redacción a un precepto de la Ley general de telecomunicaciones para suprimir una coma), el de la disposición adicional trigésima novena (de la que sólo es posible saber que se relaciona con algo de la Seguridad Social) o el de la disposición adicional cuadragésima tercera (que modifica un precepto de la Ley general de la Seguridad Social que había sido modificado también por la ley de medidas del ejercicio anterior).

A juicio de los recurrentes, el análisis de todos los preceptos de la Ley 50/1998 les llevaría a clasificar cada uno de sus preceptos de acuerdo con los siguientes criterios: 1) el contenido de las normas en función de la materia: normas presupuestarias, normas vinculadas indirectamente con el presupuesto y normas ajenas al presupuesto; 2) los efectos de las normas en las relaciones jurídicas: normas de acción y normas de relación; 3) la relación de las normas con el ordenamiento jurídico preexistente: normas de modificación explícita de normas anteriores, normas de desarrollo o por referencia, normas autónomas y preceptos sin contenido normativo; 4) el rango formal de las normas afectadas: leyes y reglamentos, derogando decretos por ley; 5) la fecha de la norma afectada o de su última modificación: desde leyes del mismo año 1998 hasta leyes de 1929 –zonas francas– o 1947 –Canales del Taibilla–; 6) la distribución formal de las materias a lo largo de la ley en distintas partes de su articulado o en las disposiciones adicionales; y 7) el elemento temporal de las normas: su carácter permanente, temporal, transitorio o retroactivo.

Pues bien, de los ejemplos y criterios de clasificación anteriores, de los datos fácticos de la norma impugnada (procedimiento de aprobación en sede parlamentaria y contenido de la ley) y de la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el principio de seguridad jurídica, extraen los Diputados recurrentes las conclusiones siguientes: i) que dicho principio debe ser cumplido y afecta, en primer lugar, al legislador (SSTC 46/1990, FJ 4; 150/1990, FJ 8; y 76/1983, FFJJ 40 y 41); ii) que esos esfuerzos que el legislador debe hacer en la normativa que crea para dar efectividad al principio de seguridad jurídica y certeza del Derecho están dirigidos a la claridad y no a la confusión normativa (SSTC 46/1990, FJ 4; 150/1990, FJ 8; y 42/1993, FJ 4); y iii) que para que pueda haber certeza en el Derecho es requisito previo su conocimiento, no bastando la mera publicación formal de la norma sino, desde un punto de vista material y sustantivo, que no sea de imposible o de muy difícil conocimiento (STC 178/1989, FJ 2), y la Ley 50/1998, al carecer de un ámbito material determinado, es de difícil conocimiento, sobre todo, en cuanto a saber cuál o cuáles de sus normas van a afectar al conjunto de ciudadanos o a cada uno de ellos o a distintos grupos, al igual que al resto de operadores jurídicos.

d) Analizan a continuación los recurrentes la manera en que la Ley 50/1998 infringe preceptos constitucionales y reglamentarios sobre el procedimiento legislativo (teniendo en cuenta, que los reglamentos de las Cámaras sirven también como parámetro de constitucionalidad conforme a la STC 99/1987, FJ 1), destacando, antes que nada, las llamadas de atención de la propia Secretaría General del Congreso –los llamados servicios técnicos de la Cámara– tanto en su informe de 29 de octubre de 1996 sobre el proyecto de ley que dio lugar a la Ley 13/1996, de 30 de septiembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, en el que avisaba «que no es difícil que la función legislativa se vea constreñida cuando se ejerce a través de las llamadas leyes de acompañamiento» (pág. 7), cómo en el de 27 de octubre de 1997 sobre el Proyecto de ley que dio lugar a la Ley de medidas fiscales, administrativas y del orden social para 1998, que alertaba sobre «los posibles problemas de inconstitucionalidad que podrían afectar al instrumento legislativo» objeto de análisis (pág. 2).

Dicho lo que antecede, señala la demanda que en el procedimiento legislativo el primer paso es la iniciativa legislativa, en este caso ejercida por el Gobierno mediante la presentación del correspondiente proyecto de ley (art. 87.1 CE), al que se acompañará «de una exposición de motivos» y «de los antecedentes para pronunciarse sobre ellos» (arts. 88 CE y 109 del Reglamento del Congreso de los Diputados). Pues bien, respecto de los antecedentes hacen dos precisiones: la primera, que los antecedentes que se aportaron junto con el proyecto de ley –la memoria– no pueden considerarse como tales (según se recoge en los dictámenes de los órganos consultivos a los que se hizo referencia anteriormente); la segunda, que el consentimiento previo en el período de elaboración del anteproyecto de ley por una parte de los afectados por la norma (sectores sociales o «Administraciones públicas» a los que van a afectar muchas de las medidas previstas), y que debería ser elemento esencial de los antecedentes a los que se refiere el art. 88 CE, no supone el consentimiento de otra parte de los afectados por la misma, normalmente los que se ven obligados a soportar la carga de su cumplimiento. Y a esta infracción constitucional y reglamentaria no le es de aplicación, a juicio de los recurrentes, la doctrina del Tribunal Constitucional conforme a la cual «el defecto denunciado se habría producido, en todo caso, en el procedimiento administrativo previo al envío a las Cortes y no en el procedimiento legislativo, es decir, en el relativo a la elaboración de la Ley, que se desenvuelve en las Cortes Generales» (STC 108/1986, FJ 3). Los antecedentes a que se refieren los arts. 88 CE y 109 del Reglamento del Congreso de los Diputados (RCD), si bien pertenecen en su contenido a la fase prelegislativa son parte de la elaboración legislativa por cuanto proporcionan los elementos de juicio que posibilitan la elaboración de la ley. En el presente caso, precisan los Diputados, no nos encontramos ante la ausencia de un trámite –la presentación de la memoria– sino ante una situación en la que esa memoria no constituye lo que constitucionalmente debe entenderse por antecedente, lo que tiene trascendencia al haberse «privado a las Cámaras de un elemento de juicio necesario para su decisión.»

En el procedimiento legislativo de la Ley 50/1998 también se han infringido las reglas que sobre las comisiones legislativas permanentes se encuentran tanto en el art. 75.2 CE, como en los arts. 43 y 46 RCD, pues la Constitución sólo hace referencia a la delegación en las comisiones de la aprobación de proyectos o proposiciones y al derecho del Pleno para la avocación del debate y votación, pero no señala la necesidad de que deba discutirse en las comisiones sino, más bien, atribuye la competencia al Pleno –por principio. En efecto, el Reglamento del Congreso de los Diputados atribuye a la Mesa del Congreso la calificación del proyecto para, en función de esa calificación, encomendar su conocimiento a una u otra comisión permanente de entre las contempladas en el art. 46 RCD (en el caso de la Ley 50/1998, le correspondió a la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda), a no ser que se cree una comisión no permanente a estos efectos (art. 51 RCD). Ahora bien, es posible que sobre una cuestión que sea competencia principal de una comisión informe previamente otra u otras comisiones (art. 43.3 RCD). Así, suponiendo que la competencia principal de la ley de medidas fuese, en razón de su competencia, la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda del Congreso de los Diputados, nada impediría la solicitud de informe previo a todas y cada una de las Comisiones Permanentes que menciona el art. 46.1 RCD, habida cuenta que dentro de su «respectiva competencia» se encuentran materias recogidas en la Ley 50/1998 y, sin embargo, no hay ningún dato que permita afirmar que dicho informe se solicitó ni se emitió. Además, estando prevista la sustitución –con carácter meramente eventual– de los miembros adscritos a una comisión por los grupos parlamentarios (art. 40.2 RCD) para un determinado asunto, debate o sesión, en la tramitación de la ley de medidas un buen número de diputados de los distintos grupos parlamentarios que intervinieron en el debate en la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda no eran miembros de ella, con lo que, no sólo no se conoce que se hubiese producido ni la sustitución formal ni la informal prevista en el Reglamento, sino que se convirtió a la citada comisión en una comisión de composición rotativa y variable.

A lo anterior añaden los Diputados recurrentes que no sólo se ha quebrado el principio de especialidad parlamentaria desde un punto de vista orgánico, sino también desde un punto de vista temporal, pues si el procedimiento legislativo se ha de tramitar con carácter general por el procedimiento común, siendo el procedimiento de urgencia excepcional (excepcionalidad que debe estar objetivamente justificada), en el caso de la ley de medidas los plazos fueron incluso más perentorios que para la tramitación del proyecto de Ley de presupuestos generales del Estado, debiendo tenerse en cuenta que si para éste sí hay concretas prescripciones constitucionales, para la ley de medidas no existe ninguna, habiendo sido el legislador o más concretamente, su mayoría parlamentaria la que se autoimpone restricciones no exigidas ni por la Constitución ni por el Reglamento.

En vista de todo lo expuesto, solicita la demanda que este Tribunal reconsidere, a la luz del art. 121 RCD, la doctrina recogida en la STC 99/1987, FJ 1, a los efectos de «no incurrir en una aplicación meramente formal del Reglamento», pues una enmienda presentada en el Senado puede producir infracción dependiendo de su contenido material, del grupo parlamentario que la presenta –mayoritario o minoritario– y de la ley en que se presenta. En la ley de medidas, en tanto que no tiene un objeto material determinado, cualquier materia sería susceptible de ser introducida por esa vía de enmienda, por lo que, teniendo en cuenta que las enmiendas senatoriales sólo pueden ser aceptadas o rechazadas por el Congreso, esto supone apartarlo de la función legislativa a que se refiere el art. 66.2 CE, lesionándose, además, el art. 23.2 CE, por cuanto «se habría impedido a los Diputados recurrentes el ejercicio de una facultad –la de enmienda– que, reglamentariamente prevista, se integra en el status del cargo público que desempeña» (STC 23/1990, FJ 4). En suma, al existir una indudable confusión entre el Gobierno –a quien corresponde la facultad de presentar proyectos de ley– y el grupo parlamentario enmendante, la práctica de utilizar a los grupos parlamentarios que apoyan al mismo supone una degradación efectiva de la función del Parlamento por la imposibilidad de los restantes grupos de formar una opinión razonada y fundada de las enmiendas que el grupo mayoritario somete a su votación. Además, al introducirse en el Senado cada vez con mayor frecuencia las modificaciones más importantes –cualitativa y cuantitativamente– o, quizás, las más controvertidas, se obliga al Congreso de los Diputados a que sólo pueda pronunciarse acerca de la aceptación o rechazo global de la regulación que se propone, sin posibilidad alguna de enmendar, matizar o precisar su alcance.

En conclusión, para los Diputados recurrentes la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, incurre en inconstitucionalidad por infracción del sistema de fuentes de nuestro ordenamiento, tal y como el mismo ha sido interpretado por la jurisprudencia de este Tribunal, por infracción del principio democrático y del pluralismo político del art. 1.1 CE, de los principios de separación de poderes y derechos de las minorías que se derivan del art. 66 CE, del principio de seguridad jurídica del art. 9.3 CE, y de los arts. 23.2 y 88, ambos de la Constitución, 40, 43, 46, 91, 93, 94 y 109, todos ellos del Reglamento del Congreso de los Diputados, y arts. 49, 104, 106 y 133, todos ellos del Reglamento del Senado.

C) La imposibilidad constitucional de que la ley de medidas «pueda regular materias no directamente relacionadas con la ejecución de los Presupuestos o con la política económica del Gobierno»: los límites a las leyes de presupuestos generales del Estado. Para los recurrentes, la Ley 50/1998 no sólo es enjuiciable constitucionalmente desde los parámetros anteriores sino, también, desde el punto de vista de su función de complementariedad a la ley de presupuestos (como así ha sido puesto de manifiesto en la propia exposición de motivos de la Ley 50/1998, al igual que hizo en las leyes 22/1993, 42/1994, 13/1996 y 66/1997, para los ejercicios 1994, 1995, 1997 y 1998), pues –como ha venido manteniendo unánimemente la doctrina científica– si la ley de medidas es una ley de acompañamiento a la ley de presupuestos, deberán aplicarse a aquélla los mismos criterios –materiales y procedimentales– que el Tribunal Constitucional ha venido exigiendo para ésta, razón por la cual, deben impugnarse todas aquellas disposiciones y medidas contenidas en la citada norma legal que no mantengan una relación directa y necesaria con la ejecución de los programas de ingresos y gastos contenidos en la Ley 49/1998, de presupuestos, ni con la política económica del Gobierno. La vinculación, pues, entre la ley de presupuestos y la ley de acompañamiento supone que «el Tribunal tendrá que aplicar los mismos condicionamientos de las Leyes de Presupuestos a la Ley 50/1998». Y a tal fin, no bastará con que las medidas acogidas por la Ley 50/1998 sean de política económica general –calificativo que podrían recibir muchas de ellas– sino que la medida de política económica debe estar vinculada al presupuesto, sin afectar, además, al Derecho codificado.

Sentado lo anterior, una serie de preceptos de la Ley 50/1998 son inconstitucionales, bien porque modifican tributos sin la existencia de una previa ley tributaria sustantiva que así lo prevea (art. 134.7 CE), bien porque no guardan una relación directa con el presupuesto al que dicen complementar y no constituyen ni contenido necesario ni eventual de los mismos, ni de la política económica general del Gobierno (art. 134.2 CE), bien, en fin, porque no guardan ninguna relación con los presupuestos generales del Estado (art. 134.2 CE). En sentido contrario, otros preceptos de la Ley 50/1998 no son inconstitucionales, bien porque existe la correspondiente habilitación en una ley tributaria sustantiva, bien porque, aunque son normas claramente presupuestarias cuya ubicación lógica sería la ley de presupuestos, ya que su contenido guarda una relación directa con la ejecución de ingresos, gastos o de política general del Gobierno, nada impide que puedan contenerse en la Ley 50/1998, y, en fin, porque carecen de un contenido normativo.

Al concretar los preceptos de la Ley 50/1998 que se consideran inconstitucionales, la demanda los distribuye en tres bloques. En primer lugar, los preceptos de la Ley 50/1998 que infringen el art. 134.7 CE, es decir, los arts. 1 –con excepción de lo dispuesto en su apartado segundo– y las disposiciones transitorias 8, 9 y 14 (impuesto sobre sociedades), 2 (impuesto sobre el patrimonio), 3 (impuesto sobre sucesiones y donaciones), 4 –con excepción de lo dispuesto en su apartado dos– y la disposición transitoria 5 (impuesto sobre el valor añadido), 5 –con exclusión del apartado primero del número uno– (impuesto sobre la producción, los servicios y la importación en las Ciudades de Ceuta y Melilla), 6 y 6 bis (impuestos especiales), 7 y la disposición derogatoria 7 (régimen económico y fiscal de Canarias), 9 (tasa por reserva del dominio público radioeléctrico), 10 (tasa por prestación de servicios de inspección y control radio marítimos por la Dirección General de la Marina Mercante), 12 (tasa por inscripción y acreditación catastral), 14 (tasas exigibles por los servicios y actividades realizadas por la Dirección General de la Guardia Civil), 15 (tasas de la Jefatura Central de Tráfico), 17 (tasas por derechos de examen), 18 –con excepción de la nueva redacción del apartado 1 del art. 96 de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las haciendas locales, dada por el apartado 24 y de los porcentajes anuales contenidos en el apartado 2 del art. 108 de la Ley 39/1988, en la redacción dada por el apartado 33– (impuestos sobre bienes inmuebles, sobre actividades económicas, sobre vehículos de tracción mecánica y sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana), 21.2 (impuesto sobre bienes inmuebles), 21.5 (tributación de Telefónica, S.A.), 24 (pagos a cuenta de los impuestos sobre la renta de las personas físicas, sobre la renta de no residentes y sobre sociedades), 25 (prórroga de los incentivos Cartuja 93), 27 (régimen fiscal del grupo dependiente de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales) y disposición final 3 (impuesto sobre la electricidad).

En segundo lugar, se encontrarían los preceptos de la Ley 50/1998 que infringen el art. 134.2 CE por no guardar una relación directa con el presupuesto ni con los criterios de política económica general del Gobierno de la que ese presupuesto es instrumento. Así, los arts. 18 –apartados 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 15, 16, 17, 18, 19, 21, 36 y 37 y, por conexión, las disposiciones transitorias primera, décima y undécima, y la disposición derogatoria cuarta– (sistema tributario local), 21.1 (Ley de bases de régimen local), 57 (gestión), 59 y disposición transitoria séptima (endeudamiento local), 19 (referencia catastral), 20 (modificación de la Ley general tributaria), 26 (cumplimiento de obligaciones de información de Notarios y Registradores), 28 (medidas cautelares, procedimiento de apremio y título ejecutivo en materia de seguridad), 29, 30 y disposición adicional decimoséptima (aportación de datos a la Seguridad Social en soporte informático), 32.1, 2, 3 y 4 (pensiones de viudedad y orfandad y prestaciones a favor de familiares), 32.5 (reaseguro de mutuas), 33 –y por conexión disposición derogatoria primera– (ordenación y supervisión de los seguros privados), 34 (encuadramiento de los trabajadores y administradores de sociedades mercantiles capitalistas y sociedades laborales en el sistema de Seguridad Social), 35, 36, 37, 38, 45, 87 a 91, 94.9, 10 y 11, 97, 98, 103, 109.13 y 14, y disposiciones adicionales decimonovena, apartado 2, vigésima, trigésima tercera y trigésima sexta (infracciones y sanciones), 39, 40, 41, 42, 43, 44, 46, 47, 48, 50, 51 y disposiciones adicionales segunda, duodécima y vigesimosegunda (personal al servicio de las Administraciones públicas), 49 (derechos pasivos de los funcionarios públicos), 52 (modificación del texto refundido de la Ley general presupuestaria, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1091/1988, de 23 de septiembre), 54, disposición transitoria tercera y disposición derogatoria segunda (empresas nacionales Bazán y Santa Bárbara, S.B.B., Blindados y Construcciones Aeronáuticas), 55 (cooperación para la gestión y financiación de construcciones para las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado), 56 y disposición transitoria sexta (modificación de la Ley 13/1995, de 18 de mayo, de contratos de las Administraciones públicas), 60 a 80, y disposición derogatoria tercera (adaptación de Organismos Autónomos y demás entidades de Derecho público a la Ley 6/1997, de 14 de abril, de organización y funcionamiento de la Administración general del Estado), 93 (acción administrativa en materia educativa), 99 (creación de sociedades mercantiles para la ejecución de obras e infraestructuras de modernización y consolidación de regadíos), 104 y 105 (acción administrativa en el exterior), 106, 107 y disposición adicional trigésima (sector eléctrico), 110 y 111 (sanidad), disposición adicional 5 (asistencia jurídica a sociedades mercantiles estatales y fundaciones con participación estatal), disposición adicional sexta, último párrafo (cesión a las entidades locales de créditos hipotecarios concedidos por el Instituto Nacional de la Vivienda), disposición adicional vigesimoprimera (Ley general de la Seguridad Social), disposición adicional vigesimosexta –por conexión con la disposición transitoria decimoquinta– (deudas de determinados entes públicos), disposición adicional vigesimoctava (Agencia Estatal de la Administración Tributaria), disposición adicional vigesimonovena (explotaciones agrarias), disposición adicional cuadragésima (pensiones anejas a recompensas policiales, de Guardia Civil y militares), disposición adicional cuadragésima tercera (incentivos en materia de seguridad social para el fomento y la estabilidad en el empleo), disposición final primera (declaración tributaria por medios telemáticos) y disposición final segunda (colaboración social en la gestión tributaria).

En tercer lugar, nos hallaríamos ante los preceptos de la Ley 50/1998 que infringen el art. 134.2 CE por no guardar relación con los presupuestos generales del Estado, a saber, los arts. 81, 82 y disposición transitoria decimotercera (recursos administrativos), 83 (patentes), 84 (marcas), 86 (modificación de la Ley 16/1987, de 30 de julio, de ordenación de los transportes terrestres), 92 (precio de venta al público de libros de texto y material didáctico complementario), 94.Uno a 94.Ocho y 94.Doce a 94.Catorce (modificación de la Ley 11/1998, de 24 de abril, general de telecomunicaciones), 95 (modificación de la Ley 24/1998, de 13 de julio, del servicio postal universal y de liberalización de los servicios postales), 96 (modificación de la Ley 10/1988, de televisión privada), 102 (regulación de las profesiones de enólogo, técnico especialista en vitivinicultura y técnico de elaboración de vinos), 108 (modificación de la Ley 34/1998, 7 de octubre, del sector de hidrocarburos), 109.1 a 109.12 y 109.15 a 109.19 (modificación de la Ley 10/1990, de 15 de octubre, del deporte), disposición adicional primera (modificación de la Ley 8/1987, de 8 de junio, de regulación de los planes y fondos de pensiones), disposición adicional tercera (procedimiento laboral), disposición adicional cuarta (arrendamientos urbanos), disposición adicional novena (plazo de adaptación de estatutos de fundaciones), disposición adicional undécima (minusválidos), disposición adicional decimotercera (planes y fondos de pensiones), disposición adicional decimocuarta (mediación en seguros privados), disposición adicional decimoquinta (ordenación y supervisión de seguros privados), disposición adicional decimosexta (censos generales de la Nación y renovación del padrón municipal de habitantes), disposición adicional decimoctava y disposición transitoria decimoséptima (seguros de crédito a la exportación), disposición adicional decimonovena, apartado uno (envases y residuos), disposición adicional vigesimocuarta (jurisdicción contencioso-administrativa), disposición adicional trigésima cuarta (sociedades anónimas), disposición adicional trigésima quinta (metales preciosos), disposición adicional trigésima séptima (cámaras oficiales de comercio, industria y navegación), disposición adicional trigésima octava (patrimonio histórico español), disposición adicional 39 (Ley general de la Seguridad Social), disposición adicional cuadragésima primera (mancomunidad de los Canales de Taibilla) y disposición adicional cuadragésima cuarta (televisión por cable).

D) La existencia de medidas individuales en la Ley 50/1998 que no superan «un juicio de arbitrariedad de los poderes públicos o de proporcionalidad entre la medida aprobada y el fin por ella perseguido»: la compensación a las sociedades titulares de instalaciones de producción eléctrica por los costes de transición a la competencia. Este último motivo del recurso se centra en el art. 107 de la ley impugnada, fruto de una enmienda presentada en el Senado por el Grupo Parlamentario mayoritario, que modifica la disposición transitoria sexta de la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del sector eléctrico, concretamente, el sistema de pago y fijación de la cuantía de la indemnización que el Estado reconoce a determinadas empresas del sector eléctrico para compensarles por los costes de transición de un monopolio a un mercado en competencia.

Señala la demanda, tras concretar el marco en el que surge la Ley 54/1997 (principalmente, por la obligación de incorporar a nuestro ordenamiento antes del 19 de febrero de 1999, la Directiva 96/92/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 19 de diciembre de 1996), y determinar el origen de los costes de transición a la competencia, que la disposición transitoria sexta de la Ley 54/1997, antes de su modificación por la Ley 50/1998 fijó el contenido de la compensación a las empresas eléctricas, condicionada a la existencia real de un coste cuantificado, sin garantizar el derecho a una determinada cantidad, estableciendo un procedimiento para su cálculo [con una cuantía máxima a percibir de 1.988.561 millones de pesetas (11.951.492.313,00 €)]. Pues bien, el nuevo sistema introducido por la Ley 50/1998 no sólo reduce el límite máximo a percibir [a 1,3 billones de pesetas (7.813.157.356,98 €)], sino que garantiza que efectivamente se va a obtener la mayor parte de esa cantidad [aproximadamente un billón de pesetas (6.010.121.043,83 €)], suprime el límite temporal existente (de diez años), anula la facultad del Gobierno de reducir la compensación y soslaya la existencia de algún mecanismo de corrección de la cuantía de la compensación en función de variables económicas. Dicho de otra manera, se establece el derecho de las empresas beneficiarias a percibir un billón de pesetas (6.010.121.043,83 €), permitiéndoseles ceder ese derecho a terceros mediante su titulización, pudiendo cobrar el monto total de la compensación sin tener que esperar a percibir anualmente la retribución que les corresponda.

Tras analizar si existe o no una obligación constitucional de indemnizar a las empresas del sector eléctrico los costes de transición a la competencia, concluyen los recurrentes que la decisión del Estado tiene naturaleza voluntaria, dada la falta de exigencia constitucional –por normas o principios– de su pago. En efecto, la apertura a la competencia del sector eléctrico ni vulnera el derecho a la propiedad (art. 33 CE), pues en la propiedad garantizada por aquel precepto constitucional no caben las expectativas de amortización con rendimientos futuros, ni incurre en la prohibición constitucional de retroactividad (art. 9 CE), que sólo es aplicable a los derechos consolidados (sólo los costes diferidos, como derechos de crédito, podrían verse amparados por la prohibición de retroactividad), ni tampoco, aun siendo posible la compensación de los perjuicios económicos producidos por los cambios legislativos, la falta de previsión de pago de dicha compensación sería inconstitucional o quebraría el principio de confianza legítima.

Pues bien, a juicio de los recurrentes, la anterior medida compensatoria sería inconstitucional por tres motivos. En primer lugar, por incurrir en la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE), en la medida en que la modificación operada por el art. 107 de la Ley 50/1998 en la Ley 54/1997 reconoce un «derecho» a las empresas eléctricas –a percibir una compensación fija– que no sólo no estaba anteriormente previsto, sino que es ajeno a los costes reales de transición a la competencia y a los eventuales cambios en el régimen tarifario u otras circunstancias que pudieran afectar negativamente a la compensación. Aunque la decisión de otorgar una ayuda o subvención y calificarla así entraría dentro del ámbito de libertad del legislador, sin embargo, otorgar un derecho y configurarlo de una determinada manera debería suponer respetar de forma rigurosa los requisitos y exigencias de justicia e interdicción de la arbitrariedad. Al margen de la corrección constitucional de la medida si la misma se hubiera configurado inequívocamente como ayuda o subvención, la inconstitucionalidad del precepto impugnado permanece en la medida que la norma contempla un derecho incondicionado, con los elementos esenciales de su ejercicio y disfrute, resultando arbitrario que una parte del mismo se configure como una cantidad fija e inamovible, independiente de la existencia real o no de costes, esto es, de un perjuicio concreto y real, y, por tanto, al margen de cualquier exigencia mínima de comprobación, lo que impide apreciar como justificada y proporcionada tal decisión del legislador, no ya en el reconocimiento o concesión del derecho, sino en su configuración.

En segundo lugar, porque al crear una prestación patrimonial pública de carácter coactivo incide en todas las causas expuestas en el presente recurso que afectan a la ley impugnada, bien por considerarla como complementaria del ordenamiento jurídico, bien por considerarla como complementaria de la Ley de presupuestos generales del Estado, en cuyo caso, incurriría directamente en la infracción del art. 134.7 CE. En efecto, a juicio de los recurrentes, dado que la redacción dada por el art. 107 de la Ley 50/1998 al apartado 3 b) de la disposición transitoria sexta de la Ley 54/1997, prevé que la compensación de transición a las empresas generadoras de energía eléctrica se satisfaga –a partir del 1 de enero de 1999– tomando el 4,5 por 100 de la facturación por ventas de energía eléctrica a los consumidores, se está estableciendo unilateralmente por la ley una obligación a cargo de los consumidores equivalente al 4,5 por 100 sobre la facturación individual, que reviste la naturaleza de una prestación patrimonial pública coactiva a las que se refiere el art. 31.3 CE, de conformidad con la doctrina del Tribunal Constitucional (STC 185/1995), y que, de no existir, produciría una disminución en la cuantía de dicha factura. Estamos, pues, en presencia de una prestación pública coactiva que reviste naturaleza impositiva, al no responder a ninguna actividad realizada por el perceptor a favor del sujeto que la tiene que pagar, ni retribuirse ningún servicio específico, y que se satisface a otro sujeto privado (no al Estado u otro ente público).

En tercer lugar, y con carácter subsidiario, se plantean los recurrentes si las compensaciones establecidas por la Ley 50/1998 por los costes de transición a la competencia a favor de las empresas eléctricas tienen la condición de ayuda pública en el sentido del art. 92 del Tratado de la Comunidad Europea porque, de ser así, estarían prohibidas, no siéndole posible al Estado español su establecimiento (sin notificación previa y sin tener autorización de la Comisión o del Consejo). En resumen, consideran que estamos en presencia de ayudas prohibidas por dos motivos. De un lado, porque se trata de una ventaja que no tiene carácter general, concedida por el Estado, a una determinada empresa o producción (las sociedades titulares de instalaciones de producción de energía eléctrica), con efectos económico-financieros, sin tener obligación de realizar contraprestación alguna al ente que la concede, que falsea la competencia e incide en los intercambios comerciales entre los Estados miembros. Y, de otro lado, porque no encajan en ninguna de las excepciones a la regla general de la incompatibilidad (ayudas compatibles o ayudas que pueden ser declaradas compatibles).

En suma, concluyen su escrito los Diputados recurrentes, suplicando se declare bien la inconstitucionalidad y nulidad de la totalidad de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, por ser contraria al sistema de fuentes, a los arts. 1.1, 9.3, 23.2, 66 y 88, todos ellos de la Constitución, a los arts. 40, 43, 46, 91, 93, 94 y 109, todos ellos del Reglamento del Congreso de los Diputados, y a los arts. 49, 104, 106 y 133, todos ellos del Reglamento del Senado, bien la inconstitucionalidad y nulidad de los artículos y disposiciones citados en el encabezamiento de esta resolución.

2. La Sección Tercera de este Tribunal acordó admitir a trámite el recurso mediante providencia de 27 de abril de 1999, dando traslado de la demanda y documentos presentados, conforme establece el art. 34 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC), al Congreso de los Diputados y al Senado, por conducto de sus Presidentes, y al Gobierno, por conducto del Ministerio de Justicia, para que, en el improrrogable plazo de quince días, pudieran personarse en el procedimiento y formular las alegaciones que estimasen convenientes. Todo ello con publicación en el «Boletín Oficial del Estado» (lo que se cumplimentó en el «BOE» núm. 108, de 6 de mayo de 1999).

3. El día 4 de mayo de 1999 presentó un escrito en el Registro General de este Tribunal el Abogado del Estado, en la representación que ostenta, solicitando se le tuviese por personado y se le concediese una prórroga del plazo concedido para formular alegaciones por ocho días más.

4. Mediante providencia de la Sección Tercera de este Tribunal con fecha de 10 de mayo de 1999, se acordó tener por personado y parte al Abogado del Estado, en representación del Gobierno y prorrogarle en ocho días más el plazo concedido para formular alegaciones, a partir del día siguiente al de expiración del ordinario.

5. Por escrito registrado el día 11 de mayo de 1999 el Presidente del Congreso de los Diputados comunicó a este Tribunal la decisión de la Mesa de la Cámara de personarse en el procedimiento a los solos efectos de formular alegaciones en relación con la violación de las normas reguladoras del procedimiento legislativo que se denuncia en la demanda, en lo que afecta al Congreso de los Diputados, encomendando la representación y defensa al Letrado de las Cortes Generales, don Fernando Sainz Moreno, jefe de la asesoría jurídica de la Secretaría General de la Cámara, con remisión del recurso a la dirección de estudios y documentación de la Secretaría General. Posteriormente, mediante escrito registrado el día 12 de mayo siguiente, el Letrado de las Cortes Generales, en representación de esta Cámara, suplicó se le tuviese por personado y se le ampliase el plazo de alegaciones en diez días dada la complejidad del asunto y la necesidad de consultar los trabajos parlamentarios sobre los preceptos impugnados.

6. Por providencia de la Sección Tercera con fecha de 12 de mayo de 1999 este Tribunal acordó tener por personado y parte, en representación del Congreso de los Diputados, a don Fernando Sainz Moreno, prorrogándosele en ocho días más el plazo concedido para formular alegaciones, a contar desde el siguiente al de expiración del ordinario.

7. Mediante escrito presentado en el Registro de este Tribunal el día 13 de mayo de 1999, la Presidenta del Senado comunicó a este Tribunal el acuerdo de la Mesa de la Cámara de comparecer en el procedimiento, a los efectos de formular alegaciones en relación con la vulneración de preceptos constitucionales y reglamentarios sobre el procedimiento y la competencia en lo que afecta al Senado, encomendando la representación y defensa de la Cámara al Letrado de las Cortes Generales, don Manuel Fernández-Fontecha Torres.

8. El Procurador de los Tribunales don Juan Antonio García San Miguel Orueta, presentó con fecha de 14 de mayo de 1999 un escrito en el Registro General de este Tribunal en nombre de la Federación Empresarial de la Industria Eléctrica (FEIE), al amparo de la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 23 de junio de 1993 (que condenó al Estado español por no haber facilitado el Tribunal Constitucional audiencia en un procedimiento de declaración de inconstitucionalidad a una de las partes en el proceso a quo en que se suscitó) y de los AATC 174/1995 (FJ 3), 349/1995 (FJ 4) y 178/1996 (FJ 4), a los efectos de que se le tuviese por personado en el recurso de inconstitucionalidad, dándosele traslado del recurso para formular alegaciones en defensa de la constitucionalidad del art. 107 de la Ley 50/1998.

9. El día 19 de mayo de 1999 evacuó el trámite de alegaciones conferido el Letrado de las Cortes Generales, don Manuel Fernández-Fontecha Torres, en representación del Senado, suplicando se dictase Sentencia por la que se desestimase el recurso, en lo que se refiere a los motivos fundados en determinados principios constitucionales y, especialmente, en el principio de seguridad jurídica, competencia, procedimiento y potestad legislativa y de enmienda del Senado en relación con la Ley 50/1998. El escrito precisa que las alegaciones se van a centrar, exclusivamente, en la defensa del ámbito constitucional de competencias de las Cortes Generales y de la Cámara, y en la regularidad del procedimiento seguido para la aprobación de la Ley 50/1998, sin intención de avalar o impugnar las razones del recurso respecto del contenido material de los artículos de la citada ley.

Comienza el representante del Senado efectuando una serie de consideraciones «sobre el recurso y su método», para llamar la atención sobre el complicado seguimiento que supone el esquema argumental que utiliza el recurso de inconstitucionalidad formulado contra la totalidad de la Ley 50/1998, en que se manifiesta la búsqueda imposible de una especialidad inexistente, tratándose de constituir una suerte de teoría general de la ley de acompañamiento, para precalificarla como una norma repudiable por, al parecer, unánime acuerdo doctrinal, norma constitucionalmente problemática, norma compleja que no salva su promulgación y norma que infringe los límites constitucionales de la libertad del legislador.

En tal orden, subraya el representante del Senado que los recurrentes efectúan una serie de presunciones con un marcado carácter retórico, poco admisibles en un recurso de la trascendencia del que las contiene. Los saltos dialécticos verdaderamente notables que se producen son reveladores de la imposible construcción de una limitación a la potestad constitucional de legislar que no está en la Constitución, tratando el recurso de construir un texto invisible, pues pretende que tras el último inciso del art. 66.2 CE «existe» un párrafo que exceptúa de la potestad legislativa de las Cortes a las denominadas leyes de medidas o de acompañamiento, párrafo que debe deducirse en auténtica interpretación integradora de una visión del principio de seguridad jurídica tan restrictiva como rechazable. Sin embargo, el principio de seguridad jurídica no puede ser en ningún caso interpretado como aquello que convierta la ley en depurada norma producto de un Parlamento convertido en academia, pues la existencia de limitaciones constitucionales efectivas a la potestad legislativa tropieza con una primera dificultad: determinar qué técnica legislativa es la canónica, cuestión que no está predefinida ni mucho menos en la Constitución, que no está vinculada al concepto de visión esencial de procedimiento y que, evidentemente, nada tiene que ver con el principio democrático.

Los recurrentes –continúa la representación del Senado– con carácter previo a la impugnación por extralimitación en los contenidos a que se alude en la tesis de la conexión directa y necesaria con el programa de ingresos y gastos del Estado, atribuyen a la Ley 50/1998 unos defectos esenciales que determinarían su nulidad por infracción directa de principios y valores constitucionales, como el de Estado democrático de Derecho y pluralismo político, separación de poderes y principio de competencia de las Cortes Generales, seguridad jurídica y derecho al procedimiento (concretado en una serie de artículos de los Reglamentos del Congreso de los Diputados y del Senado que habrían sido vulnerados), para lo cual construyen una ficción: la ley de medidas que se impugna se diseña por el Gobierno y se aprueba por la mayoría parlamentaria «como complementaria del ordenamiento jurídico estatal», no encontrándose entre ninguna de las categorías de las leyes admitidas por la Constitución, razón por la cual, la ley sería inconstitucional en su totalidad.

Para el representante del Senado la presunción de constitucionalidad de la ley es una consecuencia del principio mayoritario que es un engranaje básico del principio democrático. Dicha presunción obliga al Juez constitucional a presumir tal validez porque la solución que el legislador democrático ha dado al conflicto de intereses subyacente es correcta con un mayor grado de probabilidad que la solución que el Juez pueda dar reflexionando por su cuenta. Ahora bien, lo que en ningún caso puede hacerse es invertir tal presunción sobre la base de la teoría de la neo-codificación o por la regla de técnica legislativa derivada de un principio poco definible. Además, el principio de competencia (forma de resolver las antinomias del Ordenamiento), al que constantemente aluden los recurrentes, no ha destruido ni el núcleo del principio de primacía, ni puede ser contemplado sin acudir al criterio denominado de la «función constitucional». El criterio de la competencia afecta a la distribución de materias reguladas entre leyes orgánicas y leyes ordinarias y parte del principio de reserva a una fuente concreta de una determinada materia. Por su parte, el principio de la función constitucional –que tiene gran relevancia para aclarar las confusas nociones técnicas introducidas por el recurso– implica que cada norma del sistema jurídico cumple la función que le atribuye la Constitución, siendo fundamental para dar prioridad a una ley que concurre junto a otra en un caso concreto, cuando ni la competencia ni la jerarquía sirven para precisar cuál debe prevalecer.

En cuanto al principio de seguridad jurídica en conexión con la potestad legislativa de las Cortes Generales, precisa el escrito del Senado, en primer lugar, que este principio –conforme a la doctrina del Tribunal Constitucional– viene a ser calificado como síntesis de los demás principios reconocidos en el art. 9.3 CE, esto es, se perfila como elevación y suma de los restantes principios consagrados en dicho precepto constitucional (STC 27/1981, de 20 de julio). Ahora bien, la STC 99/1987, puntualiza que cuando una norma constituye un mandato cierto, publicado y preciso no puede considerarse como generadora de incertidumbre o inseguridad en cuanto a su contenido: «son normas claramente formuladas y formalmente publicadas, no merecedoras del atributo de inciertas o ser causa de incertidumbre» (FJ 6). La cuestión de técnica legislativa resulta relativizada por la interpretación de los concretos límites que introducen los principios consagrados en el art. 9.3 CE. Admitiendo, entonces, que existen unos espacios de colisión o necesaria coordinación entre el principio de seguridad jurídica y otros principios o valores, lo cierto es que no se puede encontrar una conexión entre un determinado modo de legislar y la necesaria producción estrictamente causal de una invalidez constitucional.

A continuación efectúa el representante del Senado algunas consideraciones con relación al principio democrático, de separación de poderes y de competencia del Parlamento, sobre la ley ordinaria y el procedimiento legislativo como garantía y respeto de la intervención plena del Senado. Sobre este particular, se parte de que el principio democrático no puede ser examinado sin ponerlo en relación con lo que se ha denominado la centralidad de la ley y su superioridad. La ley, y de modo habitual la ley ordinaria, funda su superioridad en su situación estructural preferente en el conjunto de un sistema normativo que se caracteriza por la ausencia de reserva al reglamento, tendiendo a ser ilimitada en cuanto a su ámbito, lo que implica una relativa libertad de determinación de su contenido normativo y una muy delimitada responsabilidad del Estado-legislador. La ley ordinaria –ley por excelencia– tiene cuatro rasgos fundamentales: 1) es una ley que emana de las Cortes Generales; 2) la denominación como ordinaria apela a su carácter de común; 3) las materias sobre las que puede actuar no se hallan preestablecidas a priori, pudiendo entrar a regular cualquier tema o materia no expresamente asignada a otro tipo legislativo; y 4) el procedimiento de elaboración es el procedimiento legislativo común cuyo rasgo esencial es la publicidad. Pues bien, siendo la ley parlamentaria expresión de la legitimidad democrática, lo decisivo no es su naturaleza sino la forma de tramitación, habida cuenta que la corrección en el procedimiento de formación y manifestación de la voluntad de la Cámara es, sin ninguna duda, la manifestación de un correcto entendimiento constitucional de su intervención en el procedimiento legislativo. Tal concepción está explícitamente reconocida tanto por el propio Tribunal Constitucional en estricta conexión con el principio de pluralismo político (SSTC 4/1981, 76/1990 y 141/1990, entre otras), como por el Derecho constitucional comparado (por ejemplo, el caso alemán). Este criterio debe ser puesto en conexión, además, con la jurisprudencia sentada por el Tribunal Constitucional con relación a la interpretación de la Constitución, que no sólo impide cerrar el paso a las opciones o variantes imponiendo autoritariamente una de ellas (STC 11/1981, FJ 7), sino que potencia la interpretación sistemática de la Constitución (STC 5/1983).

Las anteriores consideraciones tienen un efecto directo y claro, a juicio del Senado, en la cuestión de procedimiento legislativo y en la capacidad del Gobierno para enmendar –e innovar– un texto en ambas Cámaras, que no sólo se imponen sobre la norma reglamentaria en virtud del principio de primacía, sino que no encuentran límites materiales derivados de reserva constitucional al reglamento. Ignorar tal potencialidad de actuación, eso sí, limitada por el principio de competencia, puede llevar a la percepción errónea de que la Constitución impone una determinada tecnología de la norma, de la formulación de la norma. El que existan normas que regulan la forma de elaboración de anteproyectos, el que existan recomendaciones de claridad y no contradicción, no impide que se aprueben leyes de reformas transversales, ni exige que cada materia sea regulada en un proyecto independiente, so pena de incurrir en una limitación de la potestad legislativa inaceptable y que es la base teórica de los planteamientos del recurso contra la Ley 50/1998. La restricción del proceso político que se intuye tanto en el decreto-ley como en otras manifestaciones de la legislación refuerza a la ley ordinaria como vehículo de reforma del ordenamiento, incluso como vehículo plural y simultáneo de introducción de reformas en varios ordenamientos sectoriales.

En un concepto constitucional de ley, se añade, las formas de manifestarse la voluntad de las Cámaras tendrán carácter limitado exclusivamente cuando así lo imponga la Constitución, en conexión con un interés jurídicamente protegido digno de tutela. El establecimiento de límites adicionales constituye una restricción del art. 66 CE que convierte al Tribunal Constitucional en inopinado tribunal calificador de la calidad técnica de una reforma que es producto esencial de la función de determinación o dirección política. La construcción del Estado de Derecho se asienta en el aseguramiento del imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, como indica el preámbulo de la Constitución de 1978, entendiéndose que la ley como norma emanada del Parlamento es irresistible salvo en aquellos casos en que vulnere abiertamente un precepto constitucional, rasgo que ha sido asumido por los arts. 117.1 y 161 y siguientes de la Constitución.

Al iniciar el análisis de los argumentos concretos de inconstitucionalidad de la Ley 50/1998, el representante del Senado parte de unas reflexiones generales destinadas a precisar que ni la legislación que abarca en un solo procedimiento a varias materias es constitucionalmente más problemática que la que se tramita en un solo procedimiento y da lugar a una sola norma, ni tampoco lo es su temporalidad (en los decretos-leyes, en las leyes de presupuestos o en las leyes ordinarias), confundiéndose entre los contenidos de la norma y la determinación de sus efectos. Tampoco es aceptable, en su opinión, el comparar la legislación con la «ingeniería financiera», pues con ello se está descalificando a los sucesivos Gobiernos y a los sucesivos Congresos y Senados que han tramitado sus iniciativas. Ni tampoco es aceptable, en fin, la calificación de las leyes como figuras del fraude de ley, afirmación que configura una licencia retórica que no sólo ignora las líneas generales de la figura del fraude de ley, inaplicable cuando el legislador legisla para el interés general representado por la interacción mayoría-minoría, sino que la corruptela o fraude y el procedimiento parlamentario abierto y público son términos incompatibles. La articulación de mayorías y minorías son precisamente la garantía del Estado democrático de Derecho y del pluralismo político, como la disposición y ampliación del contenido de un proyecto es la demostración de que se respeta la separación de poderes y la competencia de las Cortes Generales. Este razonamiento lleva al representante del Senado a extraer dos conclusiones: de un lado, que el presupuesto habilitante de la aprobación de normas como la Ley 50/1998 no es la situación de crisis económica, ni la aprobación de los medios financieros de la Hacienda, ni la extraordinaria y urgente necesidad, ni la legislación de coyuntura, ni otros hechos, sino algo tan simple como la potestad reconocida en el art. 66 de la Constitución que se ejerce de forma ordinaria o común por leyes como la impugnada; y, de otro, que la Ley 50/1998 es un ley ordinaria y no una ley de presupuestos, ni un decreto-ley de medidas coyunturales, porque no es una ley esencialmente temporal, ni es una ley de tramitación especial, ni existen facultades excepcionales del Gobierno en su tramitación, ni es una ley de materias conexas, ni transmuta alquímicamente su naturaleza a partir de 1996 (fecha de entrada en vigor de un cambio de mayoría).

En relación con la impugnación de las potestades legislativas del Senado se señala que está en abierta contracción con los poderes constitucionales de la Cámara, habida cuenta que en el recurso de inconstitucionalidad se concluye algo tan desmesurado como que la aprobación de enmiendas en un Parlamento por el apoyo de los votos del Grupo mayoritario «pone de manifiesto la gravedad de las interferencias que las LMFAOS [leyes de medidas fiscales, administrativas y del orden social] están introduciendo en el equilibrio e independencia de los distintos poderes del Estado». Pues bien, se insiste, la Ley 50/1998 ni es una ley complementaria del Ordenamiento jurídico ni es diferente de las muchas aprobadas por el Congreso y Senado en los últimos veinte años sin que haya aparecido una pro forma de la legislación elaborada por sabios que invocan el principio de seguridad jurídica. Del principio de seguridad jurídica no se deduce la regla del canon de perfección técnica, pues únicamente la negación de la accesibilidad al conocimiento de la norma afectaría a tal principio, y el destinatario de la norma no son los profesores sino los ciudadanos que en caso de no contar con medios propios pueden esgrimir su derecho a la asistencia jurídica. La única afirmación que contiene el recurso de inconstitucionalidad acertada es la recogida en la letra a) del apartado IV cuando señala que la Ley 50/1998 no es una norma complementaria de la Ley 49/1998, de presupuestos generales del Estado, ni es una ley complementaria de todo el ordenamiento jurídico, ni una ley de armonización, sino simplemente una ley ordinaria.

El principio de Estado democrático de Derecho o el valor justicia y pluralismo político afianza la competencia del Parlamento, aconseja y no coloca bajo sospecha la absorción por la reserva de ley y congelación de rango de materias antes reguladas por el reglamento, y garantiza el pluralismo desde el momento que el único procedimiento público de aprobación de normas jurídicas es el procedimiento parlamentario y muy especialmente el procedimiento legislativo ordinario. La referencia que hacen los recurrentes a expresiones como la competencia presupuestaria desdoblada no pueden hacer olvidar que es en el procedimiento legislativo ordinario donde se sitúa el control de la auténtica función de soberanía, no siendo posible afirmar que la técnica legislativa utilizada es causa de infracción de principios constitucionales, ni tampoco que la Ley 50/1998 carece de un título constitucional para ejercer la potestad legislativa, al no ser posible mantener que lo que la Constitución no permite explícitamente está prohibido implícitamente, pues cuando el constituyente reconoce la existencia de leyes con función y objeto específico no está prohibiendo que existan leyes con objeto plurimaterial. En efecto, la existencia de leyes específicas no supone configurar la necesidad de que cada ley ordinaria tenga un presupuesto de hecho habilitante para el ejercicio de la potestad legislativa, ni tampoco implica una cláusula de no ejercicio de la potestad legislativa a través de una ley de contenido inespecífico, heterogéneo e indeterminado. El calificar una ley como cajón de sastre nada tiene que ver con la singular tesis de la habilitación caso por caso de la potestad legislativa. El principio de competencia explica la relación entre la ley orgánica y la ley ordinaria, y la relación entre la ley estatal y la ley autonómica, pero no permite construir relaciones de colisión o cooperación entre leyes idénticas por su posición. Deducir la necesidad abstracta dentro del dominio de la ley ordinaria de un mandato de remodificación o neocodificación del Derecho ni puede fundarse en la limitadísima mención efectuada por la STC 76/1992, ni hacerse depender del número de procedimientos o del número de leyes finalmente aprobadas. Sin embargo, los recurrentes cifran la inconstitucionalidad de la Ley 50/1998 en la suma de intervenciones normativas, criterio que convertiría en ilegítimas desde el punto de vista constitucional a gran parte de las leyes aprobadas por las Cortes Generales en los últimos veinte años.

El principio de Estado de Derecho, del que derivará como subprincipio el de seguridad jurídica y protección de la confianza de los ciudadanos, no puede ser entendido sin situarlo en conexión con el principio de Estado democrático. El principio democrático no es sólo un principio informador de la relación entre Estado y sociedad, sino también un principio de organización que se proyecta en el principio mayoritario y que se concreta en el procedimiento legislativo como garantía. Dada su función constitucional, el Parlamento no es un enemigo del principio democrático, sino que a través de la predeterminación normativa del procedimiento y de su publicidad se constituye en medio indispensable para alcanzarlo. La sujeción de la formación de los actos normativos a un iter jurídicamente regulado, como sucesión de fases de actos jurídicos relevantes para producir un acto legislativo, es también forma de la función legislativa, medio por el cual se exterioriza el poder legislativo, siendo esenciales y típicos de tal procedimiento legislativo los rasgos de participación y publicidad. Para garantizar la participación, el art. 23 CE protege los derechos del representante, que se precisan en los Reglamentos del Congreso de los Diputados y del Senado.

La fase constitutiva del procedimiento se ordena con arreglo al denominado principio mayoritario, no siendo exigible en principio la unanimidad ni las mayorías cualificadas. El principio democrático tiene una conexión intrínseca con el principio mayoritario, lo que lejos de constituirse en legitimador de un absolutismo de la mayoría, supone referir la toma de decisiones sobre un realismo pragmático. El derecho a participar, que corresponde a los ciudadanos y que se ejercita normalmente a través del procedimiento legislativo ordinario, no puede justificar una actitud impeditiva frente al ejercicio de los derechos de las minorías, como tampoco puede justificar el bloqueo por ésta de las decisiones de las Cámaras. La garantía de procedimiento respecto de la libre deliberación, contraste, debate y publicidad, al garantizar el pronunciamiento de la minoría, legitima la adopción del acuerdo por la mayoría, sin que la conexión funcional entre Gobierno y mayoría, sobre la que reposan en buena parte los títulos IV y V de la Constitución, desvirtúe el procedimiento.

Por otra parte, dedica el escrito del Senado una especial mención a las objeciones que se plantean por los recurrentes en relación con las enmiendas introducidas en el Senado al amparo del art. 90.2 CE. Sobre este particular, destaca en primer lugar la Cámara Alta que nada tiene que ver el derecho de enmienda con la iniciación del procedimiento en una u otra Cámara o con la iniciativa legislativa del Senado ejercitada a través de la correspondiente proposición de ley. Las supuestas limitaciones al derecho de enmienda de los Senadores y del Senado no se encuentran avaladas en la práctica ni legitimadas en el art. 90.2 CE. El derecho de enmienda no se limita porque el Congreso de los Diputados pueda aceptar o rechazar y porque éste haya sido el sistema de resolución de las diferencias entre Cámaras iguales. El que la proposición de ley aprobada por el Senado deba tramitarse en el Congreso en nada afecta al derecho de enmienda una vez la proposición retorne a la Cámara. El argumento de que frente a la enmienda introducida por el Senado no cabe otro tipo de intervención que su aceptación, rechazo o transacción tropieza con el art. 125 del Reglamento del Senado, que al permitir la formulación de votos particulares concreta una garantía de procedimiento que permite lo que el recurso niega: que la minoría presente una enmienda de sentido distinto a la de la mayoría. Esto permite negar absolutamente el argumento deducido de que habría una disminución del ejercicio de los derechos del art. 23 CE en cuanto que la introducción de enmiendas no limita el derecho de la minoría más que si se hubiese previsto la medida objeto de enmienda en el proyecto de ley o se hubiese introducido en Comisión o en Pleno en el Congreso de los Diputados, no siendo el derecho fundamental del art. 23 CE de mayor calidad en el caso de los Diputados que en el de los Senadores.

Rechaza el Senado, entonces, la construcción del recurso que pretende limitar el derecho de enmienda amparado por el art. 90.2 CE en función del denominado «alcance de la enmienda», pretendiendo los recurrentes que la enmienda del Senado sólo pueda ser admitida a trámite si tiene conexión con cualquier precepto contenido en el proyecto de ley y si no es autónoma ordinamentalmente y, a tal fin, el recurso pretende atribuir a la Mesa de la Cámara o de la Comisión competente una función calificadora de exclusión de enmiendas por desconexión, incongruencia o autonomía ordinamental. Pues bien, a juicio del Senado, tal interpretación transformaría la función institucional de las Mesas en otra función que asumiría rasgos de investigación detectivesca, en contra de la jurisprudencia de este Tribunal Constitucional relativa a las facultades de la Mesa de una Cámara (por ejemplo, STC 38/1999). Además, apunta el Senado que el preferir la fórmula del decreto-ley en base a una posible y no obligada tramitación como proyecto de ley por el procedimiento de urgencia, además de conducir al absurdo de elegir un sistema que yugula la intervención de una Cámara, ignora que la tramitación del decreto-ley solamente admite, como regla esencial, un voto global de convalidación o derogación.

A continuación, critica el Senado la pretensión del recurso de construir la técnica legislativa como principio ya que, a su juicio, la Constitución no opera como un motor reductor de incertidumbres, pues la necesidad de interpretación, el recurso a técnicas como la analogía o los principios generales del Derecho son los medios que el ser humano instrumenta para alcanzar un ideal de seguridad jurídica que trata de responder a problemas con soluciones, también desde el poder legislativo. En este sentido concluye que «[c]onfundir la conveniencia de una técnica legislativa de orfebrería con el ejercicio de un poder tan relevante para el ciudadano es posiblemente un espejismo que se produce al reflejar la luz en la torre de marfil».

El siguiente punto que se trata en las alegaciones del Senado hace referencia a las supuestas vulneraciones de procedimiento acaecidas en la tramitación parlamentaria de la ley (concretamente, de los arts. 49, 104, 106 y 133 del Reglamento del Senado), señalando que algunos de los artículos indicados se aplicaron escrupulosamente, mientras otros resultaban inaplicables. Así, se destaca que no solamente no se ha privado a las Cámaras de un elemento de juicio necesario para su decisión (elementos de juicio entre los que no se encuentran los dictámenes de altos órganos consultivos), sino que se ha respetado la especialidad incluso orgánica, el sistema general de plazos, las reglas generales del procedimiento legislativo ordinario y las potestades totales incluidas en el derecho de enmienda. Por otra parte, el simple examen del contenido de los arts. 106 (relativo al plazo ordinario de dos meses para aprobar el texto, o para oponer el veto o introducir enmiendas) y 133 (referente al procedimiento de urgencia), ambos del Reglamento del Senado, confirman que ninguno de estos preceptos es invocable habida cuenta que por acuerdo adoptado por unanimidad de los integrantes de la Mesa de la Cámara y de su Junta de Portavoces el texto se tramitó de conformidad con lo previsto en art. 136, lo que excluía la aplicación de los arts. 106 y 133 citados. Respecto de los arts. 49 (normas de distribución de competencias entre las comisiones permanentes) y 104 (obligación de publicación y distribución entre los Senadores de los proyectos y proposiciones de ley), se señala que la comisión competente era aquella a la que se remitió el proyecto de ley (la Comisión de Economía y Hacienda del Senado), subrayando que los acuerdos adoptados lo fueron por unanimidad de los miembros de la Mesa.

Como conclusión a las alegaciones del recurso en este extremo, el escrito de alegaciones resalta que el hecho de que el Congreso pueda aceptar o rechazar un texto no parece una intervención menor, por lo que tratar de sustentar una infracción de los derechos fundamentales de los Diputados en la poderosa facultad de rechazar, de eliminar de la realidad jurídica, es algo sencillamente insostenible como lo es mantener que existiría discriminación al no poderse enmendar la enmienda o al no existir un mecanismo de tercera lectura incompatible con el sistema bicameral. Por tanto, el que el Congreso de los Diputados pueda pronunciarse acerca de la aceptación global o no de la enmienda es un hecho objetivo que forma parte de esa fase constitutiva del procedimiento.

En último lugar, el Senado en su escrito de alegaciones hace alusión a los argumentos del recurso relativos a la naturaleza de la Ley 50/1998 como complementaria de la Ley 49/1998, de presupuestos generales del Estado, argumentos que, a su juicio, parten de una errónea calificación de la citada ley –como complementaria de los presupuestos generales del Estado–, lo que excusa de entrar a analizar su examen material. En efecto, la Ley 50/1998 es una ley que no tiene que tener relación directa con los gastos e ingresos del Estado o con los criterios de política económica de una ley diferente; no es, pues, una ley que pretenda rodear el impedimento constitucional del art. 134 (apartados 2 y 7), sino una ley tramitada por el procedimiento legislativo ordinario, el más garantista, donde el derecho a la enmienda no está sometido a escrutinio del Gobierno y donde los plazos son generales, sin que tampoco opere como un límite la temporalidad de las normas de autorización de gastos contenidos en la ley de presupuestos generales del Estado.

En fin, termina el Senado su escrito de alegaciones suplicando se dicte sentencia desestimatoria del recurso en lo que se refiere a los motivos fundados en determinados principios constitucionales y, especialmente, en el principio de seguridad jurídica, de competencia, y en el procedimiento y potestad legislativa y de enmienda del Senado, en relación con la Ley 50/1998.

10. Por escrito registrado el día 25 de mayo de 1999 el Procurador de los Tribunales don Francisco Velasco Muñoz-Cuellar, en nombre de la Federación Nacional de Asociaciones y Municipios Afectados por Centrales Hidroeléctricas y Embalses, solicitó se tuviese por comparecida a la citada federación y, en su caso, codemandada, a los efectos de defender la aprobación de los arts. 18 y 19 de la Ley 50/1998, relativos, a la Ley reguladora de haciendas locales, con traslado del recurso formulado para deducir, en su caso, las alegaciones procedentes.

11. Por escrito registrado en este Tribunal el día 28 de mayo de 1999, el Abogado del Estado, en la representación que ostenta, presentó sus alegaciones solicitando se dictase Sentencia desestimatoria del recurso de inconstitucionalidad, al no concurrir, a su entender, ninguna de las infracciones constitucionales que se denuncian en el escrito del recurso.

Parte el Abogado del Estado respondiendo a la primera vulneración alegada por los Diputados recurrentes referente a la infracción del sistema de fuentes de nuestro ordenamiento, destacando que la demanda funda la misma en tres aspectos fundamentales que ha establecido la jurisprudencia de este Tribunal sobre la materia. El primero de ellos descansaría en la doctrina derivada de la STC 214/1989 (que declaraba inconstitucional un precepto de la Ley de bases de régimen local), doctrina que, a juicio del Abogado del Estado, lo único que hace es concretar que el Estado no puede imponer una prelación de normas cuando la competencia para legislar una materia es compartida con las Comunidades Autónomas, no pudiendo derivarse de aquella resolución que la Constitución contenga un sistema de fuentes del Derecho que vincule al legislador estatal, imponiendo determinadas formas y casos para poder legislar, pues el límite se encuentra en el respeto a la competencia normativa de las Comunidades Autónomas y fuera del mismo el legislador puede crear Derecho con plena libertad siempre que respete la norma superior jerárquica que es la Constitución. El segundo aspecto esencial al que aluden los recurrentes se apoya en la doctrina de la STC 5/1981 (relativa a la reserva constitucional de ley orgánica), de la que no se puede deducir que el Tribunal Constitucional haya establecido el principio de competencia para resolver los conflictos entre normas, como parece pretender la demanda, pues el criterio de la competencia sirve para determinar la constitucionalidad de las leyes estatales cuando se enfrentan a las autonómicas, pero no para resolver conflictos entre normas dictadas por el Estado. Y el tercer y último aspecto se funda en la doctrina de la STC 137/1986 (que afirma la necesidad de colaboración de la ley orgánica y la ordinaria cuando se trata de articular competencias estatales con las autonómicas), de la que tampoco se puede extraer ningún principio que vincule al legislador estatal en relación con su potestad legislativa y la forma en que debe ejercitarla.

A continuación pasa el Abogado del Estado a referirse al objeto y finalidad de la ley de medidas, siguiendo el hilo argumental de la demanda. Y a tal fin señala que la discusión sobre la posible existencia de «colaboración» entre normas del mismo rango es estéril en la medida que la ley de medidas no pretende colaborar o complementar la normativa a que se refiere, sino que lo que hace es modificar y actualizar esas disposiciones en virtud de la potestad legislativa que corresponde a las Cortes Generales según el art. 66.2 CE. A su juicio, la inútil disquisición doctrinal y teórica de la demanda se produce por querer descubrir una categoría de norma nueva en base a la consideración de la ley de medidas en su conjunto, cuando en realidad esta ley sólo puede ser considerada de forma aislada en cada uno de sus preceptos en relación con la norma que modifica o deroga. De hecho, los intentos de los recurrentes para encontrar e invocar un principio constitucional que impida o prohíba esta clase de productos normativos son infructuosos porque la Constitución no prevé el principio de competencia o especialidad que obligue a que sólo puedan aprobarse constitucionalmente normas homogéneas que se refieran a una materia determinada. Por lo demás, ninguna de las materias tratadas en la ley de medidas requiere una tramitación parlamentaria especial, formando parte de la potestad legislativa ordinaria, lo que impide que pueda trasladarse al caso la doctrina del Tribunal Constitucional sobre las normas que tienen un tratamiento especial, como son las leyes de presupuestos (art. 134 CE), las leyes orgánicas (art. 81 CE) o la Ley del fondo de compensación interterritorial (art. 74.2 CE). Por tanto, las Cortes Generales, en este caso, no tienen ninguna reserva ni material ni procedimental para aprobar las distintas modificaciones o derogaciones normativas.

Tampoco se puede afirmar, continua el Abogado del Estado, que el Tribunal Constitucional haya establecido el principio de «intangibilidad del Derecho codificado», como se pretende en la demanda citando la STC 76/1992, pues lo cierto es que esta Sentencia lo que afirmó fue que el contenido y función de la ley de presupuestos quedaría desvirtuado de incorporar normas típicas de Derecho codificado que no tuviesen una incidencia en la ordenación de los ingresos o gastos de un ejercicio. Es decir, que el límite en el contenido propio de las leyes de presupuestos hace inconstitucional la inclusión de un precepto general propio del Derecho codificado como es un precepto de la Ley general tributaria, pero no que la Ley general tributaria tenga mayor virtualidad jurídica que un precepto aislado de una ley de presupuestos.

Por otra parte, se opone también el Abogado del Estado a la conclusión que llega la demanda sobre la vulneración del sistema constitucional de fuentes, porque se basa de una manera gratuita e infundada en la equiparación de la Ley 50/1998 y la Ley Orgánica de armonización del proceso autonómico (LOAPA), cuando es evidente que se trata de supuestos diferentes, ya quela Ley 50/1998 es una ley ordinaria dirigida a crear, modificar y derogar leyes de su misma naturaleza que no está necesitada de ninguna previsión constitucional para ser dictada ni se ve constreñida por ningún mandato constitucional especial como lo prueba que los recurrentes no lo han encontrado, mientras que la LOAPA es una ley orgánica dictada al amparo del art. 150.3 CE, que al no corresponderse con su contenido fue enjuiciada constitucionalmente de manera negativa.

A continuación pasa el Abogado del Estado a responder a la segunda vulneración que alegan los recurrentes de los arts. 1.1 y 66 CE. Con su queja pretenden demostrar que la tramitación parlamentaria de las leyes es la función constitucional en la que mejor se proyecta el valor superior del pluralismo político, para terminar afirmando que la Ley 50/1998 es producto del Gobierno, que sólo representa a la mayoría, y no del Parlamento, en el que hay representación también de las minorías. Los recurrentes apoyan la inconstitucionalidad de la norma en la introducción de enmiendas en el Senado por el grupo mayoritario, lo que impide que sean debatidas en el Congreso, que sólo puede aceptarlas o rechazarlas. A juicio de aquéllos, las citadas enmiendas debían haberse tramitado como proposiciones para que el principio del art. 1.1 CE se hubiera hecho efectivo. Pues bien, subraya el Abogado del Estado que la cuestión que plantean los recurrentes es idéntica a la analizada en la STC 99/1987 en la que el Tribunal resolvió que esa tramitación parlamentaria no vulneró ningún precepto constitucional ni reglamentario de las Cámaras, al no existir en ellos ninguna delimitación de materias propias de proposición o enmienda, de modo que la resolución de la Mesa al tramitar las enmiendas como tales fue constitucional, razón por la cual, si no existe vulneración de esos preceptos no cabe entender que se ha violado el valor superior del pluralismo político, siendo las afirmaciones de la demanda una mera opinión doctrinal acompañada de una serie de consecuencias pretendidamente inconstitucionales pero sin especificar los motivos o hechos que dieron lugar a las mismas. Además, este motivo del recurso es inadecuado para atacar la constitucionalidad de la ley en su conjunto, pues de haberse vulnerado la Constitución lo habría sido exclusivamente en relación con aquellos preceptos que se han tramitado del modo denunciado (introducidos vía enmienda en el Senado), pero no en relación con los demás.

La tercera vulneración que imputan los recurrentes a la Ley 50/1998 es la del principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), en cuanto certeza del Derecho, respecto de la cual el Abogado del Estado, tras examinar la doctrina de este Tribunal Constitucional citada en la demanda (concretamente, las SSTC 40/1981, 76/1983, 14/1987, 6/1989, 179/1989, 46/1990, 150/1990 y 142/1993), llega a la conclusión de que el juicio de constitucionalidad por vulneración del principio de seguridad jurídica en cuanto certeza del Derecho requiere un examen pormenorizado en cada caso de las consecuencias jurídicas de la actuación del legislador, no siendo suficiente afirmar que las normas son más o menos difíciles de aplicar, o que podría producirse una confusión sobre la norma que queda vigente, sino que es necesario analizar si el mandato del legislador contenido en un precepto concreto resulta inaplicable por desconocido o contradictorio.

Así, el juicio de constitucionalidad que nos ocupa habría requerido que se hubiera efectuado un examen pormenorizado de cada uno de los preceptos contenidos en la Ley 50/1998, no siendo suficiente para considerar inconstitucional la Ley 50/1998 el que haya recurrido a utilizar un solo vehículo que ampare preceptos innovadores en muchas materias y sectores, por muy desaconsejable que parezca, pues ello sólo es una manifestación de una técnica legislativa que permite la tramitación y aprobación simultánea de un conjunto de normas jurídicas con su propia virtualidad y fuerza innovadora del ordenamiento jurídico. Y los ejemplos que ponen los recurrentes no tienen ningún valor a los efectos de la prosperabilidad de la alegación, tanto más cuando ninguno de ellos tiene un mandato incierto, indescifrable o confuso (disposición adicional trigésimo novena y arts. 6 bis, 34.2, 94.14, y 94.10). Tampoco es causa de inseguridad jurídica la redacción de la exposición de motivos –que, según los recurrentes, es la misma que la del año anterior– pues además de una introducción general sobre los objetivos de política económica, hace una referencia expresa y explicativa sobre las modificaciones que contiene en cada una de las materias a las que afecta (ámbito tributario, orden social, normas relativas al personal al servicio de las Administraciones públicas, gestión financiera y patrimonial y ámbitos sectoriales), lo que hace perfectamente cierta y conocida la finalidad de la ley.

En suma, no existe un supuesto de inaplicabilidad por confusión o contradicción provocado por el legislador, sino la utilización de un vehículo formal legislativo para tramitar y aprobar normas de distintos sectores y materias, que consideradas aisladamente pueden ser perfectamente interpretadas y aplicadas siguiendo las reglas normales contenidas para ello en nuestro ordenamiento jurídico. No es admisible considerar, entonces, que los mandatos normativos de la Ley 50/1998 son de «difícil conocimiento», porque la ley fue publicada, en los términos que exige la Constitución y cumpliendo las condiciones que exigió la STC 179/1989, en el «BOE».

La siguiente alegación de la demanda hace referencia a la vulneración de preceptos constitucionales y reglamentarios en relación con el procedimiento legislativo, concretamente del art. 88 CE y sus correlativos del Reglamento del Congreso de los Diputados por no haberse remitido, junto con el proyecto de ley, los antecedentes a las Cortes Generales; del art. 75 CE y correlativos del Reglamento del Congreso de los Diputados por la composición irregular de las comisiones legislativas permanentes; de los artículos del Reglamento del Congreso de los Diputados referidos a plazos de tramitación, y de las consecuencias constitucionales del ejercicio del derecho de enmienda durante la tramitación de la ley recurrida. Pues bien, a este respecto señala el Abogado del Estado que este Tribunal ya ha tenido ocasión de enjuiciar el efecto que produce en la tramitación de los proyectos de ley el olvido de trámites o requisitos, concretamente, en las SSTC 108/1986 y 99/1987, en las que se concluye que las irregularidades en la tramitación legislativa para que tengan relevancia constitucional han de producir una efectiva perturbación en el ejercicio de las potestades parlamentarias, cuya subsanación ha de intentarse para justificar su realidad, por lo que, un vicio procedimental no provoca la inconstitucionalidad de una ley cuando tenga una caracterización puramente formal y no alcance a la estimación subjetiva por parte de los miembros de las Cámaras de que el mismo les ha impedido ejercer su función parlamentaria. La falta de intento de subsanación del pretendido vicio procedimental pone de manifiesto que en su momento no afectó a la función de los parlamentarios y que si alguna consecuencia negativa ha tenido es sólo imputable a la espontánea renuncia a ejercitar las potestades que el Reglamento del Congreso de los Diputados reconoce a los parlamentarios en el ejercicio de la alta función legislativa (art. 7 RCD). Además –señala el Abogado del Estado–, en contra de lo que se afirma en la demanda, el Gobierno remitió el proyecto de ley acompañado por antecedentes consistentes en su correspondiente memoria, el dictamen del Consejo de Estado y el dictamen del Consejo Económico y Social (como se acredita mediante el certificado que se acompaña).

Por otra parte, para el Abogado del Estado los vicios que los recurrentes imputan a las continuas sustituciones en la comisión legislativa permanente, no por las sustituciones en sí sino por no haberse llevado a cabo con las formalidades previstas en el Reglamento de la Cámara, carece de relevancia constitucional, pues para que la tuviera sería necesario que los miembros de las Cámaras se hubiesen visto perturbados en el ejercicio de su función parlamentaria, lo que no se ha producido, no sólo porque no se alega directamente en la demanda sino porque tampoco se denunció ante la propia Cámara. Es más, posiblemente los propios miembros del grupo parlamentario recurrente participaron en esa comisión y en las sustituciones que ahora se consideran causantes de la inconstitucionalidad de la ley recurrida.

El otro vicio procedimental que alega la demanda es el relativo a los plazos de tramitación de la Ley 50/1998, cuando dichos plazos responden a los acuerdos de los órganos de las Cámaras competentes (quienes pueden acordar su acortamiento), sin que pueda reconocerse una vulneración material y directa de la Constitución o de los reglamentos de las Cámaras; además, en el caso de que hubiese provocado una perturbación del ejercicio de la función parlamentaria, tal vulneración tampoco habría sido denunciada ante la propia Cámara.

Para terminar con los vicios procedimentales y, concretamente, con el ejercicio del derecho de enmienda, niega el Abogado del Estado la existencia de vulneración alguna del Reglamento del Congreso de los Diputados, al haberse respetado escrupulosamente en la tramitación de la Ley 50/1998 los trámites previstos en la citada norma reglamentaria, por lo que, si no existe vulneración del Reglamento no cabe aceptar la tesis de que la ley impugnada es inconstitucional por haberse quebrantado el procedimiento de formación de la decisión de la Cámara legislativa. La queja de los recurrentes constituye una simple discrepancia con la forma en que el art. 121 RCD regula la tramitación parlamentaria de los proyectos de ley enmendados por el Senado, al considerar que la intervención de los Diputados es insuficiente, lo que no deja de ser una mera opinión. Además, tampoco hubo denuncia o reclamación alguna por los Diputados que sometieron a nueva consideración las enmiendas del Senado, por lo que no es de aplicación la doctrina de los interna corporis acta al haberse limitado los órganos encargados de la tramitación parlamentaria a aplicar el Reglamento de la Cámara.

A continuación señala el Abogado del Estado que otra vulneración que imputan los Diputados recurrentes a la Ley 50/1998 es la del art. 134.2 y 7 de la Constitución, al aplicarle los principios y límites constitucionales previstos para la ley de presupuestos generales del Estado, sobre la base de que el objeto de aquella ley es complementar la de presupuestos, por lo que su contenido debe estar relacionado directamente con el de ella, debiendo respetar sus mismos límites, so pena de defraudar los preceptos constitucionales que los imponen. No comparte esta visión el Abogado del Estado, quien precisa, antes que nada, que la potestad legislativa de las Cortes Generales sólo está limitada por la Constitución y que, por lo tanto, mientras no exista un precepto constitucional que impida un determinado producto normativo, éstas pueden dar a las normas que dictan el contenido que consideren oportuno (STC 29/1982). Dicho esto, realiza a continuación un repaso de la doctrina de este Tribunal Constitucional relativa a las leyes de presupuestos generales del Estado para concluir que las peculiaridades de la ley de presupuestos que condicionan su posible contenido son dos [la función que le atribuye el art. 134 CE y las especialidades en su tramitación parlamentaria (STC 203/1998)], ninguna de las cuales concurren en la ley objeto de este recurso, pues se trata de una disposición legal ordinaria sin un contenido determinado, razón por la cual no existe una previsión constitucional que le reserve una determinada función y, consecuentemente, tampoco es objeto de especialidades constitucionales sobre su tramitación. Por tanto, el argumento de la demanda se vuelve en su contra, porque si el Tribunal Constitucional ha establecido una limitación material a las leyes de presupuestos por la función y especialidades procedimentales que la Constitución le atribuye, necesariamente las leyes que no tengan atribuida esa función y especialidad en su tramitación no quedarán sujetas a ese límite en su contenido material. Así, la Ley 50/1998 no defrauda aquella doctrina sino que la cumple, pues el legislador ha dedicado una ley ordinaria a regular aquello que no se puede incluir en la ley de presupuestos. En suma, no siendo posible proyectar sobre la ley recurrida los límites al contenido material previstos para las leyes de presupuestos (art. 134.2 y 7 CE), resulta innecesario rebatir la inconstitucionalidad de los grupos de artículos a que se refiere la demanda.

El siguiente vicio que se imputa a la Ley 50/1998 por los Diputados recurrentes es la vulneración por su art. 107 de la prohibición de arbitrariedad prevista en el art. 9.3 CE, al dar nueva redacción a la disposición transitoria sexta de la Ley del sector eléctrico. Sobre este particular destaca el Abogado del Estado que los recurrentes no dudan de la constitucionalidad de la compensación de los costes por la transición a la competencia, sino que su denuncia se refiere exclusivamente a la nueva regulación resultante del art. 107 impugnado, lo que evita tener que justificar no sólo el nacimiento del derecho a la compensación, sino también su cuantificación, limitando el análisis, entonces, a las innovaciones que la modificación ha supuesto. Así, en primer lugar, precisa el Abogado del Estado que lo que no se ha modificado en absoluto es la forma de determinar «el importe base global», cuya cuantificación se hace de forma exactamente igual, salvo algunas reducciones. La novedad más importante se encuentra, entonces, en el modo en que esta compensación va a ser satisfecha, pues si en el sistema originario el 100 por 100 de la compensación daba lugar a una retribución fija (que se determinaba anualmente y resultaba de la diferencia entre los ingresos medios obtenidos por las empresas productoras a través de la tarifa eléctrica y la retribución reconocida por la producción) cuyo importe se repercutía a todos los consumidores de energía eléctrica como costes permanentes del sistema, con el nuevo sistema la anterior forma de cálculo se mantiene exclusivamente sobre parte de la compensación, pues el 80 por 100 restante se satisfará aplicando un 4,5 por 100 de la facturación de la venta de energía eléctrica a los consumidores hasta la satisfacción íntegra del importe, eso sí, con una reducción en esta parte de la compensación del 20 por 100. Además, esta última parte de la compensación configura un derecho de crédito que puede ser objeto de titulización y cesión a terceros.

El cambio del sistema de compensación, añade el Abogado del Estado, responde a la experiencia obtenida durante un año de funcionamiento del mercado de la electricidad (como se explicaba en la justificación de la enmienda presentada en el Senado) y persigue no sólo mejorar el sistema de retribución en relación con los consumidores de energía eléctrica, sino también rebajar su coste. Reconoce el Abogado del Estado que el nuevo sistema de retribución de la compensación tiene ventajas para las empresas eléctricas destinatarias, porque desde ese momento ven reconocido expresamente su derecho a la compensación con un porcentaje sobre la tarifa eléctrica con la posibilidad de cederlo a terceras personas mediante su titulización, pero añade a renglón seguido que también beneficia al sistema eléctrico en general y su transición a la competencia y al propio consumidor. En efecto, para los consumidores el nuevo sistema presenta dos ventajas evidentes pues, de un lado, está la reducción del 20 por 100 del importe pendiente de compensación a fecha de 31 de diciembre de 1998 (sobre el 80 por 100 al que se hizo referencia anteriormente), lo que implica un ahorro de unos 250.000 millones de pesetas; y, de otro, la reducción de la repercusión sobre la tarifa que pasa de ser un 11,49 por 100 –en el ejercicio 1998– a un 4,5 por 100, de modo que el efecto de la compensación en la tarifa será mucho menor aunque se alargue en el tiempo.

El reconocimiento de los costes de transición a la competencia –añade el Abogado del Estado– tiene como punto de partida el profundo cambio regulatorio que suponía el paso de un sistema de intervención administrativa a un sistema de competencia lo que requería que dicho cambio se realizase tomando en consideración los compromisos adquiridos con el sector eléctrico con la regulación anterior, como consecuencia de las inversiones que realizaron las empresas en activos de generación por imposición de la planificación llevada a cabo por el Gobierno. Estos costes de transición se calcularon de acuerdo con la legislación anterior. Ahora bien, el que la nueva fórmula de cálculo de la compensación derivada de aquellos costes de transición suponga el establecimiento de una cuantía fija –en parte– que se va actualizando en cada ejercicio no supone una arbitrariedad, al responder a unos costes que ya se habían producido (Ley 54/1997) y valorado (Real Decreto 2017/1997), de acuerdo con los costes reconocidos hasta la finalización de la vida útil estándar de las instalaciones de generación (con un límite máximo en el año 2013), con las horas de funcionamiento de cada tecnología y cuenca hidrográfica y con los ingresos previstos para el nuevo mercado competitivo.

En suma, para el Abogado del Estado no es arbitrario que, reconocido el derecho a la compensación y cuantificado su importe, se establezca a tanto alzado, máxime cuando las cifras globales son las mismas que las derivadas del sistema anterior aceptado (obteniéndose una reducción en la cuantía de aquella compensación de 250.000 millones de pesetas), de la misma manera que lo es la parte de la compensación referida a los componentes de la asignación de consumo de carbón autóctono (295.276 millones de pesetas), así como el 20 por 100 de los restantes componentes, lo que implica que sigue vigente, en parte, el sistema que los recurrentes consideran adecuado.

A continuación añade el Abogado del Estado, de un lado, que la nueva disposición transitoria incorpora una nueva cautela que puede determinar una reducción de la cuantía de los costes a percibir, puesto que el nuevo sistema no puede suponer ingresos mayores que los que se producirían si la totalidad de los costes se percibiesen con arreglo al primer sistema. Y, de otro, que no se puede tachar de arbitrario el que se haya reconocido la compensación por transición a la competencia expresamente como un «derecho» de las empresas eléctricas; se trata de una mejora técnica que dota a la regulación de una mayor seguridad jurídica, pues la redacción anterior ya reconocía este derecho aunque no lo dijese expresamente.

Por otra parte, y con la relación a la imputación de inconstitucionalidad que hacen los Diputados recurrentes al art. 107 de la Ley 50/1998 en la medida que entienden, sobre la base de la doctrina sentada por la STC 185/1995, quela afectación del 4,5 por 100 de la tarifa eléctrica o precio que pagan los consumidores por la venta de energía eléctrica constituye una «prestación patrimonial pública coactiva» que se establece en una ley de naturaleza especial que, como complementaria del ordenamiento o de los presupuestos, no puede tener contenido tributario es, a juicio del Abogado del Estado, falsa e insostenible. Aquella afectación del 4,5 por 100 de la tarifa eléctrica no puede considerarse como una prestación patrimonial de carácter público a que se refiere el art. 31.3 CE porque los recurrentes no han tenido en cuenta que no se dan dos de las condiciones esenciales para alcanzar tal calificación, como son, de un lado, que lo obtenido se ingrese en las cajas de los entes públicos y, de otro, que puedan ser recaudadas coactivamente, mediante procedimientos de apremio administrativos. Y es que, el 4,5 por 100 compensatorio no se ingresa en ninguna entidad pública, sino que tiene por objeto retribuir el suministro de energía eléctrica que se lleva a cabo por empresas privadas que antes actuaban en régimen de mercado regulado y ahora en competencia, no implicando el ejercicio de ninguna potestad tributaria, sino de una potestad tarifaria, razón por la cual no comparte ni los principios ni los requisitos de la potestad tributaria a que se refiere el art. 31.3 de la Constitución. En cualquier caso, el art. 107 de la Ley 50/1998 cumple los requisitos exigidos por el art. 31.3 CE, pues se trata de una ley a la que no se puede limitar su contenido y eficacia en los términos expuestos en el escrito de demanda.

Para concluir con sus alegaciones, el Abogado del Estado responde a la consideración de los recurrentes de la compensación como una ayuda pública en el sentido del art. 92 del Tratado de la Unión Europea, afirmando su falta de virtualidad, primero, porque después de desarrollada los recurrentes no deducen ningún motivo de inconstitucionalidad, y, segundo, porque al Tribunal Constitucional le corresponde enjuiciar la constitucionalidad de las leyes y no su adecuación al Derecho comunitario.

12. El día 29 de mayo de 1999 el Letrado de las Cortes Generales don Fernando Sainz Moreno, en nombre y representación del Congreso de los Diputados, presentó sus alegaciones en el Registro General de este Tribunal, exclusivamente en relación con la violación de las normas del procedimiento legislativo en lo que afecta al Congreso de los Diputados, suplicando se dictase Sentencia en la que se declarase que no se ha producido ninguna de las infracciones de procedimiento legislativo que se denuncian en el recurso dado que ninguno de los hechos y argumentos alegados por la parte recurrente prueban, no ya que se haya cometido infracción alguna de las normas de procedimiento parlamentario que sea determinante de la inconstitucionalidad de la Ley 50/1998, sino tan siquiera que se haya cometido una simple infracción del Reglamento de la Cámara. En efecto, a su juicio no se ha producido ninguna violación de las normas de procedimiento legislativo aplicables a la tramitación parlamentaria del proyecto de ley en el Congreso de los Diputados, dado que el procedimiento seguido ha sido el establecido por las normas vigentes, de acuerdo, con la doctrina del Tribunal Constitucional. De hecho, subraya que la parte recurrente parece reconocer implícitamente que no ha existido infracción de las normas de procedimiento cuando en sus alegaciones se dirige más a propugnar una reforma del derecho vigente e incluso una modificación de la doctrina de la jurisprudencia constitucional, que a una declaración de inconstitucionalidad del procedimiento legislativo vigente.

Hecha la precisión anterior, el escrito de alegaciones examina los argumentos utilizados por la demanda para demostrar «de qué manera la Ley 50/1998 infringe preceptos constitucionales y reglamentarios sobre el procedimiento legislativo», comenzando con la referencia que los recurrentes hacen a «la apreciación por los servicios técnicos de la Cámara», respecto de la cual se recordaban las llamadas de atención que los servicios técnicos de la Secretaría General del Congreso de los Diputados habían hecho, en ocasiones, sobre los problemas que podían plantear la tramitación de las leyes de acompañamiento, para precisar a renglón seguido que en los informes citados por los recurrentes se llamaba la atención sobre posibles problemas en general, con la finalidad de mejorar el procedimiento, pero sin señalarse concretas violaciones de la Constitución.

En cuanto a la «trascendencia constitucional de la inobservancia de los preceptos reglamentarios», que regulan el procedimiento legislativo que «podría viciar de inconstitucionalidad la ley cuando …altere de modo sustancial el proceso de formación, de voluntad en el seno de las Cámaras», se señala que la aplicación de esta afirmación exigiría demostrar, de un lado, que no se han observado los preceptos reglamentarios, y, de otro, que esa inobservancia ha alterado de modo sustancial al proceso de formación de voluntad de la Cámara, demostración que en la demanda no se hace.

En relación con la denuncia relativa a que «los antecedentes del proyecto de ley» son insuficientes, violándose así el art. 88 CE al haberse privado a las Cámaras de un elemento de juicio necesario para su decisión (con cita de la STC 108/1986), el escrito de alegaciones destaca que la parte actora omite que la citada STC 108/1986 exige que esa presunta insuficiencia se denuncie ante la misma Cámara, precisando que «[n]o habiéndose producido esta denuncia, es forzoso concluir que las Cámaras no estimaron que el informe era un elemento de juicio necesario para su decisión» (FJ 3). Por tanto, dado que la insuficiencia de la memoria que ahora se denuncia ante el Tribunal Constitucional no fue efectuada formalmente, en su momento, ante la Cámara, dicha alegación carece de relevancia constitucional.

La siguiente alegación a la que contesta el Congreso de los Diputados es la relativa a la quiebra por la Ley 50/1998 del «principio de especialidad parlamentaria desde el punto de vista orgánico y desde el punto de vista de los plazos de tramitación». Sobre este particular, destaca el Congreso, en primer lugar, que reconocen los recurrentes que el art. 75 CE no obliga a discutir los proyectos en comisiones legislativas especializadas, sino que, más bien, atribuye la competencia al Pleno de la Cámara, quien no sólo puede «delegar en las Comisiones Legislativas Permanentes la aprobación de proyectos y proposiciones de ley», sino también «recabar en cualquier momento el debate y votación de cualquier proyecto o proposición de ley que haya sido objeto de esta delegación». Ahora bien, el desarrollo que ha hecho de ese precepto constitucional el Reglamento del Congreso de los Diputados atribuye a las Comisiones «con competencia legislativa plena», en principio, el debate y la votación de los proyectos y las proposiciones, «siempre que sean constitucionalmente delegables» (art. 148 RCD) y sin perjuicio de que el Pleno de la Cámara pueda recabar para sí la deliberación y votación final de los proyectos y proposiciones de ley (art. 149 RCD).

Como regla general, la Mesa de la Cámara remite a las comisiones legislativas permanentes enunciadas en el art. 46 RCD, los proyectos y proposiciones de ley «de acuerdo con su respectiva competencia» (art. 43.1 RCD), lo que, si bien produce una cierta «especialización» legislativa, lo hace de forma relativa, no sólo porque la competencia material de cada comisión no está definida por el Reglamento de modo que, según el uso parlamentario, esta competencia se determina, sobre todo, según la distribución de materias entre los Departamentos ministeriales, sino también porque la composición de las comisiones no está condicionada por la especialización de sus miembros (lo que sería imposible en relación a los grupos parlamentarios pequeños) sino sólo por la obligación de respetar la importancia numérica de los Grupos Parlamentarios (art. 40.1 RCD). Además, debe tenerse presente que la alteración de los miembros de las comisiones es tan flexible que a lo largo de una misma sesión pueden cambiar sus miembros, bastando para ello con comunicar la sustitución al Presidente de la Comisión en el acto mismo en que ésta va a producirse (art. 40.2 RCD). Y también que las comisiones son competentes para tratar todos los asuntos incluidos en el proyecto o proposición de ley, aunque sea posible que la Mesa del Congreso, por propia iniciativa o a petición de la comisión interesada, acuerde que sobre una cuestión informe previamente otras u otras Comisiones, pudiendo prescindirse totalmente, además, del dictamen de una comisión, sometiendo el proyecto o proposición directamente al Pleno (tramitación del proyecto en lectura única de conformidad con el art. 150 RCD).

En consecuencia, para el Congreso de los Diputados los hechos que la parte recurrente alega como contrarios al principio de especialización orgánica no tienen relevancia alguna para pretender, en base a ellos, la declaración de inconstitucionalidad de la ley, no sólo porque el principio de especialidad es un criterio de organización flexible, sino, además, porque tales hechos son consecuencia de la voluntad y de la práctica parlamentaria. En efecto, si como los recurrentes dicen se hubieran producido muchas sustituciones en la comisión que tramitó el proyecto –alegación que no va acompañada de datos concretos– ello fue consecuencia de la índole del trabajo y del uso que los Diputados hicieron de su derecho; y si, como también alegan los recurrentes, no se pidió informe previo a otras comisiones, ello se debió a que la comisión no estimó necesario ejercer la facultad de pedirlo («facultad» y no «deber»).

Alegan también los recurrentes que se ha infringido el principio de especialidad parlamentaria «desde el punto de vista de los plazos de tramitación», sobre la base del art. 91 RCD (que faculta a la Mesa de la Cámara para acordar la prorroga o reducción de los plazos establecidos en el Reglamento mediante decisión objetivamente justificada). Ahora bien, se recuerda en las alegaciones del Congreso, el acuerdo sobre los plazos adoptado no fue impugnado en su día ni se interpuso contra el mismo recurso de amparo constitucional, siendo un acto consentido.

La última infracción que alegan los recurrentes es la del principio democrático (art. 1.1 CE), al entender que las enmiendas procedentes del Senado han sido aprobadas sin debate suficiente en el Congreso, postulando una interpretación del art. 121 RCD conforme a la cual las enmiendas aprobadas en el Senado dieran lugar a un debate en la Cámara Baja («nueva consideración») en lugar de someterse a votación y después a un trámite de explicación de voto (art. 123 RCD). Pues bien, indica el representante del Congreso, dejando a un lado cualquier consideración favorable o desfavorable a la citada propuesta, lo cierto es que no se denuncia infracción alguna del Reglamento de la Cámara sino justamente su aplicación estricta, lo que como es evidente no afecta a la constitucionalidad de la ley impugnada.

En suma, a juicio del Congreso de los Diputados, no se ha producido ninguna de las infracciones de procedimiento legislativo alegadas por los Diputados recurrentes.

13. Mediante providencia con fecha de 1 de junio de 1999, la Sección Tercera de este Tribunal acordó tener por presentados los escritos de 14 y 25 de mayo de la Federación Empresarial de la Industria Eléctrica (FEIE) y de la Federación Nacional de Asociaciones y Municipios Afectados por Centrales Hidroeléctricas y Embalses, dando traslado de los mismos a las partes personadas en el proceso para que, en el plazo de diez días, pudiesen exponer lo que estimasen procedente acerca de lo pedido en sendos escritos, de que se les tuviese por parte y se les diese traslado del recurso para alegaciones.

14. El Letrado de las Cortes Generales, en representación del Congreso de los Diputados, mediante escrito registrado en este Tribunal el día 15 de junio de 1999 evacuó el trámite conferido, señalando que no podía expresar su parecer sobre la cuestión planteada, al exceder la materia sobre la que la Mesa del Congreso de los Diputados, por resolución de 4 de mayo de 1999, acordó personarse. El Letrado de las Cortes Generales, en representación del Senado, no evacuó el trámite conferido.

15. La representación procesal de los Diputados del Grupo Parlamentario Socialista, presentó un escrito en el Registro General de este Tribunal el día 16 de junio de 1999 poniendo de manifiesto la improcedencia de acceder a lo solicitado por las federaciones a que se refiere la providencia de 1 de junio de 1999, al no encontrarse las mismas entre las personas o entidades, públicas o privadas, legitimadas para ser parte en el procedimiento.

16. El Abogado del Estado, en la representación que ostenta, evacuó el trámite de alegaciones conferido en la providencia de 1 de junio de 1999 mediante escrito presentado en el Registro General de este Tribunal el día 17 de junio de 1999, suplicando se denegase la personación solicitada por la Federación Empresarial de la Industria Eléctrica y la Federación Nacional de Asociaciones y Municipios Afectados por Centrales Hidroeléctricas y Embalses. Para el Abogado del Estado, debe denegarse la petición de personación de esta última federación, tanto como interesado cuanto como codemandado, no sólo porque de acuerdo con la doctrina del Tribunal Constitucional, concretamente, la recogida en el ATC 378/1996, en los recursos de inconstitucionalidad –de acuerdo con los arts. 32 y 34 LOTC– sólo cabe la comparecencia de los órganos o fracciones de órganos taxativamente enumerados en los referidos preceptos, sino también porque los preceptos de la Ley 40/1998 en cuya impugnación encuentra la federación el motivo de su personación por su pretendida afectación directa, no son normas de destinatario único ni se dirigen exclusivamente a las entidades, asociaciones y municipios integradas en esa federación. Y tampoco cabe admitir la personación de la Federación Empresarial de la Industria Eléctrica –respecto del art. 107 de la Ley 50/1998– porque el ATC 174/1995 ha negado expresamente que la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 23 de junio de 1993 haya supuesto un cambio en su doctrina, sino que lo que reconoce es la necesidad de dar trámite de audiencia en el procedimiento constitucional cuando en un procedimiento judicial previo ha habido una pretensión basada en el contenido de una ley carente de la nota de generalidad, en cuyo enjuiciamiento constitucional se da audiencia a otra de las partes en el proceso a quo por ser uno de los sujetos legitimados para intervenir en las cuestiones de inconstitucionalidad.

17. Por ATC 216/1999, de 15 de septiembre, el Pleno de este Tribunal acordó denegar las personaciones solicitadas, dado que de los arts. 32 y 34 LOTC se infiere claramente que, en principio, no son posibles otras personaciones en el recurso de inconstitucionalidad que las de los expresamente legitimados por dichos preceptos [salvo el supuesto admitido respecto a las Comunidades Autónomas en un recurso de inconstitucionalidad cuando éste presenta «un contenido competencial» (ATC 172/1994, FJ 4)], razón por la cual debe denegarse la personación solicitada, sin que sea de aplicación en el supuesto la doctrina recogida en la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 23 de junio de 1993 (caso Ruiz Mateos contra España), relativa a los procedimientos de control concreto de la constitucionalidad de la ley (cuestión de inconstitucionalidad) (FJ 1). A mayor abundamiento, los preceptos impugnados cuya constitucionalidad pretenden defender las federaciones solicitantes de personación no contienen normas que tengan por destinatarios únicos y exclusivos a tales federaciones (FJ 2).

18. Por escrito presentado en este Tribunal el día 24 de septiembre de 1999 la Federación Nacional de Asociaciones y Municipios Afectados por Centrales Hidroeléctricas y Embalses interpuso recurso de súplica contra el anterior Auto, al entender que el art. 47 LOTC reconoce el carácter de interesados a las «personas favorecidas por la decisión o que ostenten un interés legítimo del mismo», debiéndose aplicar por analogía este supuesto a fin de no infringir los arts. 14 y 24 CE. Además, basar la decisión de denegación de la personación en el hecho de que los municipios integrantes de la Federación no son todos los destinatarios de la ley, es infringir el art. 140 CE.

19. Con fecha de 25 de septiembre de 1999 la Federación Empresarial de la Industria Eléctrica (FEIE) presentó un escrito en el Registro General de este Tribunal por el que interponía recurso de súplica contra el anterior Auto de 15 de septiembre de 1999, habida cuenta que, a su juicio, en los procesos de control de normas de caso único el Tribunal puede y debe interpretar el art. 81.1 LOTC de la manera que resulte más favorable a la garantía de los derechos fundamentales y, en particular, del principio de contradicción y derecho de defensa.

20. Por providencia de la Sección Tercera de este Tribunal con fecha de 28 de septiembre de 1999 se acordó dar traslado a las partes de los recursos de súplica anteriores, por plazo de tres días, para que pudiesen alegar lo que estimasen oportuno al respecto, trámite que fue evacuado por los Diputados del Grupo Parlamentario Socialista y por el Abogado del Estado mediante sendos escritos registrados el mismo día 5 de octubre siguiente, en los que se solicitaba la desestimación de los mismos, como así fue acordado por nuevo ATC 264/1999, de 10 de noviembre, al no desvirtuar ninguna de las razones esgrimidas por las federaciones actoras en sus respectivos recursos de súplica las contenidas en el Auto de 15 de septiembre de 1999.

21. Por providencia de 13 de septiembre de 2011 se señaló para deliberación y votación de la presente Sentencia el mismo día.

II. Fundamentos jurídicos

1. Como ha quedado expuesto en los antecedentes, el objeto del presente recurso de inconstitucionalidad lo constituyen los arts. 1 (con excepción de lo dispuesto en su apartado segundo), 2, 3, 4 (con excepción de lo dispuesto en su apartado dos), 5 (con exclusión del apartado primero del número uno), 6, 6 bis, 7, 9, 10, 12, 14, 15, 17, 18 (con excepción de la nueva redacción del apartado 1 del art. 96 de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las haciendas locales, dada por el apartado 24 y de los porcentajes anuales contenidos en el apartado 2 del art. 108 de la Ley 39/1988, en la redacción dada por el apartado 33, 19, 20, 21.1, 21.2, 21.5, 24 a 30, 32 a 52, 54 a 57, 59 a 84, 86 a 99, y 102 a 111; disposiciones adicionales primera a quinta, sexta (último párrafo), novena, undécima a vigésima segunda, vigésima cuarta, vigésima sexta, vigésima octava a trigésima, trigésima tercera a cuadragésima primera, cuadragésima tercera y cuadragésima cuarta; disposiciones transitorias primera, tercera, quinta, sexta a undécima, decimotercera a decimoquinta, y decimoséptima; disposiciones derogatorias primera a cuarta, y séptima; y disposiciones finales primera a tercera; de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social.

Consideran los Diputados recurrentes, con carácter general, que la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, es inconstitucional y nula por ser contraria a los arts. 1.1, 9.3, 23.2, 66 y 88, todos ellos de la Constitución; a los arts. 40, 43, 46, 91, 93, 94 y 109, todos ellos del Reglamento del Congreso de los Diputados y a los arts. 49, 104, 106 y 133, todos ellos del Reglamento del Senado, por los siguientes motivos sucintamente expuestos: porque no es posible la existencia de una ley ordinaria que, con carácter anual y contenido impredecible, opere sobre la totalidad del ordenamiento jurídico; porque la ley impugnada sólo funciona como una ley en sentido formal, al reducirse a una simple autorización del legislador; porque la introducción de enmiendas en el Senado por el grupo mayoritario sin conexión alguna con el texto del proyecto de ley inicial supone una limitación del derecho de las minorías y aparta al Congreso de la función legislativa que le corresponde; porque se trata de una ley de difícil conocimiento, aun estando formalmente publicada; porque el proyecto de ley no iba acompañado de unos verdaderos antecedentes; porque el texto del proyecto de ley se aprobó en comisión y no en el Pleno; porque el texto del proyecto de ley se aprobó por el procedimiento de urgencia, en lugar de por el procedimiento común; porque el texto del proyecto de ley se tramitó en la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda del Congreso de los Diputados, sin solicitar informe previo a otras comisiones permanentes competentes por razón de las diferentes materias contenidas en el mismo; y, en fin, porque intervinieron en el debate de la citada comisión Diputados que no eran miembros de la misma, sin que constase su sustitución formal o informal.

Más concretamente, los Diputados recurrentes denuncian la inconstitucionalidad y nulidad de los siguientes artículos y disposiciones: a) Por contradecir el art. 134.7 CE, al modificar tributos sin la existencia de una previa ley sustantiva que así lo prevea: los arts. 1 (con excepción de lo dispuesto en su apartado segundo, la nueva redacción del apartado sexto del artículo 26 de la Ley 43/1995 dada por el apartado cuarto, apartado quinto y apartado duodécimo), 2, 3, 4 (con excepción de lo dispuesto en su apartado dos), 5 (con exclusión del apartado primero del número uno), 6, 6 bis, 7, 9, 10, 12, 14, 15, 17, 18 (apartados decimocuarto, vigésimo, vigésimo segundo, vigésimo tercero, vigésimo cuarto, con excepción de la nueva redacción del apartado primero del art. 96 de la Ley 39/1988, vigésimo quinto, vigésimo sexto, vigésimo séptimo, vigésimo octavo, vigésimo noveno, trigésimo, trigésimo primero, trigésimo segundo, trigésimo tercero, con excepción de los porcentajes anuales contenidos en el apartado 2 del artículo 108 de la Ley 39/1988, trigésimo cuarto y trigésimo quinto), 21.2 y 5, 24, 25, 27, disposiciones transitorias quinta, octava, novena, decimocuarta, disposición derogatoria séptima y disposición final tercera; b) por vulnerar el art. 134.2 CE, al regular materias no directamente relacionadas con la ejecución de los presupuestos o con la política económica del Gobierno: los arts. 18 (apartados primero al decimotercero, decimoquinto al decimonoveno, vigésimo primero, trigésimo sexto y trigésimo séptimo), 19, 20, 21.1, 26, 28 a 30, 32 a 52, 54 a 57, 59 a 84, 86 a 99, 102 a 111, disposiciones adicionales primera a quinta, sexta, último párrafo, novena, undécima a vigésima segunda, vigésima cuarta, vigésima sexta, vigésima octava a trigésima, trigésima tercera a cuadragésima primera, cuadragésima tercera, cuadragésima cuarta, disposiciones transitorias primera, tercera, sexta, séptima, décima, undécima, decimotercera, decimoquinta, decimoséptima, disposiciones derogatorias primera a cuarta y disposiciones finales primera y segunda; y c) por violar los arts. 9.3 y 134.7 CE, al no superar un juicio de arbitrariedad: el art. 107.

El Letrado de las Cortes Generales, en representación del Senado, en lo que se refiere al ámbito constitucional de competencias de las Cortes Generales y de la Cámara a la que representa, así como a la regularidad del procedimiento seguido para la aprobación de la Ley 50/1998, aspectos estos a los que limitó sus alegaciones, ha solicitado la desestimación del recurso por los motivos que han quedado expuestos en el antecedente noveno. Lo mismo sucede con el Letrado de las Cortes Generales, en representación del Congreso quien, respecto de la violación de las normas del procedimiento legislativo en lo que afecta al Congreso de los Diputados, único aspecto sobre el que se ha pronunciado, ha solicitado también la desestimación de recurso con base en las alegaciones recogidas en el antecedente décimo segundo. En fin, el Abogado del Estado, en la representación que ostenta, ha solicitado igualmente la desestimación del recurso al considerar que ni concurren las infracciones que con carácter general se imputan a la ley impugnada, ni tampoco ninguna de las que a título particular se atribuyen a algunas de sus disposiciones, por las razones que han sido expresadas en el antecedente décimo primero.

2. Antes de entrar a dar respuesta a las cuestiones planteadas en el presente proceso constitucional por los Diputados recurrentes conviene precisar, siquiera brevemente, que el hecho de que algunos de los preceptos o disposiciones de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, hayan podido ser eventualmente modificados o derogados no priva de objeto al presente recurso. En efecto, en relación con la pérdida de objeto de los procesos constitucionales hemos señalado que no cabe dar una respuesta unívoca y general a la cuestión relativa a los efectos de la modificación, derogación o pérdida de vigencia de una disposición legal, ulterior a su impugnación (por ejemplo, SSTC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 3; 148/2000, de 1 de junio, FJ 3; 190/2000, de 13 de julio, FJ 2; 16/2003, de 30 de enero, FJ 2; y 68/2007, de 28 de marzo, FJ 4).

Concretamente, en el ámbito del recurso de inconstitucionalidad, recurso abstracto y orientado a la depuración objetiva del ordenamiento, la pérdida sobrevenida de la vigencia del precepto legal impugnado habrá de ser tenida en cuenta por este Tribunal para apreciar si la misma conlleva la exclusión de toda la aplicabilidad de la ley, pues si así fuera, «no habría sino que reconocer que desapareció, al acabar su vigencia, el objeto de este proceso constitucional que, por sus notas de abstracción y objetividad, no puede hallar su exclusivo sentido en la eventual remoción de las situaciones jurídicas creadas en aplicación de la ley, acaso inconstitucional (art. 40.1 LOTC)», de modo que, carecería de sentido que, en un recurso abstracto, como el de inconstitucionalidad, dirigido a la depuración objetiva del ordenamiento jurídico, este Tribunal se pronunciase «sobre normas que el mismo legislador ha expulsado ya de dicho ordenamiento …, de modo total, sin ultraactividad» [por todas, SSTC 160/1987, de 27 de octubre, FJ 6 b); 385/1993, de 23 de diciembre, FJ 2; 196/1997, de 13 de noviembre, FJ 2; 194/2004, de 4 de noviembre, FJ 4; 329/2005, de 15 de diciembre, FJ 2; y 68/2007, de 28 de marzo, FJ 4]. Ahora bien, ello no quita que para excluir «toda aplicación posterior de la disposición legal controvertida, privándola así del vestigio de vigencia que pudiera conservar», pudiera resultar útil o conveniente su enjuiciamiento, aun cuando haya sido derogada (SSTC 385/1993, de 23 de diciembre, FJ 2; y 68/2007, de 28 de marzo, FJ 4).

Pues bien, no cabe duda de que, con relación a la Ley 50/1998, es necesario que este Tribunal Constitucional se pronuncie porque una parte importante de los motivos alegados por los Diputados recurrentes afectan al procedimiento legislativo de aprobación de la ley y a su contenido posible, por lo que la eventual derogación o modificación de alguna de las normas contenidas en esta disposición legal no incidiría en el control de los vicios de validez en que pudiera haberse incurrido al momento de su aprobación, con lo cual subsiste el interés constitucional de velar por el recto ejercicio de la potestad legislativa. En efecto, «es función esencial de esta jurisdicción garantizar “la primacía de la Constitución” (art. 27.1 LOTC) y asegurar en todo momento, sin solución de continuidad, el correcto funcionamiento del sistema de producción normativa preconizado por la Norma fundamental, depurando y expulsando del ordenamiento las normas impugnadas que se aparten de dicho sistema, con independencia de que se encuentren o no en vigor cuando se declara su inconstitucionalidad. Es la pureza misma del ordenamiento jurídico la que se ventila en esta sede jurisdiccional, y ello ha de decidirse en términos de validez o invalidez ex origine de las normas impugnadas, sin atender a su vigencia o derogación en el momento en que se pronuncia el fallo constitucional» (SSTC 137/2003, de 3 de julio, FJ 2; 108/2004, de 30 de junio, FJ 4; y 189/2005, de 7 de julio, FJ 2, aunque con relación al control de los requisitos del decreto-ley).

3. Tras hacer los Diputados recurrentes una serie de afirmaciones sobre la Ley 50/1998 como –según lo denominan– «expresión patológica de un fenómeno patológico del ordenamiento jurídico constituido por la legislación de coyuntura», a las que se ha hecho referencia en la letra a) del antecedente primero de esta Sentencia, el primer bloque de vulneraciones que le imputan se fundamenta, a su juicio, en la imposibilidad constitucional de la existencia de una ley ordinaria que, con carácter anual y contenido impredecible, opere sobre la totalidad del ordenamiento jurídico. De esta manera, el hecho de que la ley impugnada haya sido aprobada a través del correspondiente procedimiento legislativo no sirve –en su opinión– como justificación constitucional suficiente de su existencia, de la misma manera que tampoco es admisible el uso de cualquier técnica legislativa, so pena de infringir los principios democrático (art. 1 CE) y de seguridad jurídica (art. 9.3 CE). No es posible –añaden– que la ley impugnada modifique setenta y seis leyes, siete decretos legislativos y seis decretos-leyes, por el solo hecho de ser una ley posterior. Cuando el constituyente quiso reconocer la existencia de leyes con una función y objeto específico, así lo hizo (como sucede, por ejemplo, con la ley de presupuestos generales del Estado) y, sin embargo, no previó una ley como la impugnada, por lo que, aun no habiéndola prohibido, ello no quiere decir que la permita al tratarse de una ley cuyo único fundamento es la titularidad por las Cortes de la potestad legislativa.

A este respecto, «convendrá observar, una vez más, que en un plano hay que situar las decisiones políticas y el enjuiciamiento político que tales decisiones merezcan, y en otro plano distinto la calificación de inconstitucionalidad, que tiene que hacerse con arreglo a criterios estrictamente jurídicos» (STC 11/1981, de 8 de abril, FJ 7). De este modo, la reprobación que hacen los recurrentes en punto al uso de este tipo de leyes es un juicio de evidente valor político, pero no convierte per se a la norma, desde el punto de vista jurídico-constitucional, en contraria a la Constitución al no haber sobrepasado ninguno de sus límites explícitos o implícitos. Ciertamente, el recurso al uso de disposiciones legislativas como la que nos ocupa, dotadas de una gran heterogeneidad, tramitadas además por el procedimiento de urgencia, puede afectar en cierta manera al ejercicio efectivo del derecho a la participación política de los poderes estatuidos. Ahora bien, la eventual existencia de esa afectación, derivada de la forma en la que las Cortes Generales optan por desarrollar su competencia legislativa, en el caso objeto de debate no se ha demostrado sea sustancial. Por ello no puede imputarse a tal plasmación de la competencia legislativa de falta de legitimación democrática ni en su ejercicio ni en su resultado, razón por la cual, aunque la opción elegida pueda ser eventualmente criticable desde el punto de vista de la técnica jurídica, en modo alguno lo es desde la perspectiva constitucional.

Como señalamos en la STC 76/1983, de 5 de agosto, no cabe duda de «que las Cortes Generales, como titulares “de la potestad legislativa del Estado” (art. 66.2 de la Constitución), pueden legislar en principio sobre cualquier materia sin necesidad de poseer un título específico para ello, pero esta potestad tiene sus límites, derivados de la propia Constitución» (FJ 4). Y si, en lo que ahora interesa, existe un límite que deriva del texto constitucional con relación a las disposiciones legislativas, aunque éste no es absoluto, es el que previene frente a su singularidad, como antónimo de su generalidad. Las leyes tienen que tender a la generalidad, tanto formal como materialmente, siendo la excepción las «leyes singulares» o «leyes de caso único», esto es «aquellas dictadas en atención a un supuesto de hecho concreto y singular, que agotan su contenido y eficacia en la adopción y ejecución de la medida tomada por el legislador ante ese supuesto de hecho, aislado en la ley singular y no comunicable con ningún otro» (SSTC 166/1986, de 19 de diciembre, FJ 10; y 48/2003, de 12 de marzo, FJ 14; en el mismo sentido, ATC 291/1997, de 22 de julio). Esto supone que «el dogma de la generalidad de la ley no es obstáculo insalvable que impida al legislador dictar, con valor de ley, preceptos específicos para supuestos únicos o sujetos concretos», aunque, eso sí, esas leyes singulares no vienen a constituir el ejercicio normal de la potestad legislativa, «sino que se configuran como ejercicio excepcional de esta potestad» (STC 166/1986, de 19 de diciembre, FJ 10). En efecto, «[e]n la Constitución Española no existe precepto, expreso o implícito, que imponga una determinada estructura formal a las Leyes, impeditiva de que éstas tengan un carácter singular, si bien consagra principios, que obligan a concebir dichas Leyes con la naturaleza excepcional» (STC 166/1986, de 19 de diciembre, FJ 11).

De manera análoga, podemos afirmar ahora que el dogma de la deseable homogeneidad de un texto legislativo no es obstáculo insalvable que impida al legislador dictar normas multisectoriales, pues tampoco existe en la Constitución precepto alguno, expreso o implícito, que impida que las leyes tengan un contenido heterogéneo. El único límite que existe en nuestro ordenamiento jurídico a las leyes de contenido heterogéneo es el previsto en la Ley Orgánica 3/1984, de 26 de marzo, reguladora de la iniciativa legislativa popular, que acoge como una de las causas de inadmisión de esa iniciativa «[e]l hecho de que el texto de la proposición verse sobre materias diversas carentes de homogeneidad entre sí» [art. 5.2 c)]. Ahora bien, al margen de ese supuesto, el intentar basar la inconstitucionalidad de este tipo de normas en el hecho de no estar previstas en el texto constitucional –como hacen los Diputados recurrentes– supone invertir los términos del debate que debe circunscribirse a comprobar si, de un lado, se encuentran prohibidas; y a si, de otro lado, de no encontrarse prohibidas, sin embargo, sí se encuentran limitadas en su uso o contenido.

Descartada ya la existencia de prohibición alguna en el texto constitucional a la existencia de las leyes complejas [así denominábamos, por ejemplo, en la STC 126/1987, de 16 de julio, a la Ley 5/1983, de 29 de junio, de medidas urgentes en materia presupuestaria, financiera y tributaria, que contenía «normas relativas a las operaciones financieras del sector público, normas de contratación y normas tributarias» (FJ 5)], multisectoriales o de contenido heterogéneo, resta por determinar si existe algún límite a su uso o contenido, debiendo responderse a esta cuestión también de forma negativa, pues la Constitución no prevé que el principio de competencia o especialidad obligue a que sólo puedan aprobarse constitucionalmente normas homogéneas que se refieran a una materia concreta. A este respecto hay que señalar que no cabe duda de que sería una técnica más perfecta la de circunscribir el debate político de un proyecto de ley a una materia específica, lo que alentaría una mayor especialización del mismo y, posiblemente, una mejor pureza técnica del resultado. Sin embargo, los reparos que pudieran oponerse a la técnica de las leyes multisectoriales, por su referencia a un buen número de materias diferentes, no dejan de ser en muchas ocasiones otra cosa que una objeción de simple oportunidad, sin relevancia, por tanto, como juicio de constitucionalidad stricto sensu, tanto más cuanto que una y otra norma legal son obra del legislador democrático.

Por tanto, aun aceptando que una ley como la impugnada puede ser expresión de una deficiente técnica legislativa, no por ello cabe inferir de modo necesario una infracción de la Constitución habida cuenta que el juicio de constitucionalidad que corresponde hacer a este Tribunal «no lo es de técnica legislativa» [SSTC 109/1987, de 29 de junio, FJ 3 c); y 195/1996, de 28 de noviembre, FJ 4], ni de «perfección técnica de las leyes» (SSTC 226/1993, de 8 de julio, FJ 4), pues nuestro control «nada tiene que ver con su depuración técnica» (SSTC 226/1993, de 8 de julio, FJ 5; y 195/1996, de 28 de noviembre, FJ 4). Como señala el Abogado del Estado, la Ley 50/1998 es una ley ordinaria que no está necesitada de ninguna previsión constitucional para ser dictada ni se ve constreñida tampoco por ningún mandato constitucional. En sentido similar, apunta el representante del Senado, la ley ordinaria, como ley que emana de las Cortes Generales, puede entrar a regular cualquier materia no expresamente asignada a otro tipo legislativo, y es que, del bloque de la constitucionalidad no se deriva ni impedimento alguno para que se puedan aprobar lo que califica como «leyes transversales», ni exigencia de ninguna clase que imponga que cada materia deba ser objeto de un proyecto independiente, dado que las formas de manifestarse la voluntad de las Cámaras sólo tendrán un carácter limitado cuando así se derive del propio texto constitucional.

En consecuencia, ningún óbice existe desde el punto de vista constitucional que impida o limite la incorporación a un solo texto legislativo, para su tramitación conjunta en un solo procedimiento, de multitud de medidas normativas de carácter heterogéneo.

4. Los recurrentes imputan a continuación a la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, la alteración del sistema de fuentes pues, a su juicio, su relación con otras leyes no se basa ni en el principio de jerarquía ni en el de competencia, sino simplemente en el de ser una ley posterior. A este respecto debe señalarse antes de nada que nuestro análisis debe discernir entre la relación de la Ley 50/1998 y la ley de presupuestos generales del Estado, dada la específica regulación constitucional de esta última, y las relaciones entre la misma Ley 50/1998 y las leyes ordinarias a las que afecta.

Resulta evidente, en primer lugar, que la relación entre la ley de presupuestos generales del Estado y las restantes leyes ordinarias, entre las que se cuenta la ley impugnada, se desenvuelve en términos del principio de competencia. La ley de presupuestos generales del Estado es una norma directamente vinculada a la Constitución que le ha encomendado una regulación en términos exclusivos por lo que su contenido queda fuera del alcance de cualquier otra norma jurídica. Estamos, pues, en presencia de una norma cuya posición en el actual sistema de fuentes del Derecho se explica con el criterio de la competencia. En efecto, en indudable conexión con la potestad legislativa ordinaria del Estado (art. 66.2 CE), con la reserva de ley en materia tributaria (art. 31.3 CE), con la asignación equitativa del gasto público (art. 31.2 CE) y con la competencia exclusiva del Estado en materia de «hacienda general» (art. 149.1.14 CE), el art. 134.1 CE atribuye a las Cortes Generales el examen, enmienda y aprobación de los presupuestos generales del Estado mediante una ley ordinaria «de contenido constitucionalmente definido» (por todas, SSTC 76/1992, de 14 de mayo, FJ 4; 274/2000, de 15 de noviembre, FJ 4; y 3/2003, de 16 de enero, FJ 4), a la que no sólo confiere una función específica –la de incluir «la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal» (art. 134.2 CE)– sino también una finalidad constitucionalmente definida: la de ser un instrumento de dirección y orientación de la política económica del Gobierno (entre muchas, SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 2; 234/1999, de 16 de diciembre, FJ 4; 274/2000, de 15 de noviembre, FJ 4; 67/2002, de 21 de marzo, FJ 3; y 3/2003, de 16 de enero, FJ 4).

Ahora bien, si bien es cierto que «puede hablarse en propiedad de la existencia en la Constitución de una reserva de un contenido de ley de presupuestos» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 4), en la medida que la Constitución atribuye a una ley específica la regulación de los Presupuestos Generales del Estado, también lo es que dicha materia sólo puede ser regulada por la ley de presupuestos generales del Estado. De esta manera, el núcleo de la ley de presupuestos generales del Estado y el núcleo de las restantes leyes ordinarias están presididos por el principio de competencia o de especialidad correspondiendo, por tanto, a disposiciones normativas diferentes delimitar su contenido. En efecto, aunque el propio texto constitucional prevé en su art. 134.5 la posibilidad de que el Parlamento modifique los presupuestos a iniciativa del Gobierno («aprobados los Presupuestos Generales del Estado, el Gobierno podrá presentar proyectos de ley que impliquen aumento del gasto público o disminución de los ingresos correspondientes al mismo ejercicio presupuestario»), «[e]s claro que, por la propia naturaleza, contenido y función que cumple la ley de presupuestos, el citado art. 134.5 CE no permite que cualquier norma modifique, sin límite alguno, la autorización por el Parlamento de la cuantía máxima y el destino de los gastos que dicha ley establece. Por el contrario, la alteración de esa habilitación y, en definitiva, del programa político y económico anual del Gobierno que el presupuesto representa, sólo puede llevarse a cabo en supuestos excepcionales, concretamente cuando se trate de un gasto inaplazable provocado por una circunstancia sobrevenida. Admitir lo contrario, esto es, la alteración indiscriminada de las previsiones contenidas en la Ley de presupuestos por cualquier norma legal, supondría tanto como anular las exigencias de unidad y universalidad presupuestarias contenidas en el art. 134.2 CE» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 5). Dicho de otro modo, «la Constitución y las normas que integran el bloque de la constitucionalidad establecen una reserva material de la ley de presupuestos –la previsión de ingresos y autorizaciones de gastos para un año–, reserva que, aun cuando no excluye que otras normas con contenido presupuestario alteren la cuantía y destino del gasto público autorizados en dicha ley, sí impide una modificación de la misma que no obedezca a circunstancias excepcionales» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 9). En consecuencia, la ley ordinaria que, no respondiendo a la previsión del art. 134.5 CE, tenga como objeto el contenido reservado a la ley de Presupuestos por el art. 134.2 CE incurrirá en vicio de inconstitucionalidad, no por contradecir la ley del mismo rango, sino por invadir una materia que constitucionalmente le ha sido vedada al estar atribuida privativamente por el propio texto constitucional a otra disposición normativa, en concreto, a la ley de presupuestos generales del Estado [así sucedió, por ejemplo, con la Ley del Parlamento Vasco 1/2002, de 23 de enero (STC 3/2003, FJ 11)].

Pues bien, ninguna de las disposiciones impugnadas de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, reviste una naturaleza presupuestaria que deba integrar necesariamente el contenido esencial o propio de las leyes de presupuestos por lo que, desde este punto de vista, no merece reproche alguno de constitucionalidad.

En segundo lugar, las relaciones entre la Ley 50/1998 y las leyes ordinarias a las que aquélla afecta, no tratándose de materias reservadas por la Constitución a leyes específicas, como hemos anticipado antes, se basan en la estricta aplicación del criterio de sucesión temporal de leyes lex posterior derogat priori, de modo tal que cualquier ley posterior del mismo rango puede abordar su regulación. Criterio cuya aplicación no se ve en nada afectado por el contenido heterogéneo de la Ley 50/1998, que en modo alguno modifica su rango o naturaleza. En efecto, de la misma manera que en las relaciones entre la Constitución y las restantes disposiciones normativas opera el criterio de sucesión temporal citado, y no sólo por la condición de «ley superior» de aquélla sino también por la de ser una «ley posterior» (STC 4/1981, de 2 de febrero, FJ 5), que «da lugar a la derogación de las leyes y disposiciones anteriores opuestas a la misma» (STC 9/1981, de 31 de marzo, FJ 3), ningún óbice constitucional existe para aplicar el mismo criterio de sucesión temporal a las relaciones entre leyes del mismo rango y naturaleza, de modo que tal y como recuerda «la regla general prevista en el art. 2 del Código civil» sólo se deroguen «por otra norma posterior» (STC 34/2005, de 17 de febrero, FJ 5); derogación que no sólo «tendrá el alcance que expresamente se disponga» sino que «se extenderá siempre a todo aquello que en la ley nueva, sobre la misma materia, sea incompatible con la anterior» (apartado 2 del art. 2 Código civil), y ello con independencia del contenido más o menos homogéneo o heterogéneo de la ley posterior.

En suma, el contenido heterogéneo de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, no modifica su naturaleza de ley ordinaria, ni, por ende, altera su relación con las demás normas que integran el Ordenamiento jurídico, por lo que debe rechazarse que haya alterado el sistema de fuentes establecido por nuestra Constitución.

5. Para los Diputados recurrentes una disposición general de la naturaleza de la Ley 50/1998 infringe el principio democrático, el pluralismo político, la separación de poderes y los derechos de las minorías (arts. 1.1 y 66, ambos de la Constitución). Esta afirmación la basan en el hecho de que el proceso legislativo ordinario es la vía para la participación de las minorías, al exigir el principio democrático que la minoría pueda hacer propuestas y expresarse sobre las de la mayoría. Pues bien, consideran que al actuar la mayoría parlamentaria como Gobierno en sede parlamentaria está desconociendo su función, al ignorar a la otra parte del Parlamento, representación popular de la minoría de los ciudadanos. De esta manera (aunque la Ley 50/1998 sea una ley en sentido material), según los recurrentes, se confunde la elaboración normativa de la ley por el Parlamento con la elaboración normativa de esa misma ley por el Gobierno, de modo tal, que puede considerarse a la Ley 50/1998 sólo como una ley en sentido formal ya que la función del legislador se reduce a dar una simple autorización.

Debe rechazarse, antes de nada, la existencia de la vulneración de la Constitución denunciada sobre la base de imputaciones genéricas supuestamente atentatorias de principios constitucionales. Hay que tener en cuenta que la ley es el fruto de la potestad legislativa del Estado que la Constitución atribuye a las Cortes Generales (art. 66.2 CE), a través de sus Cámaras: el Congreso y el Senado (art. 66.1 CE), siendo la expresión máxima de la voluntad popular a la que aquellas están llamadas a representar (art. 66.1 CE). Precisamente, el principio constitucional democrático, «manifestación de la soberanía popular» (STC 119/1995, de 17 de julio, FJ 3), al que los Diputados recurrentes apelan, y, que el texto constitucional consagra en su art. 1.1, es el que legitima la actuación legislativa del Estado y se convierte en la pauta de su ejercicio. La Constitución, como expresión auténtica de la voluntad soberana de pueblo español, ha consagrado un sistema parlamentario en el que en la formación de voluntad de sus Cámaras se prioriza al Congreso sobre el Senado (art. 90 CE).

En efecto, la iniciativa de ese procedimiento legislativo corresponde –entre otros órganos constitucionales– al Gobierno (art. 87.1 CE), a través de la aprobación de un proyecto de ley en Consejo de Ministros (art. 88 CE), quien lo someterá al Congreso de los Diputados (art. 88), siendo considerado, después, por el Senado (art. 90.1), para, tras su aprobación como ley por las Cortes Generales, ser sancionada y promulgada por el Rey (art. 91) y publicada en el «Boletín Oficial de Estado» (STC 179/1989, de 2 de noviembre, FJ 2). Ahora bien, también la Constitución ha atribuido, de un lado, al Congreso de los Diputados la elección del candidato a la Presidencia del Gobierno para su nombramiento por el Rey (art. 99 CE), y, de otro, al Presidente del Gobierno, la elección de los miembros del Gobierno, también para su nombramiento por el Rey (art 100 CE). De esta manera, es factible que la misma mayoría parlamentaria que ha elegido al candidato a la Presidencia del Gobierno sea también la que acepte o rechace las propuestas que el Gobierno articula a través de los proyectos de ley que, en un momento dado, somete a la consideración de las Cortes.

El principio democrático consagrado por nuestra Constitución (art. 1.1) impone que la formación de la voluntad de las Cortes Generales se articule a través de un procedimiento cuyos rasgos estructurales ha prescrito el texto constitucional. No cabe duda, sin embargo, de que el sistema establecido conduce inevitablemente a una tensión característica derivada de la doble condición de los grupos parlamentarios como instrumentos al servicio del ejercicio democrático, de un lado, para la aprobación de los proyectos de ley presentados a las Cámaras, y de otro, para promover el nombramiento de quien preside el Gobierno y, por tanto, de quien articula sus propuestas a través de esos proyectos. Pero esa tensión, o conexión funcional, como viene a señalar el representante del Senado, no desvirtúa el procedimiento legislativo y, en consecuencia, no convierte en inconstitucional el sistema, ni tampoco a las facultades constitucionales que lo integran, tanto más cuanto quela aplicación de principio mayoritario y, por tanto, la consecución de una determinada mayoría como fórmula para la integración de voluntades concurrentes, es el instrumento por el que ha optado nuestra Constitución para encauzarla voluntad de los ciudadanos. De esta forma se canaliza el ejercicio de la soberanía popular participando los ciudadanos en los asuntos públicos a través de sus representantes elegidos mediante las elecciones (STC 157/1991, de 15 de julio, FJ 4). Los grupos parlamentarios y el principio mayoritario son, entonces, vitales para el funcionamiento del sistema democrático y de la supremacía del Parlamento, convirtiéndose precisamente así, uno y otro, en la garantía del principio democrático participativo que informa la Constitución, «manifestación, a su vez, de la soberanía popular» (STC 167/2001, de 16 de julio, FJ 5) y «que reclama la mayor identidad posible entre gobernantes y gobernados» (STC 12/2008, de 29 de enero, FJ 5).

En suma, «nuestra Constitución ha instaurado una democracia basada en el juego de las mayorías, previendo tan sólo para supuestos tasados y excepcionales una democracia de acuerdo basada en mayorías cualificadas o reforzadas»[SSTC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 21 A); 127/1994, de 5 de mayo, FJ 3 A) a); y 124/2003, de 19 de junio, FJ 11], de modo tal que, como señala el representante del Senado, el procedimiento legislativo se ha ordenado con arreglo al denominado principio mayoritario que constituye una «afirmación del principio democrático, respecto del cual toda mayoría cualificada … debe mantenerse en términos de excepción a la regla» (STC 212/1996, de 19 de diciembre, FJ 11), al ser excepcional «la exigencia de mayoría absoluta y no la simple para su votación y decisión parlamentaria» [SSTC 160/1987, de 27 de octubre, FJ 2; y 127/1994, de 5 de mayo, FJ 3 A)], como así ha sucedido en el procedimiento legislativo de la Ley 50/1998, razón por la cual debe rechazarse la primera objeción que desde esta óptica hacen los recurrentes a la norma impugnada.

6. A juicio de los recurrentes la Ley 50/1998 es inconstitucional también por violar el derecho de enmienda previsto en el art. 90.2 CE. Señalan a este respecto que en la tramitación parlamentaria de la Ley 50/1998 se añadieron, en ambas Cámaras, importantes enmiendas aprobadas con el apoyo del grupo mayoritario. En relación con este extremo, consideran que la introducción de enmiendas en el Senado por el grupo mayoritario supone una restricción objetiva al derecho de la minoría, pues dichas enmiendas no permiten más que su discusión –para su aceptación, rechazo o transacción– pero impiden la participación de las minorías para presentar otras enmiendas de sentido distinto a las de la mayoría. Para los Diputados recurrentes este problema se evitaría de haberse previsto la medida objeto de enmienda en el proyecto de ley o de haberse introducido la enmienda por el grupo mayoritario en el Congreso. Así, tras concretar dos casos de uso del derecho de enmienda por la mayoría parlamentaria –según se ha dejado constancia en los antecedentes– concluyen señalando que la posibilidad de introducir en el Senado enmiendas al texto aprobado por el Congreso de los Diputados, de conformidad con el art. 90.2 CE, no es un derecho absoluto, sino que debe cohonestarse con el principio democrático que se ve vulnerado a través de la limitación del derecho de las minorías y la identificación del derecho de la mayoría con el Gobierno, de modo tal que las enmiendas senatoriales, en la medida que sólo pueden ser aceptadas o rechazadas por el Congreso, suponen apartarlo de la función legislativa a que se refiere el art. 66.2 CE, lesionándose el art. 23.2 CE, al impedir a los Diputados recurrentes el ejercicio de su facultad de enmienda.

Para dar respuesta a esta nueva vulneración denunciada por los Diputados recurrentes procede analizar la posición que ocupa el derecho de enmienda dentro del ejercicio de la potestad legislativa que la Constitución atribuye a las Cortes Generales (art. 66.2 CE), para lo cual, no sólo debemos acudir a las disposiciones que sobre el particular recoge el texto constitucional, sino también a aquellas otras que puedan estar integradas en el denominado «bloque de la constitucionalidad» y que, por tanto, se erigen en parámetro de apreciación de la constitucionalidad de las leyes, disposiciones o actos con fuerza de ley (STC 247/2007, de 12 de diciembre, FJ 6). Entre esas disposiciones se encuentran las de los reglamentos parlamentarios, «que en algunos supuestos pueden ser considerados como normas interpuestas entre la Constitución y las leyes y, por ello, en tales casos, son condición de la validez constitucional de estas últimas» (STC 227/2004, de 29 de noviembre, FJ 2). De esta manera, aunque el art. 28.1 LOTC no mencione los reglamentos parlamentarios entre aquellas normas cuya infracción puede acarrear la inconstitucionalidad de la ley, «no es dudoso que, tanto por la invulnerabilidad de tales reglas de procedimiento frente a la acción del legislador como, sobre todo, por el carácter instrumental que esas reglas tienen respecto de uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento, el del pluralismo político (art. 1.1 C.E.), la inobservancia de los preceptos que regulan el procedimiento legislativo podría viciar de inconstitucionalidad la ley cuando esa inobservancia altere de modo sustancial el proceso de formación de voluntad en el seno de las Cámaras» [SSTC 99/1987, de 11 de junio, FJ 1 a); y 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 5].

Por otra parte, en el ejercicio de la autonomía reglamentaria que la Constitución reserva a las Cámaras (art. 72 CE) les corresponde «una función ordenadora de la vida interna de las Asambleas» (SSTC 227/2004, de 29 de noviembre, FJ 2; y 49/2008, de 9 de abril, FJ 15), para regular su propia organización y funcionamiento [SSTC 141/1990, de 20 de septiembre, FJ 2; 40/2003, de 27 de febrero, FJ 2 a); 208/2003, de 1 de diciembre, FJ 4 b); 89/2005, de 18 de abril, FJ 2 c); 90/2005, de 18 de abril, FJ 2 c); 78/2006, de 13 de marzo, FJ 3 a); y 242/2006, de 24 de julio, FJ 4], para ordenar los derechos y atribuciones que los parlamentarios ostentan [SSTC 203/2001, de 15 de octubre, FJ 2; 177/2002, de 14 de octubre, FJ 3; 40/2003, de 27 de febrero, FJ 2 a); 208/2003, de 1 de diciembre, FJ 4 b); 89/2005, de 18 de abril, FJ 2 b); 90/2005, de 18 de abril, FJ 2 b); 141/2007, de 18 de junio, FJ 5; y 49/2008, de 9 de abril, FJ 15], así como para articular las fases o procedimientos que se desarrollan en su seno (SSTC 234/2000, de 3 de octubre, FJ 12; y 49/2008, de 9 de abril, FJ 15).

Fijado el parámetro de control, es necesario recordar, una vez más, que el art. 66.2 CE atribuye a las Cortes Generales el ejercicio de la potestad legislativa, siendo éstas «el órgano que sirve de instrumento para el ejercicio por los ciudadanos de la soberanía participando en los asuntos públicos por medio de representantes» [STC 78/2006, de 13 de marzo, FJ 3 a)], al haber diseñado nuestro texto constitucional «un sistema de participación política de los ciudadanos en el que priman los mecanismos de democracia representativa sobre los de participación directa» (STC 76/1994, de 14 de marzo, FJ 3). Ahora bien, el procedimiento ordinario de elaboración de las leyes que sirve de instrumento al ejercicio de esa potestad no es de objeto indeterminado, pues el texto constitucional atribuye la iniciativa o la propuesta de iniciativa y, por tanto, confiere el derecho a su ejercicio, a una serie de legitimados [al Gobierno, al Congreso y al Senado (art. 87.1 CE), a las Asambleas de las Comunidades Autónomas (art. 87.2 CE) y a la iniciativa popular (art. 87.3 CE)], únicos habilitados para promover la tramitación y aprobación de disposiciones legislativas a través de las cuales articular la voluntad del pueblo. Los proyectos de ley del Gobierno (art. 88 CE) y las proposiciones de ley de los restantes legitimados (art. 89.1 CE), como forma de articular la iniciativa legislativa son, pues, el «instrumento para poner en movimiento el procedimiento legislativo, … forzar el debate político y obligar a que los distintos grupos políticos tengan que tomar expreso partido sobre la oportunidad de regular mediante ley una determina materia» (STC 124/1995, de 18 de julio, FJ 3, con relación a las proposiciones de ley). Con ello la Constitución está atribuyendo a aquellos legitimados el derecho «a suscitar el debate parlamentario sobre una materia determinada mediante el recurso a la iniciativa legislativa» [STC 38/1999, de 22 de marzo, FJ 3 B), con relación a las iniciativas legislativas de origen parlamentario]. En suma, la iniciativa legislativa no sólo es una forma de participación de los legitimados en la potestad legislativa de las Cámaras parlamentarias, sino también un instrumento eficaz en sus manos que les permite obligar a que el Parlamento se pronuncie sobre la oportunidad o no de regular «una determinada materia» [SSTC 124/1995, de 18 de julio, FJ 3; y 38/1999, de 22 de marzo, FJ 3 B)].

La materia y el objeto del procedimiento lo delimita, pues, el autor de la iniciativa legislativa, de modo tal que, cumplidos los requisitos reglamentariamente exigidos para su admisión a trámite [SSTC 124/1995, de 18 de julio, FJ 2; y 38/1999, de 22 de marzo, FJ 2 B)], el procedimiento debe contraerse al mismo y actuarse en su marco, sin perjuicio, de que a través del ejercicio del derecho de enmienda los representantes de los ciudadanos puedan incidir en el texto de la iniciativa, rechazándolo (enmienda de totalidad con devolución del texto), alterándolo (enmienda de totalidad con proposición de texto alternativo) o modificándolo (enmiendas parciales de modificación, supresión o adición). Eso sí, en ningún caso, el derecho de enmienda al articulado puede desnaturalizar la oportunidad, principios o espíritu del proyecto o proposición de ley, una vez superado el debate de las enmiendas a la totalidad [arts. 109, 110 y 126 del Reglamento del Congreso de los Diputados (RCD), y 106 del Reglamento del Senado (RS)] o, en su caso, una vez superado el debate de toma en consideración (arts. 125 a 127 RCD y 108 RS). Debe tenerse en cuenta que tanto la iniciativa legislativa como el procedimiento parlamentario son instrumentos al servicio de la participación política y, por tanto, cauce para el ejercicio de la soberanía popular del conjunto de los ciudadanos en el Estado democrático participando en los asuntos públicos a través de sus representantes. Por esta razón, el ejercicio de la potestad legislativa de las Cámaras debe contraerse a la materia y objeto de la iniciativa legislativa presentada por quien está legitimado para ello.

Dado que la Constitución sólo hace referencia explícita a la facultad de enmendar del Senado (art. 90.2 CE), es en los Reglamentos del Congreso de los Diputados (de 10 de febrero de 1982) y del Senado (texto refundido de 3 de mayo de 1994) donde se desarrolla esta fase procedimental. En este sentido, la facultad de presentar enmiendas a los proyectos y proposiciones de ley, de acuerdo con los reglamentos de las Cámaras, se extiende a la totalidad o al articulado (art. 110.2 RCD y 107.2 RS), y corresponde tanto a los Grupos Parlamentarios como a los Diputados y Senadores que las integran (art. 110.1 RCD y 107.1 RS), perteneciendo dicha facultad al núcleo de su función representativa parlamentaria. Eso sí, dichas enmiendas, cuando sean a la totalidad –de devolución o con propuesta de texto alternativo–, sólo podrán ser presentadas por los Grupos Parlamentarios y deberán versar «sobre la oportunidad, los principios o el espíritu del proyecto de ley» (art. 110.3 RCD), y, cuando sean al articulado, «podrán ser de supresión, modificación o adición» (art. 110.4 RCD). Por lo demás, si, con carácter general (excepción hecha de cuando el Senado actúa como Cámara de primera lectura ex art. 74.2 CE), las enmiendas del Congreso versarán sobre el texto de los proyectos o proposiciones de ley que constituyen el objeto de la iniciativa legislativa (art. 110.1 RCD), las del Senado se referirán al texto de los proyectos o proposiciones de ley aprobados por el Congreso de los Diputados y remitidos por éste al Senado (arts. 90.2 CE, 104.1 y 107.1 RS).

7. Una vez delimitado el marco normativo en el que se desenvuelve el ejercicio de la facultad de enmendar los textos de los proyectos o proposiciones de ley es necesario hacer una breve referencia a la doctrina de este Tribunal sobre la regularidad constitucional de dicho ejercicio, recientemente reformulada en la STC 119/2011, de 5 de julio.

Aunque este Tribunal había señalado que «no existe ni en la Constitución ni en los Reglamentos de ambas Cámaras norma alguna que establezca una delimitación material entre enmienda y proposición de ley» [STC 99/1987, de 11 de junio, FJ 1 b)] y que los arts. 90.2 CE y 107 RS «no limitan el alcance de las enmiendas senatoriales que modifiquen el texto del proyecto enviado por el Congreso de los Diputados» (STC 194/2000, de 19 de julio, FJ 3), sin embargo, también había afirmado que uno de los requisitos de los que debe revestirse el ejercicio de la facultad de enmendar es el de que «versen sobre la materia a que se refiere el proyecto de ley que tratan de modificar», de modo tal que haya una «correlación entre proyecto y enmienda» (STC 23/1990, de 15 de febrero, FJ 5). Correlación material entre la enmienda y el texto enmendado, indicábamos, que «es inherente al carácter subsidiario o incidental, por su propia naturaleza, de toda enmienda respecto al texto enmendado», no bastando para cumplir con este requisito «una genérica correlación material entre la enmienda y el texto enmendado», al ser necesario no sólo «que se inscriban en el mismo sector material», sino también «que verse sobre el mismo objeto que el del texto enmendado» o, lo que es lo mismo, que haya «una relación de homogeneidad» entre las enmiendas y el texto enmendado y que aquéllas sean «congruentes» con éste (ATC 118/1999, de 10 de mayo, FJ 4).

Con el objeto de revisar y clarificar la anterior doctrina, la reciente STC 119/2011, de 5 de julio, ha analizado las diferentes resoluciones dictadas en la materia, tanto en procesos de control de constitucionalidad de disposiciones con rango de ley como en recursos de amparo, concluyendo, en primer lugar, y con carácter general, que desde la perspectiva constitucional cabe extraer una «exigencia general de conexión u homogeneidad entre las enmiendas y los textos a enmendar» que derivaría «del carácter subsidiario que, por su propia naturaleza, toda enmienda tiene respecto al texto enmendado», habida cuenta que «la enmienda, conceptual y lingüísticamente, implica la modificación de algo preexistente, cuyo objeto y naturaleza ha sido determinado con anterioridad», razón por la cual, «[l]a enmienda no puede servir de mecanismo para dar vida a una realidad nueva, que debe nacer de una, también, nueva iniciativa» (FJ 6).

En segundo término, y en lo que se refiere específicamente al Senado, «que la intención del constituyente es que la aprobación de los textos legislativos se produzca siempre, en primer lugar, en el Congreso», por lo que «parece lógico concluir que la facultad de enmienda senatorial a la que se refiere el art. 90.2 CE se entendió, al elaborar la Constitución, limitada a las enmiendas que guarden una mínima relación de homogeneidad material con los proyectos de ley remitidos por el Congreso», ya que «[e]sta interpretación es, sin duda, la que mejor se adecua a las disposiciones constitucionales que regulan la facultad de iniciativa legislativa del Senado y el procedimiento legislativo general». «Por tanto, incluso en los supuestos en que el reglamento de la Cámara legislativa correspondiente … guarde silencio sobre la posibilidad de que la Mesa respectiva verifique un control de homogeneidad entre las enmiendas presentadas y la iniciativa legislativa a enmendar, esta exigencia se deriva del carácter subsidiario que toda enmienda tiene respecto al texto enmendado, de la lógica de la tramitación legislativa y de una lectura conjunta de las previsiones constitucionales sobre el proceso legislativo» (FJ 6).

Por último, «que para determinar si concurre o no esa conexión material o relación de homogeneidad entre la iniciativa legislativa y la enmienda presentada, el órgano al que reglamentariamente corresponda efectuar ese análisis contará con un amplio margen de valoración», sin olvidar «que esta valoración debe hacerse en el seno de un procedimiento, el procedimiento legislativo en el que las dos Cámaras no están situadas en una misma posición», ya que «el Congreso y el Senado no actúan ni en el mismo momento ni son exactamente las mismas sus facultades formales dentro del proceso de adopción de la ley» (FJ 7).

8. A la vista de las disposiciones normativas analizadas y de la doctrina de este Tribunal Constitucional, nuestro punto de partida ha de ser que el derecho de enmienda al articulado, como forma de incidir en la iniciativa legislativa, debe ejercitarse en relación con ésta, cuya oportunidad y alcance sólo podrá cuestionarse a través de las enmiendas a la totalidad, si de un proyecto de ley se tratara, o en el debate de la toma en consideración, en el caso de las proposiciones de ley. Por esta razón, toda enmienda parcial tiene que tener un carácter subsidiario o incidental respecto del texto a enmendar, de modo que una vez que una iniciativa ha sido aceptada por la Cámara como texto de deliberación, no cabe alterar su objeto mediante las enmiendas al articulado. Con ello se evita que a través del procedimiento parlamentario se transmute el objeto de las propuestas presentadas por quienes están así legitimados para ello, aprovechando el procedimiento legislativo activado para la introducción ex novo de materias ajenas al mismo. En consecuencia, no caben enmiendas al articulado ajenas a la materia de la iniciativa, esto es, que no guarden una conexión de homogeneidad mínima con la misma.

Cuando el ejercicio del derecho de enmienda al articulado no respete dicha conexión mínima de homogeneidad con el texto enmendado se estará afectando, de modo contrario a la Constitución, al derecho del autor de la iniciativa (art. 87 CE), quien tiene la prerrogativa de decidir qué materias serán sometidas al conocimiento, debate, y, en su caso, aprobación de las Cortes Generales. Además, tal desviación en el ejercicio del derecho de enmienda parcial afecta al carácter instrumental del procedimiento legislativo (art. 66.2 CE) y, en consecuencia, a la función y fines asignados al ejercicio de la potestad legislativa por las Cámaras, provocando un vicio en el desarrollo del citado procedimiento que podría alcanzar relevancia constitucional, si alterase de forma sustancial el proceso de formación de voluntad en el seno de las Cámaras. Lo que ocurrirá si con tal alteración se pone en tela de juicio la participación de las minorías en dicho procedimiento, lo que, a su vez, podría provocar un déficit democrático en el proceso de elaboración de una norma que eventualmente pudiera contradecir el valor del pluralismo político sobre el que se fundamenta el ordenamiento constitucional del Estado democrático y que debe presidir necesariamente la tramitación de toda iniciativa legislativa (art. 1.1 CE). Y es que, de acuerdo con reiterada doctrina constitucional, no toda infracción de los reglamentos de las Cámaras y, por tanto, no toda violación del procedimiento legislativo, convierte en inconstitucional al resultado normativo final. En efecto, dado el carácter instrumental que tienen las reglas del procedimiento legislativo respecto de los valores superiores de nuestro ordenamiento, el principio democrático y el pluralismo político (art. 1.1 CE), la inobservancia de los preceptos que regulan el procedimiento legislativo sólo podrá viciar de inconstitucionalidad la ley «cuando esa inobservancia altere de modo sustancial el proceso de formación de voluntad en el seno de las Cámaras» [SSTC 99/1987, de 11 de junio, FJ 1 a); y 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 5]. Valores y principios que han de ser respetados también en la tramitación de las leyes que, como la impugnada, tengan un contenido heterogéneo, si bien en este caso la conexión de homogeneidad ha de entenderse de modo flexible que atienda también a su funcionalidad; y es que la pluralidad de las materias sobre las que versa en tales casos la iniciativa legislativa no las convierte en leyes de contenido indeterminado, ya que éste queda delimitado en el concreto texto presentado para su tramitación parlamentaria.

En todo caso, no cabe descartar que, en determinadas circunstancias, el uso indebido del derecho de enmienda en una Cámara pueda constituir también una limitación ilegítima al ejercicio de los derechos y facultades que integran el estatuto constitucionalmente relevante de los representantes políticos y, en consecuencia, tanto de su derecho a ejercer la función parlamentaria (art. 23.2 CE), como, en íntima conexión con éste, del derecho de participación ciudadana en los asuntos públicos (art. 23.1 CE), si es que priva a los representantes de los ciudadanos de ejercer con plenitud las funciones propias del cargo para el que han sido democráticamente designados. Hay que tener presente que uno y otro derecho «encarnan el derecho de participación política en el sistema democrático» (STC 210/2009, de 26 de noviembre, FJ 1). Ahora bien, de la misma manera que, como hemos señalado anteriormente, no toda violación del procedimiento legislativo convierte en inconstitucional al resultado normativo final, tampoco «toda infracción de los reglamentos de las Cámaras, per se, constituye una violación de derechos fundamentales susceptibles de tutela mediante el recurso de amparo de no redundar en una lesión constitucional» (STC 36/1990, de 1 de marzo, FJ 2), pues los posibles vicios en los que puedan incurrir los actos que se insertan en la tramitación del procedimiento legislativo sólo pueden constituir el objeto idóneo de un recurso de amparo cuando se trate de «preservar el derecho fundamental de participación» de quienes están legitimados en el mismo (ATC 135/2004, de 20 de abril, FJ 7), y no así, por ejemplo, ante vicios de una «insuficiente entidad» (STC 36/1990, de 1 de marzo, FJ 2) o cuando aun existiendo un vicio se han respetado los derechos de participación política de los parlamentarios y grupos parlamentarios (ATC 659/1987, de 27 de mayo, FJ 2).

En concreto, en el caso analizado en la citada STC 119/2011, de 5 de julio, hemos considerado lesionado el derecho de acceso a los cargos públicos en condiciones de igualdad (art. 23.2 CE) de una serie de Senadores, no sólo por haberse negado la Mesa del Senado «a valorar la existencia de homogeneidad entre la enmiendas propuestas y la iniciativa a enmendar», sino también por haberse constatado «la absoluta falta de homogeneidad» entre unas y otra (enmiendas de modificación del Código penal que no guardaban relación material alguna con el contenido de la Ley de arbitraje remitida por el Congreso de los Diputados). Ello supuso tanto «violentar la posición institucional del Senado» como lesionar «el derecho de los Senadores recurrentes a ejercer sus funciones en el marco del procedimiento legislativo establecido por la Constitución» al ver «restringidas sus posibilidades de deliberación sobre un nuevo texto que planteaba una problemática política por completo ajena a la que hasta el momento había rodeado al debate sobre la Ley de arbitraje, frente a la que no pudieron tomar una postura que se concretase en propuestas de enmienda o veto». Por tanto concluimos que «[l]a calificación como enmiendas de lo que, por carecer de relación alguna de homogeneidad con el texto enmendado, suponía en verdad una iniciativa legislativa nueva, impidió a los recurrentes utilizar los mecanismos previstos en el art. 90.2 CE, que constituyen la esencia de su función representativa como Senadores» (FJ 9).

Aplicando la doctrina expuesta al caso es claro que la vulneración aducida no puede conducir a declarar la inconstitucionalidad de la Ley 50/1998, como pretenden los Diputados recurrentes, dado que, como con acierto señala el Abogado del Estado, de haberse vulnerado la Constitución por este motivo lo habría sido exclusivamente en relación con aquellos preceptos que pudiesen adolecer del defecto denunciado. Los Diputados recurrentes sólo aluden, sin identificar siquiera los preceptos a que dieron lugar, ni llegar a impugnarlos, a dos supuestos que podían estar afectados por el vicio analizado (supuestos, además, dispares al referirse, uno a enmiendas introducidas en el Congreso y en el Senado sobre la participación de los entes locales en los tributos del Estado y el endeudamiento local, y el otro a una enmienda que introdujo correcciones técnicas en el art. 99 de la Ley 37/1998, de 16 de noviembre, de reforma de la Ley 24/1988, de 28 de julio, del mercado de valores, presentada en el Senado). Ahora bien, no es función de este Tribunal Constitucional la de investigar el contenido de la Ley 50/1998 a la búsqueda de los concretos preceptos respecto de los cuales se haya podido producir la situación denunciada en la demanda, por lo que debemos detener aquí nuestro análisis.

9. La siguiente infracción que imputan los Diputados recurrentes a la Ley 50/1998 es la del principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), que se habría producido por ser la citada disposición legal una ley de contenido indefinido, sin objeto predeterminado, cuya publicación formal en el diario oficial correspondiente no implica que las normas que contiene sean ciertas ni conocidas, habida cuenta que se trata de una ley de difícil accesibilidad y, sobre todo, en la que es difícil establecer cuáles de sus normas afectan al conjunto de los ciudadanos, a grupos de ellos o a individuos en particular.

Hemos dicho, con relación al principio de seguridad jurídica previsto en el art. 9.3 CE que ha de entenderse como la certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y los intereses jurídicamente tutelados (STC 15/1986, de 31 de enero, FJ 1), como la expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho (STC 36/1991, de 14 de febrero, FJ 5), o como la claridad del legislador y no la confusión normativa (STC 46/1990, de 15 de marzo, FJ 4). De tal modo, que si en el Ordenamiento jurídico en que se insertan las normas, teniendo en cuenta las reglas de interpretación admisibles en Derecho, el contenido o las omisiones de un texto normativo produjeran confusión o dudas que generaran en sus destinatarios una incertidumbre razonablemente insuperable acerca de la conducta exigible para su cumplimiento o sobre la previsibilidad de sus efectos, podría concluirse que la norma infringe el principio de seguridad jurídica (SSTC 150/1990, de 4 de octubre, FJ 8; 142/1993, de 22 de abril, FJ 4; 212/1996, de 19 de diciembre, FJ 15; 104/2000, de 13 de abril, FJ 7; 96/2002, de 25 de abril, FJ 5; y 248/2007, de 13 de diciembre, FJ 5).

Por otra parte, el principio de publicidad de las normas a que hace alusión el art. 9.3 CE, como elemento inherente al de seguridad jurídica (por todas, SSTC 104/2000, de 13 de abril, FJ 7; y 235/2000, de 5 de octubre, FJ 8), constituye una garantía básica del Ordenamiento jurídico «que implica la exigencia de que las normas sean dadas a conocer públicamente mediante su inclusión en los boletines oficiales correspondientes» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 10), «antes de que pueda exigirse su cumplimiento general» (STC 90/2009, de 20 de abril, FJ 5). Esta garantía «aparece como consecuencia ineluctable de la proclamación de España como un Estado de Derecho, y se encuentra en íntima relación con el principio de seguridad jurídica consagrado en el mismo art. 9.3 CE, pues sólo podrán asegurarse las posiciones jurídicas de los ciudadanos, la posibilidad de éstos de ejercer y defender sus derechos, y la efectiva sujeción de los ciudadanos y los poderes públicos al ordenamiento jurídico, si los destinatarios de las normas tienen una efectiva oportunidad de conocerlas en cuanto tales normas, mediante un instrumento de difusión general que dé fe de su existencia y contenido, por lo que resultarán evidentemente contrarias al principio de publicidad aquellas normas que fueran de imposible o muy difícil conocimiento» (SSTC 179/1989, de 2 de noviembre, FJ 2; 3/2003, de 16 de enero, FJ 10; y 90/2009, de 20 de abril, FJ 5).

Según lo dicho, con esta perspectiva la norma cuestionada no adolece de vicio de inconstitucionalidad. En primer término, porque se ha cumplido con los requisitos de publicidad exigibles, en la medida que la disposición impugnada, como es común requisito de toda norma legal, ha sido objeto de publicación en el «Boletín Oficial del Estado» (concretamente en el «BOE» núm. 313, de 31 de diciembre de 1998), habiéndose respetado, entonces, el principio de publicidad que consagra el art. 9.3 CE, y no siendo posible entender, en consecuencia, que dicha publicación no basta para el conocimiento formal de las disposiciones que la norma publicada incorpora. En segundo término, porque, dejando a un lado el problema de la idoneidad de incorporar a un solo texto legislativo multitud de disposiciones legales de contenido heterogéneo, lo cierto es que, desde la estricta perspectiva constitucional que nos ocupa, tampoco es posible imputar a la norma impugnada una quiebra del principio de seguridad jurídica previsto en el art. 9.3 CE. Y es que, la incertidumbre que los Diputados le imputan, no deriva tanto de la falta de claridad de sus mandatos o contenidos como de una eventual confusión, según señalan, sobre sus posibles destinatarios. Ahora bien, tal reproche no deja de constituir una imputación genérica que, falta de una mayor concreción, no constituye base bastante para la declaración de inconstitucionalidad de una norma legal que, como tantas veces hemos dicho, goza de una «presunción de constitucionalidad» que «no puede desvirtuarse sin una argumentación suficiente», y respecto de la que no caben las «impugnaciones globales carentes de un razonamiento desarrollado que las sustente» (STC 7/2010, de 27 de abril, FJ 7; y en sentido similar, STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 2).

Por lo demás, tampoco puede aceptarse como válida la pretendida inseguridad de origen de la ley impugnada por tratarse, según la definen los Diputados recurrentes, de una ley de contenido indefinido, sin objeto predeterminado, pues la norma tiene un objeto que, aunque heterogéneo, está perfectamente delimitado en el momento de presentación del proyecto al Congreso de los Diputados, teniendo todos sus eventuales destinatarios (operadores jurídicos y ciudadanos) conocimiento del mismo mediante su publicación en el «Diario Oficial de las Cortes Generales», como finalmente tienen conocimiento del texto definitivo mediante su inserción en el «Boletín Oficial del Estado».

En este sentido señala correctamente el Abogado del Estado, no es suficiente para considerar inconstitucional la Ley 50/1998 el que se haya recurrido al expediente de utilizar un solo vehículo que ampare preceptos en muchas materias y sectores, por muy desaconsejable que tal práctica parezca técnicamente. Al hacerlo el legislador ha optado por la tramitación y aprobación simultánea de un conjunto de normas jurídicas cada una de ellas con su propia virtualidad y fuerza innovadora del ordenamiento jurídico, lo que en sí mismo no vulnera el art. 9.3 CE. Y es que dicha forma de procederpodrá ser, en su caso, «expresión de una mala técnica legislativa, mas de dicha circunstancia no cabe inferir de modo necesario una infracción del mencionado principio constitucional» [STC 225/1998, de 25 de noviembre, FJ 2 A)]. Como hemos dicho, «el juicio de constitucionalidad no lo es de técnica legislativa» [SSTC 109/1987, de 29 de junio, FJ 3 c); y 195/1996, de 28 de noviembre, FJ 4], razón por la cual, no «corresponde a la jurisdicción constitucional pronunciarse sobre la perfección técnica de las leyes»(SSTC 226/1993, de 8 de julio, FJ 4), habida cuenta de que «el control jurisdiccional de la ley nada tiene que ver con su depuración técnica» (SSTC 226/1993, de 8 de julio, FJ 5; y 195/1996, de 28 de noviembre, FJ 3), ni puede aceptarse que la Constitución imponga soluciones únicas y exclusivas «suprimiendo por entero la libertad de configuración del legislador» [STC 226/1993, de 8 de julio, FJ 4; y en el mismo sentido, STC 225/1998, de 25 de noviembre, FJ 2 A)].

En el caso analizado, los preceptos que acoge la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, son, en principio, claros, sin que ofrezcan especiales dificultades de comprensión y entendimiento que puedan inducir a sus eventuales destinatarios a error o confusión. Y de existir, como se sostiene, era labor de los recurrentes identificar los concretos preceptos que adolecerían de semejante vicio y explicitar las razones por las que se considera que la duda sembrada entre sus potenciales destinatarios es insuperable y, por tanto, merecedora de una declaración de inconstitucionalidad. No habiéndolo hecho así los recurrentes sólo nos queda rechazar la denunciada vulneración del principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE).

10. Las siguientes infracciones que atribuyen los Diputados recurrentes a la Ley 50/1998 se refieren al procedimiento parlamentario. En este sentido denuncian, de un lado, la infracción de los arts. 88 CE y 109 del Reglamento del Congreso de los Diputados, puesto que, a su juicio, los antecedentes que se acompañaron al proyecto de ley no pueden calificarse como tales. De otro lado, la infracción de las reglas que sobre las comisiones legislativas permanentes establecen tanto el art. 75.2 CE, como los arts. 43 y 46 del Reglamento del Congreso de los Diputados, por cuatro motivos: en primer lugar, porque aun cuando la Constitución prevé la delegación en las comisiones de la aprobación de proyectos o proposiciones, no impone la necesidad de que dicha discusión deba producirse en las comisiones, al atribuir la competencia al Pleno; en segundo lugar, porque aun suponiendo que la competencia principal de la ley de medidas fuese de la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda, del Congreso de los Diputados, nada impediría la solicitud de informe previo a todas y cada una de las comisiones permanentes que menciona el art. 46.1 del Reglamento del Congreso de los Diputados por razón de la competencia respecto de las diferentes materias contenidas en el proyecto de ley (art. 43.3 RCD), siendo así que no se solicitaron ni se emitieron dichos informes; en tercer lugar, porque estando prevista la sustitución –con carácter eventual– de los miembros adscritos a una comisión por los grupos parlamentarios para un determinado asunto, debate o sesión (art. 40.2 RCD), un buen número de diputados de los distintos grupos parlamentarios que intervinieron en el debate en la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda no eran miembros de ella, sin que conste la sustitución formal o informal; y, en cuarto lugar, porque si el procedimiento legislativo se ha de tramitar con carácter general por el procedimiento común, siendo el procedimiento de urgencia excepcional, en el caso de la ley de medidas los plazos fueron más perentorios que para la tramitación de la ley de presupuestos generales del Estado.

Antes de entrar a dar una respuesta singularizada a cada una de las cuestiones planteadas por los Diputados recurrentes con relación al procedimiento parlamentario debe señalarse, antes de nada, que, como ya se ha señalado,«[a]unque el art. 28.1 de nuestra Ley Orgánica no menciona los reglamentos parlamentarios entre aquellas normas cuya infracción puede acarrear la inconstitucionalidad de la ley, no es dudoso que, tanto por la invulnerabilidad de tales reglas de procedimiento frente a la acción del legislador como, sobre todo, por el carácter instrumental que esas reglas tienen respecto de uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento, el del pluralismo político (art. 1.1 CE), la inobservancia de los preceptos que regulan el procedimiento legislativo podría viciar de inconstitucionalidad la ley cuando esa inobservancia altere de modo sustancial el proceso de formación de voluntad en el seno de las Cámaras» [SSTC 99/1987, de 11 de junio, FJ 1 a); y 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 5]. Referencia al carácter sustancial de la infracción del que se deriva que no basta, como señalan con acierto el Abogado del Estado y el representante del Congreso de los Diputados, cualquier vicio o inobservancia de los previstos en las normas que regulan el procedimiento parlamentario para declarar la eventual inconstitucionalidad de la norma o disposición con que se pone fin al mismo. Por el contrario, desde la estricta perspectiva constitucional que nos es propia, tal inconstitucionalidad sólo se producirá si el vicio o inobservancia denunciada afecta esencialmente al proceso de formación de la voluntad de los parlamentarios, de modo que sólo los vicios o defectos más graves provocan un déficit democrático en el proceso de elaboración de una norma que podría conducir a su declaración de inconstitucionalidad.

a) A juicio de los Diputados recurrentes, los antecedentes que se acompañaron al proyecto de ley no pueden calificarse como tales. En este sentido, aunque precisan que en el presente caso no nos encontramos ante la ausencia de un trámite (la presentación de una memoria), sin embargo, inciden en que estamos ante una situación en la que la citada memoria no puede considerarse como «lo que constitucionalmente debe entenderse por antecedente». Sin embargo, tras esta afirmación genérica, no concretan porqué la memoria presentada y que acompañaba al proyecto de ley no reunía, a su juicio, los requisitos para ser calificada como tal; tampoco identifican cuáles son las concretas omisiones que pudieran convertir al fruto del ejercicio de la potestad legislativa de las Cortes en inconstitucional; ni, en fin, en ningún momento determinan de qué manera las supuestas omisiones imputables a la citada memoria les ha privado de los elementos de juicio necesarios para poder cumplir con las funciones propias de su estatuto de Diputados y, sobre todo, para poder pronunciarse, de conformidad con el art. 88 CE, sobre el proyecto de ley sometido a su enmienda, debate y aprobación.

Como ya hemos tenido ocasión señalar, «[l]a ausencia de un determinado antecedente sólo tendrá trascendencia si se hubiere privado a las Cámaras de un elemento de juicio necesario para su decisión, pero, en este caso, el defecto, que tuvo que ser conocido de inmediato, hubiese debido ser denunciado ante las mismas Cámaras y los recurrentes no alegan en ningún momento que esto ocurriese. No habiéndose producido esa denuncia, es forzoso concluir que las Cámaras no estimaron que el informe era un elemento de juicio necesario para su decisión, sin que este Tribunal pueda interferirse en la valoración de la relevancia que un elemento de juicio tuvo para los parlamentarios» (STC 108/1986, de 29 de julio, FJ 3). A igual conclusión hemos de llegar en el presente caso, a la vista del recurso, por lo que también ahora hemos de rechazar el motivo alegado.

b) Denuncian a continuación los Diputados recurrentes la inconstitucionalidad de la Ley 50/1998 sobre la base de que, aun cuando el art. 75.2 CE prevé la posibilidad de que las Cámaras deleguen en las comisiones legislativas permanentes la aprobación de proyectos o proposiciones de ley, esa previsión constitucional no impone necesariamente que dicha discusión deba producirse en las comisiones. Con esta queja los recurrentes, no niegan la existencia de la facultad, sino que lo que están poniendo en tela de juicio es el uso que se hace de la misma, o lo que es lo mismo, el propio funcionamiento de las Cámaras por comisiones. Sin embargo, hay que señalar a este respecto que si bien es cierto que la que podríamos denominar como competencia originaria, propia y universal para aprobar un proyecto o una proposición de ley corresponde al Pleno de las Cámaras, como lo pone de manifiesto la potestad que les atribuye el Texto Constitucional para «delegar en las comisiones legislativas permanentes» dicha aprobación (art. 75.2 CE), cuando la delegación prevista se produzca, las comisiones legislativas permanentes ostentarán la que puede denominarse competencia delegada. En este sentido, la aludida delegación se presume para todos los proyectos y proposiciones de ley que sean constitucionalmente delegables (art. 148.1 del Reglamento del Congreso de los Diputados). Pues bien, habiéndose cumplido con los requisitos que las normas que integran el bloque de la constitucionalidad prevén para el funcionamiento y asunción de competencias por las citadas comisiones –cosa que no cuestionan los Diputados recurrentes–, a este Tribunal no le corresponde hacer un juicio sobre la corrección del funcionamiento de las Cámaras por comisiones legislativas permanentes previsto constitucionalmente y al amparo de las previsiones de sus reglamentos, en función de meras imputaciones genéricas que carecen de un mínimo de argumentación para poner en cuestión sobre esta base la constitucionalidad de la ley impugnada.

c) Imputan también los Diputados recurrentes un nuevo vicio de inconstitucionalidad a la Ley 50/1998, pero esta vez lo deducen del hecho de que la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda, del Congreso de los Diputados, no haya hecho uso de la facultad prevista en el art. 43.2 del Reglamento del Congreso de los Diputados, que autoriza a la Mesa del Congreso, a iniciativa propia o a petición de una comisión interesada, a acordar «que sobre una cuestión que sea competencia principal de una Comisión, informe previamente otras u otras Comisiones». Para responder a esta imputación basta señalar que no se puede confundir el ejercicio de una facultad con el cumplimiento de una obligación, para colegir del no ejercicio de aquélla por quien tiene la opción de acordar su cumplimiento, la inconstitucionalidad de la norma resultante del procedimiento legislativo. Debe rechazarse, pues, también este otro motivo.

d) Señalan a continuación los Diputados recurrentes que la intervención de un buen número de diputados de los distintos grupos parlamentarios que no eran miembros de la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda se hizo sin que constase su sustitución formal o informal. Pues bien, de conformidad con el art. 40.2 del Reglamento del Congreso de los Diputados, los miembros adscritos a una comisión pueden ser sustituidos por los diferentes grupos parlamentarios mediante comunicación al presidente de la comisión «verbalmente o por escrito». Estamos, pues, en presencia de un acto de trámite inserto en un procedimiento parlamentario cuya eventual inobservancia sólo podría alcanzar relevancia constitucional y, por tanto, viciar de inconstitucionalidad la ley resultante cuando, como hemos señalado anteriormente y debemos reiterar ahora, esa inobservancia altere de modo sustancial el proceso de formación de voluntad de una Cámara, extremo este que no sólo no se deduce de la pretendida irregularidad denunciada, sino que ni siquiera se alega. Es más, los Diputados recurrentes se limitan a denunciar de forma genérica la irregularidad de una eventual sustitución, según se dice, de un buen número de diputados, pero lo hacen sin concretar datos o hechos que conformaran una actuación irregular, lo que impide cualquier pronunciamiento de este Tribunal más allá de cómo lo ha hecho, al no ser nuestra función ni la de concretar los hechos ni la de buscar su acreditación.

e) En fin, en último lugar, pretenden los Diputados recurrentes la declaración de inconstitucionalidad de la Ley 50/1998 esta vez porque siendo el procedimiento de urgencia excepcional, en el caso de la ley de medidas los plazos fueron más perentorios que para la tramitación de la ley de presupuestos generales del Estado. Debe partirse del hecho de que nuestra Constitución, a diferencia de otros textos constitucionales, no ha previsto ningún procedimiento legislativo abreviado para la tramitación de proyectos normativos caracterizados por la urgencia, salvo una regla temporal para la tramitación en el Senado de los proyectos declarados urgentes por el Gobierno o por el Congreso de los Diputados (art. 90.3 CE). Dicha regulación queda, entonces, encomendada en nuestro ordenamiento a los reglamentos de las Cámaras y, en lo que ahora interesa, al Reglamento del Congreso de los Diputados, que no sólo autoriza a la Mesa a la Cámara a la «reducción de los plazos establecidos»(art. 91.1), sino que además consagra «una duración de la mitad de los establecidos con carácter ordinario» en los asuntos tramitados por el procedimiento de urgencia (art. 93.2), como así sucedió con la tramitación de la Ley 50/1998, impugnada en este proceso constitucional.

Pues bien, no sólo el vicio imputado a la norma no fue denunciado ante la misma Cámara sino que, una vez más hemos de insistir en que, un vicio de procedimiento sólo podrá llegar a tener relevancia constitucional cuando su alcance sea de tal magnitud que haya alterado, no de cualquier manera, sino de forma sustancial, el proceso de formación de la voluntad de una Cámara, habiendo afectado, en consecuencia, al ejercicio de la función representativa inherente al estatuto del parlamentario. Dicho esto, debe señalarse a renglón seguido que la decisión de tramitar un proyecto de ley por el procedimiento de urgencia ni es revisable en esta instancia constitucional, al tratarse «de una decisión de mera oportunidad política» (en términos parecidos, ATC 181/2006, de 5 de junio, FJ 4), ni, como ya hemos tenido oportunidad de señalar, priva a las Cámaras «del ejercicio de su función legislativa», ni, en fin, «la reducción del tiempo de tramitación tiene por qué traducirse en merma alguna de los principios constitucionales que han de informar el procedimiento legislativo en cuanto procedimiento de formación de la voluntad del órgano» (STC 234/2000, de 3 de octubre, FJ 13). Debe rechazarse también, pues, la última queja relativa a la vulneración del procedimiento parlamentario.

11. El siguiente bloque de vulneraciones que los Diputados recurrentes atribuyen a diversos preceptos de la Ley 50/1998 se basa en que, en su opinión, dicha ley tiene naturaleza análoga a las leyes de presupuestos generales del Estado, siéndole aplicable, por tanto, sus mismos límites materiales y, concretamente, los previstos en los apartados 2 y 7 del art. 134 CE. Con fundamento en esta asimilación, consideran los Diputados recurrentes que, puesto que existe un impedimento constitucional para que la ley de medidas pueda regular materias no directamente relacionadas con la ejecución de los presupuestos o con la política económica del Gobierno (art. 134.2 CE), o para la modificación de tributos sin la existencia de una previa ley sustantiva que así lo prevea (art. 134.7 CE), son inconstitucionales todos aquellos preceptos de la Ley 50/1998 a que se hace referencia en el apartado c) del antecedente primero de esta Sentencia, bien por modificar tributos sin una habilitación legal previa (veintiséis disposiciones normativas), bien por autorizar medidas que no guardan una relación directa (ciento cuatro disposiciones normativas) o indirecta (treinta y tres disposiciones normativas) con el presupuesto al que, según los recurrentes, complementa o con la política económica del Gobierno.

Debe señalarse antes de nada respecto de esta alegación que, puesto quela Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, no es la Ley de presupuestos a la que hace referencia el art. 134 CE, no es factible aplicarle, entonces, ninguno de los límites o prohibiciones de por sí excepcionales que la Constitución ha previsto para el instrumento presupuestario, razón esta que sería de por sí suficiente para rechazar la inconstitucionalidad pretendida. Conclusión que se ve avalada por el análisis dela configuración de la Ley de presupuestos en la Constitución. A este respecto, ya hemos tenido oportunidad de señalar «que, conforme al art. 1.1 CE, “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho” y que es esencial a un Estado democrático la existencia de un Parlamento cuyos miembros son elegidos por sufragio universal. El papel esencial que en nuestro Estado juega el Parlamento aparece reflejado en la Constitución ya en su primer artículo, donde se declara que la “forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” (art. 1.3 CE). La soberanía nacional, advierte el apartado 2 del mismo precepto, “reside en el pueblo español”, y son las Cortes Generales las que, según expresa el art. 66.1 CE, le representan. De acuerdo con nuestra Constitución, España es una democracia parlamentaria donde las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuye la Constitución (art. 66.2 CE). [/] La competencia de aprobar los presupuestos del Estado, como referencia primera e inmediata de la configuración constitucional de nuestras Cortes Generales, tras atribuirles el ejercicio de la potestad legislativa del Estado, revela la esencialidad de la institución presupuestaria para el Estado social y democrático de Derecho en que se constituye, en el mismo art. 1.3 de la norma fundamental, la democracia parlamentaria española» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 3).

El presupuesto es, como hemos señalado, «la clave del parlamentarismo ya que constituye la institución en que históricamente se han plasmado las luchas políticas de las representaciones del pueblo (Cortes, Parlamentos o Asambleas) para conquistar el derecho a fiscalizar y controlar el ejercicio del poder financiero: primero, respecto de la potestad de aprobar los tributos e impuestos; después, para controlar la administración de los ingresos y la distribución de los gastos públicos» (STC 3/2003, de 16 de enero FJ 3). Ese desdoblamiento del control por el Parlamento de la actividad financiera pública, añadíamos, «se recoge en la Constitución española de 1978». De un lado, los arts. 31.3 y 133, apartados 1 y 2, ambos de la Constitución, establecen el principio de legalidad respecto de las prestaciones patrimoniales de carácter público y los tributos; reserva de ley que, como hemos señalado en varias ocasiones, tiene como uno de sus fundamentos «garantizar que las prestaciones que los particulares satisfacen a los entes públicos sean previamente consentidas por sus representantes», configurándose de este modo como «una garantía de autoimposición de la comunidad sobre sí misma y, en última instancia, como una garantía de la libertad patrimonial y personal del ciudadano» [SSTC 185/1995, de 15 de diciembre, FJ 3; y 233/1999, de 13 de diciembre, FFJJ 7, 9 y 10 a)]. De otro lado, los arts. 66.2 y 134.1, ambos de la Constitución, establecen el principio de legalidad respecto de los gastos al atribuir a las Cortes Generales la función de examinar, aprobar y enmendar los presupuestos generales del Estado.

Como señala el art. 134.2 CE, dichos presupuestos deben incluir «la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal»; de ahí que, como hemos venido señalando, «aparezcan como un instrumento de dirección y orientación de la política económica del Gobierno» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 4). De este modo, «incluyendo los presupuestos generales del Estado “la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal” (art. 134.2 CE) y constituyendo el “instrumento de dirección y orientación de la política económica del Gobierno”, mediante su “examen, enmienda y aprobación”, las Cortes Generales ejercen, como hemos dicho, una función específica y constitucionalmente definida a la que hicimos referencia en la STC 76/1992, de 14 de mayo [FJ 4 a)]. A través de ella, cumplen tres objetivos especialmente relevantes: a) aseguran, en primer lugar, el control democrático del conjunto de la actividad financiera pública (arts. 9.1 y 66.2, ambos de la Constitución); b) participan, en segundo lugar, de la actividad de dirección política al aprobar o rechazar el programa político, económico y social que ha propuesto el Gobierno y que los presupuestos representan; c) controlan, en tercer lugar, que la asignación de los recursos públicos se efectúe, como exige expresamente el art. 31.2 CE, de una forma equitativa, pues el presupuesto es, a la vez, requisito esencial y límite para el funcionamiento de la Administración» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 4).

Superada, por tanto, la vieja controversia sobre el carácter formal o material de la ley de presupuestos generales (como se dijo tempranamente en la STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 2, y luego se reiteró, por ejemplo, en las SSTC 76/1992, de 14 de mayo, FJ 4; 274/2000, de 15 de noviembre, FJ 4; 3/2003, de 16 de enero, FJ 4; y 238/2007, de 21 de noviembre, FJ 4), «estamos ante una ley singular, de contenido constitucionalmente determinado, exponente máximo de la democracia parlamentaria, en cuyo seno concurren las tres funciones que expresamente el art. 66.2 CE atribuye a las Cortes Generales: es una ley dictada en el ejercicio de su potestad legislativa, por la que se aprueban los presupuestos y, además, a través de ella, se controla la acción del Gobierno. [/] Y, precisamente, para que mediante la aprobación de los presupuestos esta labor de control pueda ser efectiva, el art. 134.2 CE establece que los presupuestos generales del Estado “incluirán la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal”, recogiendo de este modo los principios de unidad (los presupuestos deben contenerse en un solo documento) y universalidad (ese documento debe acoger la totalidad de los gastos e ingresos del sector público). Como hemos dicho en reiterada doctrina, este precepto constituye el contenido “propio, mínimo y necesario” de la Ley de presupuestos.… Esto es, el contenido que en todo caso debe aparecer en la Ley de presupuestos que cada año debe ser aprobada por el Parlamento. Se trata, en definitiva, de una “ley de contenido constitucionalmente definido” …, de manera que puede hablarse en propiedad de la existencia en la Constitución de una reserva de un contenido de Ley de presupuestos» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 4).

Dicho lo que antecede, parece evidente que si la Constitución reserva a una determinada ley una función específica, atribuyéndole un contenido definido e imponiéndole una serie de condicionantes, sólo a esta ley pueden referirse las limitaciones que, desde la óptica constitucional, condicionan su alcance material y temporal, de modo tal que sólo salvarán su legitimidad constitucional aquellas disposiciones incluidas en la ley de presupuestos que encajen dentro de su contenido, por respetar su «necesaria conexión económica –relación directa con los ingresos o gastos del Estado o vehículo director de la política económica del Gobierno– o presupuestaria –para una mayor inteligencia o mejor ejecución del presupuesto–» (SSTC 274/2000, de 15 de noviembre, FJ 4; 109/2001, de 26 de abril, FJ 5; y 238/2007, de 21 de noviembre, FJ 4). Aunque la trascendencia de la autorización que contiene la ley de presupuestos generales hace que «determinadas regulaciones llevadas a cabo en la ley de presupuestos encuentren su sede normativa natural y técnicamente más correcta en las disposiciones generales que disciplinan los regímenes jurídicos a los que se refieren» (SSTC 32/2000, de 3 de febrero, FJ 6; 109/2001, de 26 de abril, FJ 6; y 238/2007, de 21 de noviembre, FJ 4), ello no impide que cuando se dé alguna de esas conexiones, puedan encontrar acogida en el contenido del instrumento presupuestario.

Ahora bien, debe afirmarse taxativamente que las limitaciones materiales y temporales a que el constituyente ha sometido el instrumento presupuestario sólo a éste se refieren, no pudiendo extrapolarse a otras disposiciones generales que, no siendo fruto de la actividad presupuestaria de las Cortes (art. 134 CE), son el resultado del ejercicio genérico de su actividad legislativa (art. 66.2 CE). Pues bien, el presupuesto habilitante de la Ley 50/1998, como bien señala el representante del Senado, no es otro que la potestad reconocida en el art. 66 de la Constitución, ejercida de forma ordinaria o común, es decir, como apunta el Abogado del Estado, la ley impugnada forma parte de la potestad legislativa ordinaria, razón por la cual, no puede trasladársele la doctrina sobre las normas que tienen un tratamiento especial, como son las leyes de presupuestos (art. 134 CE), las leyes orgánicas (art. 81 CE) o la Ley del Fondo de Compensación Interterritorial (art. 74.2 CE).

Debe rechazarse, por tanto, también esta queja por no vulnerarla Ley 50/1998, de 30 de diciembre, ninguno de los principios que la Constitución consagra para los presupuestos generales del Estado en el art. 134 al no ser aquélla, como se ha dicho, la ley de presupuestos generales del Estado.

12. El último bloque de vulneraciones planteadas por los Diputados recurrentes afectan al art. 107 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, que modifica la disposición transitoria sexta de la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del sector eléctrico y, concretamente, al sistema de pago y fijación de la cuantía de la indemnización que el Estado reconoce a determinadas empresas del sector eléctrico para compensarlas por los costes de transición de un monopolio a un mercado en competencia.

a) Como hemos señalado en la reciente STC 18/2011, de 3 de marzo, «[l]a Ley del sector eléctrico se enmarca dentro del proceso de liberalización del sector eléctrico en la Unión Europea propiciado por la Directiva 96/92/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 19 de diciembre de 1996, por la que se establecen normas comunes para el mercado interior de la electricidad, que se ha visto continuado por la Directiva 2003/54/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de junio de 2003, por la que se establecen normas comunes para el mercado interior de la electricidad y deroga la Directiva 96/92/CE.… Al margen de las decisiones con un contenido liberalizador establecidas en la Ley del sector eléctrico en las distintas actividades destinadas al suministro de energía eléctrica, este texto legal también contiene previsiones al objeto de facilitar la transición a la competencia atenuando el eventual impacto negativo que sobre los distintos operadores eléctricos y sobre los territorios eventualmente más vulnerables por su carácter aislado, pudiera tener el proceso liberalizador. En este sentido, la Ley del sector eléctrico previó el reconocimiento de unos costes de transición al régimen de mercado competitivo para las sociedades titulares de instalaciones de energía eléctrica que, a 31 de diciembre de 1997, estuvieran retribuidas conforme a lo previsto en ella misma (según establecía la disposición transitoria sexta de la Ley del sector eléctrico, derogada expresamente por el art. 1.16 del Real Decreto-ley 7/2006, de 23 de junio), así como un período de transición a la competencia específico para los sistemas insulares y extrapeninsulares, justificando tal medida en el carácter aislado de los mismos» (FJ 13). Pues bien, la disposición transitoria sexta de la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del sector eléctrico, bajo el título de «[c]ostes de transición a la competencia», acogía la existencia de esos costes de transición al régimen de mercado competitivo para las sociedades titulares de instalaciones de producción de energía eléctrica, que se calculaban, en los términos que se fijasen reglamentariamente, mediante una retribución fija cuyo límite máximo se podría fijar anualmente por el Gobierno durante un plazo máximo de diez años, con un importe base global en valor a 31 de diciembre de 1997 de 1.988.561 millones de pesetas (11.951.492.313 €) y siendo dichos costes repercutidos sobre todos los consumidores de energía eléctrica. Ese desarrollo reglamentario se produjo por el Real Decreto 2017/1997, de 26 de diciembre, por el que se organiza y regula el procedimiento de liquidación de los costes de transporte, distribución y comercialización a tarifa, de los costes permanentes del sistema y de los costes de diversificación y seguridad de abastecimiento.

En este contexto normativo, el art. 107 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, incorpora al texto de la disposición transitoria sexta de la Ley 54/1997 una nueva regla de cálculo de aquellos costes de transición, que convierte una cantidad indeterminada, con un tope máximo reconocible en cada ejercicio, en una cantidad cierta susceptible de titulización (a través de un fondo de titulización de activos). Esa nueva regla de cálculo es consecuencia de la aprobación de la enmienda núm. 294 del Grupo Parlamentario Popular en el Senado, tendente a permitir «a las empresas del sector a realizar una pura operación financiera, por tanto, sin implicación en los Presupuestos Generales del Estado, por la cual pueden anticipar en el tiempo, apelando al sistema financiero, un billón de pesetas de esos costes ya reconocidos de transición a la competencia» [«Cortes Generales, Diario de Sesiones del Senado», VI Legislatura, año 1998, Comisiones, Comisión de Economía y Hacienda, núm. 380, pág. 4], en lugar de otra enmienda del Grupo Parlamentario Socialista en el Senado (la núm. 115), que pretendía el mantenimiento de una cantidad anual fijada por el Gobierno y durante un plazo de diez años dentro del importe máximo fijado para esa retribución y sin que, en ningún caso, pudiese «ser objeto de titulización» [«Boletín Oficial de las Cortes Generales, Senado», VI Legislatura, Serie II: proyectos de ley, 4 de diciembre de 1998, núm. 113 (d), pág. 134].

b) El objeto de la impugnación del art. 107 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, se limita entonces, como puntualiza el Abogado del Estado, a la forma de abono de los denominados costes de transición a la competencia de las empresas del sector eléctrico, cuya cuantificación se hizo por la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del sector eléctrico, sobre la cual le imputan los Diputados recurrentes tres vicios de diferente naturaleza, dos con alcance constitucional y, un tercero, con alcance comunitario. Entienden a este respecto, que puesto que no existe una obligación constitucional de indemnizar a las empresas del sector eléctrico los costes de transición a la competencia, revistiendo aquella compensación una naturaleza voluntaria, el reconocimiento de este derecho a percibir una compensación fija de forma incondicionada, al configurarse parte del mismo como una cantidad fija e inamovible, independiente de la existencia real o no de costes, o lo que es lo mismo, de un perjuicio concreto y real y, por tanto, al margen de cualquier exigencia de comprobación, convierte a la medida en injustificada y desproporcionada, vulneradora de la interdicción de la arbitrariedad del art. 9.3 CE.

Debe insistirse una vez más en que el control de la constitucionalidad de las leyes debe ejercerse por este Tribunal de forma que no se impongan constricciones indebidas al poder legislativo y se respeten sus legítimas opciones políticas. Por lo demás, como venimos señalando, el cuidado que este Tribunal ha de observar para mantenerse dentro de los límites del control del legislador democrático debe extremarse cuando se trata de aplicar preceptos generales e indeterminados, como es el de la interdicción de la arbitrariedad. Así, al examinar una norma legal desde este punto de vista, nuestro análisis ha de centrarse en verificar si tal precepto establece una discriminación, pues la discriminación entraña siempre una arbitrariedad, o bien si, aun no estableciéndola, carece de toda explicación racional, lo que también evidentemente supondría una arbitrariedad, sin que sea pertinente realizar un análisis a fondo de todas las motivaciones posibles de la norma y de todas sus eventuales consecuencias (entre muchas, SSTC 47/2005, de 3 de marzo, FJ 7; 13/2007, de 18 de enero, FJ 4; 49/2008, de 9 de abril, FJ 5; y 90/2009, de 20 de abril, FJ 6).

Esto sentado hemos de afirmar, ante todo, que no se aprecia que la norma cuestionada establezca discriminación de ningún tipo, ni es esto lo que plantean los Diputados recurrentes. A lo que debe añadirse, a renglón seguido, que tampoco la disposición cuestionada «carece de toda explicación racional», como incluso reconocen los Diputados recurrentes, no sólo al asociarla a la transición de las empresas del sector eléctrico a un mercado de competencia, sino al encajarla en el ámbito de libertad del legislador. Realmente, lo que ponen en cuestión los Diputados recurrentes es, como hemos anticipado, su forma de abono, respecto de la cual hay que señalar que responde a una opción política y económica perfectamente legítima, como lo sería la contraria, propuesta por el Grupo Parlamentario de los Diputados recurrentes. Ahora bien, el hecho de que en el ejercicio de la potestad legislativa el Parlamento asuma, en virtud del principio mayoritario, una u otra opción, no convierte la obra del legislador democrático en arbitraria. Hemos afirmado con reiteración que no puede tacharse de arbitraria una norma que persigue una finalidad razonable y que no se muestra desprovista de todo fundamento, aunque pueda legítimamente discreparse de la concreta solución adoptada, pues «entrar en un enjuiciamiento de cuál sería su medida justa supone discutir una opción tomada por el legislador que, aun cuando pueda ser discutible, no resulta arbitraria ni irracional» (por todas, STC 149/2006, de 11 de mayo, FJ 6; y en un sentido parecido, STC 128/2009, de 1 de junio, FJ 3). En tales condiciones no corresponde a este Tribunal «fiscalizar la oportunidad de esa concreta opción del legislador, plasmación de una legítima opción política» (por todas, STC 162/2009, de 29 de junio, FJ 4), tanto más cuando el reparo que se le opone no deja de ser otra cosa que una objeción de oportunidad, sin relevancia, por tanto, desde el punto de vista constitucional.

c) La siguiente imputación que se hace al art. 107 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, es la de que, en la medida en que la compensación de transición que ese precepto recoge (4,5 por 100 de la facturación por ventas de energía eléctrica a los consumidores) tiene la naturaleza de una prestación patrimonial de carácter público de naturaleza impositiva, se habría creado por una ley complementaria de la ley de presupuestos generales del Estado un tributo en contra de la prohibición prevista en el art. 134.7 CE.

El art. 134.7 CE dispone que «[l]a Ley de Presupuestos no puede crear tributos», aunque sí «[p]odrá modificarlos cuando una Ley tributaria sustantiva así lo prevea». A este respecto hemos de dar por reproducido cuanto hemos dicho en el FJ 11 de esta resolución. Más concretamente también hemos señalado que «el art. 134.7 de la Constitución es una norma sobre producción de normas» (STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 3) de cuya dicción literal se desprende con toda claridad que las reglas contenidas en el mismo «tienen como objeto directo la regulación de una institución estatal, en concreto de una fuente normativa del Estado» (la ley de presupuestos generales del Estado) (SSTC 116/1994, de 18 de abril, FJ 5; 174/1998, de 23 de julio, FJ 6; y 130/1999, de 1 de julio, FJ 5), razón por la cual «del segundo inciso del art. 134.7 CE no puede inducirse un principio general de prohibición de modificar tributos por medio de las leyes de presupuestos autonómicas o forales sin la previa habilitación de una ley tributaria sustantiva» (SSTC 149/1994, de 12 de mayo, FJ único; 174/1998, de 23 de julio, FJ 6; 130/1999, de 1 de julio, FJ 5; 180/2000, de 29 de junio, FJ 5; y 274/2000, de 15 de noviembre, FJ 5).

Pues bien, de la misma manera que hemos entendido que el art. 134.7 CE contiene una limitación constitucional que no resulta de aplicación a las leyes de presupuestos de las Comunidades Autónomas (entre otras, SSTC 116/1994, de 18 de abril, FJ 5; 174/1998, de 23 de julio, FJ 6, y 130/1999, de 1 de julio, FJ 5), ahora debemos precisar que esa limitación constitucional sólo es aplicable a la ley de presupuestos generales del Estado, por la singularidad que la caracteriza, en su contenido (previsión de ingresos y autorización de gastos) y finalidad (vehículo de dirección y orientación de la política económica del Gobierno), pero no es trasladable, por vía analógica, al resto de las disposiciones que dicte el Parlamento en el ejercicio de la potestad legislativa genérica que enuncia el art. 66.2 CE, desdoblada de su competencia específica para la aprobación de aquellos presupuestos. Como ya hemos tenido ocasión de señalar –frente a una alegación similar– en la STC 126/1987, de 16 de julio (en cuestiones de inconstitucionalidad contra la Ley 5/1983, de 29 de junio, de medidas urgentes en materia presupuestaria, financiera y tributaria), «[l]a Ley a que se refiere en sus distintos apartados el art. 134 de la Constitución es aquella que, como núcleo fundamental, contiene la aprobación de los presupuestos generales del Estado, es decir, las previsiones de ingresos y las autorizaciones de gastos para un ejercicio económico determinado», razón por la cual no puede entenderse que sea de aplicación a otras disposiciones legislativas que no sean las que contengan la aprobación de los presupuestos generales del Estado «la prohibición contenida en el art. 134.7 de la Constitución» (FJ 5).

En suma, puesto que la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, no es la ley de presupuestos generales del Estado a la que hace referencia el art. 134 CE, no le es de aplicación el límite previsto en su apartado 7, debiendo rechazarse la queja planteada.

d) La última imputación que hacen los Diputados recurrentes al art. 107 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, es la violación del «art. 92 del Tratado de la Unión Europea» (que se corresponde con el actual art. 107 del Tratado de funcionamiento de la Unión Europea), al considerar que las compensaciones establecidas en el citado precepto tienen la condición de «ayudas de Estado» prohibidas al tratarse de una ventaja general concedida por el Estado a unas determinadas empresas que, no sólo no encajan en ninguna de las excepciones previstas en la citada disposición comunitaria sino que, además, se han aprobado sin notificación previa y sin tener autorización de la Comisión o del Consejo. Los Diputados recurrentes no deducen de su queja, sin embargo, violación alguna de la Constitución Española sino, únicamente, de aquel precepto comunitario, lo que hace inviable a limine el estudio de la cuestión, al ser el Tribunal Constitucional Juez de la constitucionalidad de las normas pero no de lo que ha venido a denominarse como su «comunitariedad».

En efecto, hemos afirmado con carácter general que «los Tratados internacionales no constituyen canon para el enjuiciamiento de la adecuación a la Constitución de normas dotadas de rango legal» (SSTC 235/2000, de 5 de octubre, FJ 11; y 12/2008, de 29 de enero, FJ 2; y en sentido parecido, SSTC 49/1988, de 22 de marzo, FJ 14; y 28/1991, de 14 de febrero, FJ 5). Más concretamente, y, con relación al Derecho comunitario, tenemos dicho que «no nos corresponde controlar la adecuación de la actividad de los poderes públicos nacionales al Derecho comunitario europeo, pues este control compete a los órganos de la jurisdicción ordinaria, en cuanto aplicadores que son del Ordenamiento comunitario, y, en su caso, al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas»[STC 41/2002, de 25 de febrero, FJ 2; y en sentido parecido, SSTC 28/1991, de 14 de febrero, FJ 7; 64/1991, de 22 de marzo, FJ 4; 213/1994, de 14 de julio, FJ 3; y 120/1998, de 15 de junio, FJ 4 a)]. La contradicción entre una norma estatal y una norma europea es una tarea que este Tribunal ha excluido, en principio, de los procesos constitucionales [SSTC 64/1991, de 22 de marzo, FJ 4 a); y 329/2005, de 15 de diciembre, FJ 6], habida cuenta que ni el Derecho comunitario originario ni el derivado «poseen rango constitucional y, por tanto, no constituyen canon de la constitucionalidad de las normas con rango de ley» (SSTC 292/2000, de 30 de noviembre, FJ 3; y en el mismo sentido, entre otras muchas, STC 372/1993, de 13 de diciembre, FJ 7).

Lo anterior no impide, sin embargo, que las disposiciones tanto de los tratados y acuerdos internacionales, como del Derecho comunitario derivado, a tenor del art. 10.2 CE, en la medida que «pueden desplegar ciertos efectos en relación con los derechos fundamentales» (STC 254/1993, de 20 de julio, FJ 6), puedan constituir «valiosos criterios hermenéuticos del sentido y alcance de los derechos y libertades que la Constitución reconoce» (SSTC 292/2000, de 30 de noviembre, FJ 3;y 248/2005, de 10 de octubre, FJ 2; Declaración 1/2004, de 13 de diciembre, FJ 6; y en sentido similar, STC 254/1993, de 20 de julio, FJ 6), convirtiéndose así en «una fuente interpretativa que contribuye a la mejor identificación del contenido de los derechos cuya tutela se pide a este Tribunal Constitucional» [SSTC 64/1991, de 22 de marzo, FJ 4 a); y 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 5], quien precisará su concreto contenido, entonces, «a partir de la concurrencia, en su definición, de normas internacionales y normas estrictamente internas» (Declaración 1/2004, de 13 de diciembre, FJ 6).

En consecuencia, siendo el vicio que la demanda imputa al art. 107 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, exclusivamente la violación del «art. 92 del Tratado de la Unión Europea» (actual art. 107 del Tratado de funcionamiento de la Unión Europea), y no a precepto alguno de la Constitución, no cabe sino rechazar también esta última cuestión.

FALLO

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,

Ha decidido

Desestimar el presente recurso de inconstitucionalidad.

Publíquese esta Sentencia en el «Boletín Oficial del Estado».

Dada en Madrid, a trece de septiembre de dos mil once.–Pascual Sala Sánchez.–Eugeni Gay Montalvo.–Javier Delgado Barrio.–Elisa Pérez Vera.–Ramón Rodríguez Arribas.–Manuel Aragón Reyes.–Pablo Pérez Tremps.–Francisco José Hernando Santiago.–Adela Asua Batarrita.–Luis Ignacio Ortega Álvarez.–Francisco Pérez de los Cobos Orihuel.–Firmado y rubricado.

Voto particular que formula el Magistrado don Manuel Aragón Reyes respecto de la Sentencia dictada en el recurso de inconstitucionalidad núm. 1390-1999

En ejercicio de la facultad que me confiere el art. 90.2 LOTC y con pleno respeto a la opinión de la mayoría del Pleno, expreso mi discrepancia con el fallo y la fundamentación jurídica de la Sentencia que ha desestimado el recurso de inconstitucionalidad interpuesto.

A mi entender, en virtud de los argumentos que defendí en la deliberación del Pleno y que resumidamente expongo a continuación, el recurso de inconstitucionalidad debió de ser estimado.

1. El presente recurso ofrecía a este Tribunal la ocasión de poner coto a la práctica legislativa de las conocidas como «leyes de acompañamiento», surgida a partir de la Ley 22/1993, de 29 de diciembre, para eludir las consecuencias de nuestra doctrina sobre los límites constitucionales del contenido de la Ley de presupuestos generales del Estado, y que no sólo ha de reputarse como técnicamente defectuosa, sino que –y esto es lo que aquí importa– resulta, a mi juicio, inconstitucional. Que la «moda» de las llamadas «leyes de acompañamiento», que se mantuvo hasta la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, haya sido parcialmente abandonada a partir de entonces, no es obstáculo, claro está, para que nos pronunciemos sobre esta repudiable práctica legislativa, pues lo que el Tribunal ha de resolver es si la ley que en un recurso se impugna ha vulnerado o no la Constitución, vulneración que no desaparecería porque se tratase de un caso aislado. Dicho eso, que es razón, por sí misma, suficiente, tampoco el abandono de hace años lo fue de manera total, pues aquella práctica, aunque de forma quizás menos extrema, no ha desaparecido en nuestros Parlamentos estatal y autonómicos, aparte de que algunos de los problemas constitucionales que plantea (así, por ejemplo, la utilización parlamentaria de la enmienda, no para modificar el texto que se debate, sino para introducir reformas en otros textos legales que muchas veces incluso no tienen conexión alguna con aquél, con olvido de que para ello está la iniciativa legislativa) siguen estando presentes, y de manera por cierto muy reiterada, en la realidad de nuestro procedimiento legislativo. El Tribunal Constitucional podía, pues, y debía, en mi opinión, hacer frente a tales problemas, declarando inconstitucional esa práctica viciada, ya que le corresponde preservar el correcto funcionamiento del sistema de producción normativa querido por la Constitución, frontalmente vulnerado por la Ley impugnada en el presente recurso.

2. Ciñéndonos a las «leyes de acompañamiento» anuales («Leyes de Medidas Fiscales, Administrativas y de Orden Social»), a cuya categoría pertenece la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, objeto de este recurso de inconstitucionalidad, la simple descripción de sus rasgos principales ya pone de manifiesto la perversión legislativa que entrañan: se trata de leyes cuyo calendario de tramitación se hace coincidir con el del proyecto de Ley de presupuestos generales del Estado para cada ejercicio, que se caracterizan por llevar a cabo, de manera asistemática, numerosas modificaciones normativas con vocación de permanencia que versan sobre las materias más dispares del ordenamiento jurídico (en el caso de la Ley 50/1998 que estamos examinando se modificaron 76 leyes, 7 decretos legislativos y 6 decretos leyes); buen número de esas modificaciones ni siquiera estaban en el texto de la iniciativa, sino que se introdujeron a lo largo del procedimiento legislativo a través de enmiendas (así, en la Ley 50/1998 el proyecto de ley afectaba «sólo» a 34 normas de rango legal, y al final del proceso parlamentario, como ya se ha dicho, acabó afectando a 89).

Dado su calendario de tramitación, es claro (y así se confesó paladinamente en la exposición de motivos de la primera «ley de acompañamiento») que constituyen un instrumento ideado para evadirse de la doctrina de este Tribunal que puso freno al inconstitucional desbordamiento de las leyes de presupuestos, en cuyas disposiciones adicionales progresivamente se habían venido introduciendo normas con vocación de permanencia ajenas al contenido propio de la ley de presupuestos (por no tener vinculación inmediata con la política de ingresos y gastos de sector público). Pues bien, lo que este Tribunal expulsó de la ley de presupuestos, volvió a entrar por la ventana de la «ley de acompañamiento», que se tramita al mismo tiempo que la ley de presupuestos, dentro del mismo plazo y en paralelo con ella. La finalidad de burlar la doctrina del Tribunal Constitucional es clara, pero, aunque esto sea, sin duda, muy criticable desde el punto de vista de la «política constitucional», no creo que pueda llegar a calificarse en términos jurídicos de un auténtico «fraude de ley» (en este caso de Constitución) capaz de producir, por sí solo, la nulidad de la «ley de acompañamiento».

Por otro lado, la heterogeneidad y ausencia de sistema de este tipo de leyes provoca un innegable efecto descodificador del ordenamiento jurídico de tal magnitud (en el caso que nos ocupa, además de las reformas de 89 textos de rango legal, sucede que estos versaban sobre las más variadas y distantes materias: televisión, puertos, ayudas a las víctimas de delitos, patentes, seguro privado, fondos de pensiones, investigación, deporte, medicamentos, sector eléctrico, función pública, mercado de valores, fundaciones, etc., etc.) que origina una evidente incertidumbre sobre la normativa vigente, lo que representa un riesgo, sin duda, para la seguridad jurídica garantizada por el art. 9.3 CE. No obstante, estos defectos, que fomentan sin duda la inseguridad, no suponen ineluctablemente su realización y en tal sentido no pueden erigirse, por sí solos, en causa de inconstitucionalidad de la ley. Sí que ponen de manifiesto, desde luego, una deplorable técnica legislativa, pero, como sostiene la Sentencia de la que discrepo (no en este punto), el juicio de constitucionalidad que corresponde realizar a este Tribunal no puede versar sobre la técnica legislativa o la perfección técnica de las leyes (aunque tampoco está de más, a mi juicio, resaltar que la calidad de las leyes debiera constituir un objetivo primordial del legislador y más todavía del legislador democrático).

3. Aunque no dejan de ser graves los defectos señalados, la razón más fuerte y decisiva de la inconstitucionalidad de la ley impugnada, primer supuesto de «ley de acompañamiento» sometida a nuestro enjuiciamiento, reside, a mi juicio, en la vulneración del principio democrático (art. 1.1 CE), como manifestación de la soberanía popular (arts. 1.2 y 66.1 CE y STC 119/1995, de 17 de julio, FJ 3), y de su proyección sobre el procedimiento legislativo (arts. 66.2, 89.2 y 90 CE, en particular). La Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, que modifica sin orden ni concierto nada menos que 76 leyes, 7 Decretos legislativos y 6 Decretos-leyes, afectando a los más dispares sectores del ordenamiento jurídico, resulta ser, en efecto, un acabado (mal) ejemplo de desvirtuación de lo previsto en art. 66.2 CE, que atribuye a las Cortes Generales, representantes del pueblo español, la potestad legislativa del Estado, en cuanto que desnaturaliza la función legislativa de las Cortes, así como la concepción constitucional de la ley (ínsita en los arts. 1.1 y 2 y 66.1 y 2 CE) como expresión de la voluntad popular.

La función legislativa de las Cortes Generales (art. 66.2 CE) se identifica con un determinado procedimiento parlamentario: el procedimiento legislativo. En el procedimiento legislativo se expresa la voluntad popular que las Cortes Generales, a través de sus dos Cámaras, están llamadas a representar (art. 66.1 CE). De este modo, la ley no es sólo decisión de la mayoría, sino que, a través del procedimiento legislativo, permite la efectiva participación de las minorías, debatiendo el proyecto de la mayoría y formulando sus propias propuestas a través de enmiendas, todo ello de acuerdo con las exigencias indeclinables del principio del pluralismo democrático (art. 1.1 CE).

El principio democrático resulta, en efecto, ser elemento capital para aprehender el concepto de ley en nuestra Constitución. Entendida la democracia como democracia pluralista, el Parlamento como órgano de representación de todo el pueblo y el Gobierno sólo como órgano de representación de la mayoría, la reserva a la ley de determinadas materias significa señaladamente la reserva a un determinado procedimiento de emanación normativa, el procedimiento legislativo parlamentario, dotado de las características de contradicción, publicidad y libre deliberación que le son propias y que lo diferencian sustancialmente del procedimiento de elaboración normativa gubernamental. Cierto es que la decisión final que da lugar a la Ley como producto normativo formal queda en manos de la mayoría parlamentaria (sostén del Gobierno que dirige la acción política de cada legislatura), pero ello no desvirtúa el hecho de que el procedimiento legislativo garantiza a la minoría su derecho al debate y a la presentación de enmiendas, que es lo relevante a los efectos que aquí interesan.

Queda así despejado el equívoco en el que incurre en su fundamento jurídico 5 la Sentencia de la que discrepo, al confundir principio democrático y principio mayoritario. No es dudoso que nuestra Constitución ha instaurado una democracia basada en el juego de las mayorías, previendo sólo para supuestos tasados y excepcionales una democracia de acuerdo basada en mayorías cualificadas o reforzadas, como este Tribunal tuvo ocasión de advertir tempranamente ya en su STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 21. Pero, para no incurrir en errores conceptuales elementales, es necesario distinguir dos planos diferentes: por un lado, el de la adopción de decisiones parlamentarias, que es donde cabalmente rige el principio mayoritario al que se refiere nuestra doctrina; por otro, el del procedimiento deliberativo previo a la adopción de la decisión o acuerdo parlamentario, que es donde tiene su cabal asiento el principio de pluralismo democrático (art. 1.1 CE) como manifestación de la participación política de la minoría.

De este modo, del concepto de potestad legislativa contenido en el art. 66.2 CE, como proyección del principio de pluralismo democrático enunciado en el art. 1.1 CE, se infiere sin dificultad el concepto constitucional de ley como decisión parlamentaria adoptada por las Cortes Generales como representantes de la soberanía nacional (arts. 1.2 y 66.1 CE) a través de un procedimiento reglado (regulado en detalle por los Reglamentos de las Cámaras, en desarrollo de los criterios básicos establecidos en los arts. 72 CE y ss.) de deliberación racional suficiente, que permite la efectiva participación política de la mayoría y la minoría.

Resulta así que, constitucionalmente, no puede tener valor de ley cualquier decisión adoptada por el Parlamento con este nombre. Como hemos tenido ocasión de señalar «las Cortes Generales, como titulares de la potestad legislativa del Estado (art. 66.2 CE), pueden legislar en principio sobre cualquier materia sin necesidad de poseer un título específico para ello, pero esa potestad tiene sus límites, derivados de la propia Constitución» (STC 76/1983, de 5 de agosto, FJ 4). Estos límites son tanto sustantivos como formales, de suerte que la ley no puede entrar en contradicción con normas materiales de la Constitución, ni tampoco con normas o principios estructurales expresos o deducibles de nuestro sistema constitucional parlamentario y democrático. Si se traspasan esos límites, este Tribunal está llamado a depurar y expulsar del ordenamiento jurídico la ley inconstitucional, tanto por motivos formales como materiales, garantizando la primacía de la Constitución (art. 27.1 CE), mediante los procesos de declaración de inconstitucionalidad de las leyes (arts. 161 a 164 CE y arts. 27 y ss. LOTC).

4. Así debió procederse en este caso, en mi opinión, con la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, cuya elaboración no responde a las exigencias del concepto constitucional de ley señalado, como decisión parlamentaria adoptada por las Cortes Generales a través de un procedimiento legislativo de deliberación racional que responde a las exigencias del principio democrático en cuanto a la participación política de la minoría.

En efecto, la Ley 50/1998 es una «ley de acompañamiento» (utilizando de nuevo la expresión que ha hecho fortuna) que, debido a las peculiares características que se advierten en su tramitación parlamentaria, resulta contraria a la Constitución (y a los Reglamentos de las Cámaras, que integran el bloque de la constitucionalidad a los efectos que nos ocupan y que, en consecuencia, se erigen en canon de control de la ley) por las restricciones ilegítimas que ha supuesto para la potestad legislativa de las Cortes Generales (art. 66.2 CE).

a) Así, en primer lugar, acontece que durante la tramitación parlamentaria de la Ley 50/1998 en el Congreso de los Diputados se introdujeron numerosas enmiendas en el proyecto de ley, que fueron aprobadas con el apoyo del grupo mayoritario, enmiendas que encubren verdaderas iniciativas legislativas, lo que debe reputarse inconstitucional. La iniciativa legislativa (art. 87.1 CE) supone la capacidad de poner en marcha el procedimiento legislativo, de abrir paso a la fase constitutiva del procedimiento, entendida ésta como fase de presentación de enmiendas y deliberación sobre las mismas. Quien posee la iniciativa legislativa tiene la libre disposición del texto hasta el momento final del proceso legislativo parlamentario. Por eso el Gobierno, que posee la iniciativa legislativa (arts. 87.1 y 88 CE), pero no la potestad legislativa, puede retirar sus proyectos de ley, en cada Cámara, en cualquier momento anterior al pronunciamiento definitivo de la Cámara. Del mismo modo el Congreso y el Senado, que también poseen la iniciativa legislativa (art. 87.1 CE y arts. 110 del Reglamento del Congreso de los Diputados y 107 del Reglamento del Senado), pueden acordar en los Plenos la retirada de las proposiciones de ley; pero esta facultad de retirar la poseen las Cámaras no por ostentar la potestad legislativa (art. 66.2 CE), sino porque poseen la facultad de iniciativa, que es algo constitucionalmente distinto de la potestad legislativa (en cuyo seno se manifiesta el derecho de enmienda) y que no puede confundirse con ésta. Esta confusión se produce en el supuesto de la tramitación de la Ley 50/1998, al haberse introducido, como se ha dicho, en el proyecto de ley enmiendas –aprobadas por la mayoría parlamentaria– sin conexión con el texto de la iniciativa legislativa, sino referidas a otros textos legales distintos, vulnerándose así la distinción constitucional entre iniciativa legislativa y enmienda, deducible del art. 66.2 CE y explícita en los arts. 84, 87.1, 88 y 90.2 y 3 CE.

La admisión y aprobación de enmiendas sin relación con el texto (o textos, en su caso) de una iniciativa legislativa, sino referidas a otras leyes distintas, supone un evidente fraude a la Constitución –que claramente distingue, como ha quedado expuesto, entre iniciativa y enmienda– conforme hemos tenido ocasión de advertir recientemente en nuestra STC 119/2011, de 5 de julio (corrigiendo la desacertada doctrina anterior de este Tribunal), pues desde la perspectiva constitucional se extrae la exigencia general de conexión u homogeneidad entre las enmiendas y los textos a enmendar. Como allí dijimos, «[c]on carácter general, la necesidad de una correlación material entre la enmienda y el texto enmendado se deriva, en primer lugar, del carácter subsidiario que, por su propia naturaleza, toda enmienda tiene respecto al texto enmendado. Además, la propia lógica de la tramitación legislativa también aboca a dicha conclusión, ya que, una vez que una iniciativa legislativa es aceptada por la Cámara o Asamblea Legislativa como objeto de deliberación, no cabe alterar su objeto mediante las enmiendas al articulado, toda vez que esa función la cumple, precisamente, el ya superado trámite de enmiendas a la totalidad, que no puede ser reabierto.

En efecto, la enmienda, conceptual y lingüísticamente, implica la modificación de algo preexistente, cuyo objeto y naturaleza ha sido determinado con anterioridad; sólo se enmienda lo ya definido. La enmienda no puede servir de mecanismo para dar vida a una realidad nueva, que debe nacer de una, también, nueva iniciativa. Ello, trasladado al ámbito legislativo, supone que, a partir de un proyecto de ley, la configuración de lo que pretende ser una nueva norma se realiza a través de su discusión parlamentaria por la Cámara en el debate de totalidad como decisión de los representantes de la voluntad popular de iniciar la discusión de esa iniciativa, que responde a unas determinadas valoraciones de quienes pueden hacerlo sobre su oportunidad y sobre sus líneas generales; tomada esa primera decisión, se abre su discusión parlamentaria para perfilar su contenido concreto y específico a través del debate pudiendo, ahora sí, introducir cambios mediante el ejercicio del derecho de enmienda y legitimando democráticamente la norma que va a nacer primero mediante la discusión pública y luego a través de la votación o votaciones de la norma, según su naturaleza, como manifestación de la voluntad general democráticamente configurada» (STC 119/2011, FJ 6).

En suma, para reformar las leyes está constitucionalmente prevista la iniciativa legislativa, mientras que la enmienda está prevista para modificar el texto (o textos, en su caso) de la iniciativa, ya sea a la totalidad o a parte del articulado (art. 110 del Reglamento del Congreso de los Diputados), de donde deriva la exigencia de conexión u homogeneidad entre la enmienda y el texto legal a enmendar (y en este sentido, la vinculación de la enmienda al texto legislativo que se pretende enmendar es no sólo material sino textual) y la consiguiente exclusión de la posibilidad de admitir –y aprobar– enmiendas que no pretenden modificar el texto de la iniciativa legislativa, sino introducir modificaciones de otros textos legales distintos, transformando fraudulentamente el derecho de enmienda en facultad de iniciativa legislativa.

Pero, además, la admisión como enmiendas de textos que no guardan relación material alguna con la iniciativa legislativa a enmendar, como ha sucedido en el caso de la ley impugnada en el presente recurso de inconstitucionalidad, no sólo incurre en la señalada infracción constitucional, sino que dicha infracción afecta al núcleo de la función representativa de los Diputados y lesiona su derecho al ejercicio del cargo parlamentario, garantizado por el art. 23.2 CE y conectado con el principio democrático (art. 1.1 CE), como también tuvimos ocasión de advertir, en relación con los Senadores, en la citada STC 119/2011, FJ 9. En efecto, «el ius in officium afecta a toda una serie de situaciones de los parlamentarios en las que los órganos rectores de las Cámaras deben respetar la función representativa no por tratarse de facultades meramente subjetivas de quienes desarrollan esa función sino como facultades que lo que permiten es ejercer correctamente a los representantes populares dicha representación participando en la función legislativa. Esto impone hacer posible la presentación de propuestas legislativas, la discusión en el debate parlamentario público sobre los temas sobre los que versa ese debate interviniendo en el mismo, la mejora de los textos mediante la introducción de enmiendas, y respetar su derecho a expresar su posición mediante el derecho de voto».

Por tanto, la admisión a trámite como enmiendas de propuestas que, por carecer de relación alguna de homogeneidad con el texto del proyecto de ley remitido al Congreso por el Gobierno, suponían, en realidad, nuevas iniciativas legislativas, determinó que los Diputados viesen restringidas sus posibilidades de deliberación en el debate parlamentario, haciendo imposible la presentación de alternativas y su defensa, que constituyen la esencia de su función representativa como Diputados, resultando así vulnerado su derecho fundamental al ejercicio del cargo parlamentario (art. 23.2 CE).

b) Asimismo acontece que se introdujeron durante la tramitación parlamentaria de la Ley 50/1998 en el Senado enmiendas que no guardan relación de homogeneidad material ni textual alguna con el proyecto de ley remitido por el Congreso, e igualmente aprobadas con el apoyo del grupo mayoritario, incurriendo con ello en la misma vulneración constitucional antes señalada y, además, en infracción de los arts. 89.2 y 90 CE.

En efecto, con la calificación como enmiendas de lo que en realidad constituyen verdaderos supuestos de iniciativa legislativa, no sólo se vulnera la distinción constitucional entre esta facultad de iniciativa y el derecho de enmienda (y, en cuanto que la enmienda se inserta en el proceso de ejecución de la potestad legislativa, puede sostenerse que en el fondo se está vulnerando la distinción constitucional entre iniciativa y potestad legislativa, que son figuras bien diferentes, tanto por su objeto como por sus titulares), sino que además se infringe el art. 89.2 CE, que determina que las proposiciones de ley que, de acuerdo con el art. 87.1 CE, tome en consideración el Senado, se remitirán al Congreso para su tramitación como tal proposición.

Además, del mismo modo que ya se señaló para el caso de los Diputados, la admisión como enmiendas de textos que no guardan relación material alguna con la iniciativa legislativa a enmendar, afecta al núcleo de la función representativa de los Senadores y lesiona su derecho al ejercicio del cargo parlamentario, garantizado por el art. 23.2 CE y conectado con el principio democrático (art. 1.1 CE), como este Tribunal señala expresamente en la citada STC 119/2011, FJ 9. En efecto, al admitirse a trámite en el Senado como enmiendas unos textos que, por carecer de relación alguna de homogeneidad con el proyecto de Ley aprobado por el Congreso de los Diputados (art. 90.1 CE y art. 120 del Reglamento del Congreso), suponían, en realidad, nuevas iniciativas legislativas, se impidió a los Senadores utilizar los mecanismos previstos en el art. 90.2 CE (oponer su veto o introducir enmiendas al texto del proyecto de ley aprobado por el Congreso), que constituyen la esencia de su función representativa como Senadores, resultando así vulnerado su derecho fundamental al ejercicio del cargo del cargo parlamentario (art. 23.2 CE).

Por otra parte, la introducción de estas enmiendas en el Senado por el grupo parlamentario mayoritario supone una restricción injustificada al derecho de la minoría que infringe el procedimiento legislativo bicameral (art. 90 CE), pues dichas enmiendas no permiten más que su discusión (para su aceptación, rechazo o transacción), esto es, no cabe la participación de los Senadores de la minoría para presentar otras enmiendas de sentido distinto a las de la mayoría.

Como también dijimos en nuestra STC 119/2011, de 5 de julio, FJ 6, «En lo que se refiere específicamente al Senado, y entrando ya en los detalles del procedimiento legislativo, también se debe destacar que el art. 66 CE establece un sistema representativo bicameral que se concreta en un procedimiento legislativo compartido descrito someramente en los arts. 88 a 91 CE que configura al Senado como una Cámara de segunda lectura que delibera en un plazo cerrado de dos meses sobre los proyectos de ley aprobados por el Congreso. En ese tiempo el Senado, conforme a las disposiciones constitucionales, puede oponer su veto o introducir enmiendas al texto que se le presenta. Las modificaciones que incluya el Senado deberán, no obstante, ser ratificadas por el Congreso para poder ser promulgadas y entrar en vigor. Parece claro, entonces, que la intención del constituyente es que la aprobación de los textos legislativos se produzca siempre, en primer lugar, en el Congreso. Prueba de ello es que, si bien tanto el Congreso como el Senado disponen de iniciativa legislativa (art. 87.1 CE), las proposiciones de ley admitidas en el Senado han de remitirse al Congreso para que éste inicie su tramitación (art. 89.2 CE). En este orden de cosas, parece lógico concluir que la facultad de enmienda senatorial a la que se refiere el art. 90.2 CE se entendió, al elaborar la Constitución, limitada a las enmiendas que guarden una mínima relación de homogeneidad material con los proyectos de ley remitidos por el Congreso. Esta interpretación es, sin duda, la que mejor se adecua a las disposiciones constitucionales que regulan la facultad de iniciativa legislativa del Senado y el procedimiento legislativo general».

Por otro lado conviene recordar que los Diputados, frente a los textos enmendados por el Senado, tienen constitucionalmente limitada su participación en el procedimiento legislativo que sigue, tras la devolución del proyecto al Congreso, a la votación en el Pleno de la Cámara, donde las enmiendas del Senado pueden ser aceptadas o rechazadas (art. 90.2 CE y arts. 121, 123 y 132 del Reglamento del Congreso de los Diputados). Esta previsión, que es plenamente coherente con la configuración constitucional del procedimiento legislativo cuando las enmiendas introducidas por el Senado constituyen auténticas enmiendas (es decir, modificaciones al texto del proyecto o proposición de ley aprobado en el Congreso y remitido por esta Cámara al Senado), resulta por el contrario desvirtuada –y, en consecuencia, no puede constitucionalmente admitirse– cuando lo que en realidad encubren las enmiendas introducidas en el Senado es la reforma de textos legales distintos, respecto de los cuales los Diputados (en fraude del procedimiento legislativo bicameral y, más en concreto, del art. 90.2 CE) ven drásticamente limitada su capacidad de intervención en el procedimiento de reforma de textos legales con vulneración de lo previsto en los arts. 88 y 89 CE y 110 a 119 y 125 y 126 del Reglamento del Congreso de los Diputados.

La inobservancia de los preceptos que regulan el procedimiento legislativo tanto en fase unicameral como bicameral vicia así de inconstitucionalidad a la Ley 50/1998, porque esa inobservancia ha alterado de modo sustancial el proceso de formación de voluntad en el seno de las Cámaras (SSTC 99/1987, de 11 de junio, FJ 1, y 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 5), por lo que no puedo compartir la conclusión a la que se llega –acogiendo la argumentación del Abogado del Estado– en el fundamento jurídico 8 de la Sentencia de la que discrepo, en cuanto a que no le compete a este Tribunal verificar en qué concretos preceptos de la Ley 50/1998 se habría producido el vicio de inconstitucionalidad indicado. A mi juicio, sí estamos obligados a indagar qué enmiendas encubren verdaderos supuestos de iniciativa legislativa, dada la publicidad oficial en el «Diario de Sesiones», y habida cuenta de que no somos árbitros, sino defensores de la supremacía de la Constitución y controladores de la constitucionalidad de las leyes (art. 27.1 LOTC), cuando, como sucede en el presente caso, sobre ello hemos sido requeridos por quienes se encuentran legitimados para promover un recurso de inconstitucionalidad (art. 162.1 CE y art. 32 LOTC), y que han argumentado suficientemente en su recurso sobre la existencia de este vicio de inconstitucionalidad que denuncian.

c) Asimismo se constata que el debate del proyecto de ley en el Congreso se siguió en la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda. La exigencia de un procedimiento legislativo de deliberación racional, como manifestación del pluralismo democrático (arts. 1.1 y 66 CE), conduce a la previsión de comisiones legislativas permanentes especializadas en las que el Pleno de la Cámara puede –como es acostumbrado en nuestro sistema parlamentario, para agilizar el procedimiento legislativo– delegar la aprobación de proyectos y proposiciones de ley (art. 75.2 CE). Pues bien, el principio de especialidad parlamentaria desde el punto de visto orgánico, en cuanto proyección de la exigencia de deliberación racional, sufre un innegable menoscabo cuando, como ha sucedido en el caso de la Ley 50/1998, se debaten en una determinada y única Comisión –la de Economía, Comercio y Hacienda concretamente– múltiples modificaciones normativas que afectan a los más dispares sectores del ordenamiento jurídico, sustrayendo el conocimiento del asunto a la comisión especializada correspondiente, pues ni siquiera se ha acudido a la previsión establecida en el art. 43.2 del Reglamento del Congreso, que habría permitido recabar informe previo de las comisiones concernidas sobre las cuestiones que fueran de su competencia principal atendiendo al principio de especialización.

5. Se debe, por último, salir al paso de los argumentos que a veces se esgrimen por los defensores de la práctica constitucionalmente fraudulenta, tan propia (pero no exclusiva) de las llamadas «leyes de acompañamiento», de admitir y aprobar como enmiendas unos textos que no guardan relación material ni textual alguna con la iniciativa legislativa a enmendar, argumentos que sostienen la conveniencia de aceptar semejante práctica por dos tipos de razones: de un lado, las pretendidas exigencias de la realidad política en cada momento, que hacen inevitable la existencia de transacciones entre el grupo político parlamentario que sostiene al Gobierno en las Cámaras y otros grupos políticos para conformar la mayoría parlamentaria que apoya una iniciativa legislativa, y que se plasman en la introducción de enmiendas en el texto de la iniciativa para recoger esos acuerdos políticos referidos a textos legales ajenos a la iniciativa presentada y tramitada; de otro, la urgencia de acometer determinadas reformas legislativas, lo que hace necesario o al menos conveniente, «aprovechar» la tramitación en fase avanzada de un proyecto o proposición de ley para incorporar por medio de enmiendas esas modificaciones referidas a textos legislativos distintos de aquel al que se refiere la iniciativa legislativa en trámite.

Pues bien, ninguno de estas razones de pretendida «eficacia» puede servir para justificar la inaceptable práctica de admitir enmiendas que encubren iniciativas legislativas, no sólo porque no es admisible constituir la patología en paradigma, sino porque, además, nuestro ordenamiento prevé diversas soluciones para dar adecuada respuesta a las exigencias que pueda plantear la negociación política en el régimen parlamentario, o a la necesidad de llevar a cabo de forma urgente una determinada reforma legislativa que resulte inaplazable por las circunstancias de que se trate, lográndose así, como resulta obligado, la conformidad a Derecho de las exigencias impuestas por la realidad política. En efecto, respecto a lo primero cabe señalar que nada impide la presentación conjunta de proposiciones de ley por parte de los grupos políticos parlamentarios que pretenden llevar a efecto lo acordado con ocasión de la negociación política sobre un determinado asunto. Y respecto a lo segundo baste recordar, como lo hicimos en la citada STC 119/2011, FJ 7, que esas situaciones que demandan una respuesta legislativa urgente pueden ser abordadas por distintos cauces expresamente previstos en nuestra Constitución y en los Reglamentos de las Cámaras, como son la tramitación del proyecto o proposición de ley por el procedimiento de urgencia (art. 90.2 CE, arts. 93 y 94 del Reglamento del Congreso de los Diputados y arts. 133 a 135 del Reglamento del Senado), o por el procedimiento de lectura única, si su naturaleza o la simplicidad de formulación lo permiten (art. 150 del Reglamento del Congreso Diputados y art. 129 del Reglamento del Senado), e incluso, en su caso, mediante la aprobación de un real decreto-ley (art. 86 CE). Y es que «[d]esatender los límites constitucionales bajo el paraguas de la urgencia normativa no deja de ser una lesión constitucional por mucho que pueda parecer conveniente coyunturalmente. Una buena política legislativa puede evitarlo y cuando excepcionalmente no sea posible debe asumir el coste democrático que pueda tener pero no forzar la Constitución» (STC 119/2011, FJ 7).

En efecto, no puede entenderse que este tipo de leyes –de las que las llamadas «leyes de acompañamiento» no son más que un significativo ejemplo– tengan funcionalidad alguna en nuestro sistema constitucional. Resultaría indefendible sostener que cada año el Gobierno pueda llevar a cabo una especie de revisión general o aggiornamento de casi todo el ordenamiento jurídico (o de numerosos sectores del mismo) a través de instrumentos normativos que, en expresiones sumamente gráficas que han hecho fortuna incluso entre la doctrina científica, son conocidos como «leyes escoba», «leyes ómnibus», o «leyes paraguas». Ni las razones de urgencia que pueden sobrevenir en determinadas circunstancias ni las necesidades coyunturales de la acción política pueden ser admitidas como argumento para cometer un fraude al procedimiento legislativo parlamentario y, por tanto, una burla a la Constitución.

Por eso, entender que puede ponerse en marcha, en un solo acto, una iniciativa legislativa no ya de contenido plural, sino extraordinariamente multiforme y asistemático, que culmina al final en una ley donde tales características acaban acentuándose mucho más; no reaccionar ante la subversión del procedimiento legislativo que supone despreciar la existencia de comisiones legislativas permanentes especializadas, y, al mismo tiempo, elaborar con gran precipitación y escaso debate reformas legislativas tan relevantes como sumamente heterogéneas; admitir un uso torticero del derecho de enmienda, aceptando que puedan calificarse como enmiendas y tramitarse (y aprobarse) como tales unos textos que, en realidad, encubren verdaderas iniciativas legislativas; es decir, convalidar la deforme criatura jurídica que han supuesto las llamadas «leyes de acompañamiento», significa, a mi juicio, dar por buena la degradación de la potestad legislativa y de la ley, con olvido de la función crucial que las Cámaras Legislativas desempeñan, esto es, con grave quebranto de las fundamentales reglas de juego de la democracia parlamentaria, conforme he dejado razonado a lo largo del presente Voto.

6. En resumen, las señaladas infracciones del procedimiento legislativo, que alteran de modo sustancial el proceso de formación de voluntad en el seno de las Cámaras, vician de inconstitucionalidad a la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, en su conjunto, como producto normativo resultante de la tramitación parlamentaria, lo que, a mi juicio, debió conducir a la declaración de inconstitucionalidad de dicha Ley, si bien con efectos no anulatorios, teniendo en cuenta no sólo el hecho de la eventual derogación o modificación de algunos preceptos contenidos en dicha Ley a la fecha de pronunciarse esta Sentencia, sino también la necesidad de evitar el vacío normativo que se produciría en diversos sectores del ordenamiento por la nulidad de la ley declarada inconstitucional.

Esta desvinculación entre inconstitucionalidad y nulidad debería venir acompañada de una expresa llamada de atención al legislador para que en lo sucesivo se abstenga de volver a utilizar la técnica legislativa de las llamadas «leyes de acompañamiento», con la advertencia de que la utilización futura de este tipo de leyes será declarada inconstitucional y nula, con efectos ex tunc.

Y en este sentido emito mi Voto particular.

Madrid, a trece de septiembre de dos mil once.–Manuel Aragón Reyes.–Firmado y rubricado.

Voto concurrente que formula el Magistrado don Luis Ignacio Ortega Álvarez respecto de  la Sentencia dictada en el recurso de inconstitucionalidad núm. 1390-1999

El Magistrado que suscribe, y teniendo el mayor respeto al texto aprobado también con mi voto por la mayoría de este Tribunal, discrepa únicamente en la consideración que se hace respecto de la norma enjuiciada, asumiendo una crítica, aún potencial, de su calidad técnica.

En efecto, por dos veces aparece esta crítica en el fundamento jurídico 3, donde se señala que «aunque la opción elegida pueda ser eventualmente criticable desde el punto de la técnica jurídica…» y, más adelante, que «aun aceptando que una ley como la impugnada puede ser expresión de una deficiente técnica legislativa».

En mi opinión, tal crítica no debería haber figurado en el texto de la Sentencia. En primer lugar porque, tal como recogemos en el texto aprobado, «el juicio de constitucionalidad que corresponde hacer a este Tribunal “no lo es de la técnica legislativa” [SSTC 109/1987 de 29 de junio. FJ 3 c); y 195/1996, de 28 de noviembre, FJ 4], ni de “perfección técnica de las leyes” (SSTC 226/1993, de 8 de julio, FJ 4), pues nuestro control “nada tiene que ver con su depuración técnica” (SSTC 226/1993, de 8 de junio, FJ 5; y 195/1996, de 28 de noviembre, FJ 4)». En consecuencia, si no nos corresponde un juicio sobre la técnica legislativa, sobra, a mi juicio, la expresada opinión crítica antes doblemente citada. Los retruécanos, generan una suerte de ambigüedad en la expresión que es inadecuada en nuestras Sentencias.

Pero además, en lo que implica la asunción de su potencialidad de mala técnica, creo que es en sí mismo rechazable. La complejidad política, social y económica de una sociedad desarrollada, tiene como natural correlación la existencia de un ordenamiento extenso y complejo. A su vez, los ritmos que gobiernan este tipo de sociedad dotan a muchas de sus normas de un contenido temporal, para adecuarse a las situaciones cambiantes. Por ello, las leyes transversales como la aquí enjuiciada son una respuesta parlamentaria a este tipo de realidad que es propia de nuestra época. Respuesta, que, además, dota de las garantías de la tramitación parlamentaria alos supuestos de cambio normativo, que de otro modo irían posiblemente por la técnica del decreto-ley. De aquí que la técnica de la transversalidad es la adecuada a la finalidad del legislador de abordar temporalmente la puesta al día de una serie heterogénea de leyes. Finalidad que, como es obvio, no corresponde enjuiciar, ni siquiera en términos de mera opinión a este Tribunal.

Madrid, a trece de septiembre de dos mil once.–Luis Ignacio Ortega Álvarez.–Firmado y rubricado.

ANÁLISIS

  • Rango: Sentencia
  • Fecha de disposición: 13/09/2011
  • Fecha de publicación: 11/10/2011
Referencias anteriores
  • DICTADA en el RECURSO 1390/1999 (Ref. BOE-A-1999-10143).
  • DECLARA la DESESTIMACIÓN en relación con determinados preceptos de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre (Ref. BOE-A-1998-30155).
Materias
  • Normas jurídicas
  • Recursos de inconstitucionalidad
  • Redacción legislativa

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