La Sala Primera del Tribunal Constitucional, compuesta por don Francisco Tomás y Valiente, Presidente; don Francisco Rubio Llorente, don Luis Díez-Picazo y Ponce de León, don Antonio Truyol Serra, don Eugenio Díaz Eimil, don Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, Magistrados, ha pronunciado
EN NOMBRE DEL REY
la siguiente
SENTENCIA
En el recurso de amparo seguido con el núm. 57/87, a instancia de don José Luis Navazo Gancedo, representado por el Procurador de los Tribunales don José Luis Martin Jaureguibeitia, asistido de Letrado, contra Sentencia de la Sección Sexta de la Audiencia Provincial de Madrid, de 3 de abril de 1984, dictada en causa procedente del Juzgado de Instrucción núm. 14 de Madrid por delito de injurias. Ha intervenido el Ministerio Fiscal.
Ha sido Ponente el Magistrado don Eugenio Díaz Eimil, quien expresa el parecer de la Sala.
I. Antecedentes
1. Con fecha 14 de enero de 1987 tuvo entrada en este Tribunal Constitucional la demanda de amparo interpuesta por don José Luis Navazo Gancedo, representado por el Procurador don José Luis Martín Jaureguibeitia, contra la Sentencia de la Sección Sexta de la Audiencia Provincial de Madrid, de 3 de abril de 1984, y la de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, de 1 de diciembre de 1986, que declaró no haber lugar al recurso de casación contra la anterior.
2. La Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 3 de abril de 1984 dispuso la condena del recurrente como autor de un delito de injurias graves (arts. 457; 458, 4.º; 549; 463,I; 467, III C.P.), a la pena de un mes y un día de arresto mayor, con sus accesorios legales y multa de 20.000 pesetas.
De acuerdo con los hechos probados, el día 8 de agosto de 1982 el períodico «Diario 16» informó, sin firma, que el objetor de conciencia José Luis Navazo Gancedo, condenado por la Audiencia Provincial de Madrid por injurias al Ejercito, había declarado que «tenía intención de agotar todas las vías jurídicas hasta lograr la absolución». Asimismo, dice la Sentencia, el procesado habría justificado sus declaraciones explicando que «pretendía definir el papel de los ejércitos a lo largo de la historia; (y que) no se refería a ningún ejército en concreto» y aseguraba no haber obrado con ánimo de injuriar. El texto con las declaraciones del ahora recurrente en amparo terminaba con las siguientes expresiones: «es increíble que a mi me metan siete meses y que castiguen con un mes de arresto a un capitán de ilustre apellido que llamó cerdo al Rey. Esto me confirma una idea que yo tenía arraigada: hay una gran parte de los Jueces que son realmente incorruptibles; nada, absolutamente nada, puede obligarles a hacer justicia».
3. Contra esta Sentencia el demandante dedujo recurso de casación que la Sala Segunda del Tribunal Supremo desestimó en su Sentencia de 1 de diciembre de 1986.
El recurso tuvo un único motivo fundado en el art. 849, 1.º, L.E.Cr., en el que sostuvo la incorrecta aplicación de los arts. 457; 458, 4.º; 463, I; 467, III C.P., alegando no sólo que las expresiones vertidas no serían difamatorias per se y la ausencia de animus injuriandi, sino también el ejercicio del derecho conferido por el art. 20.1 a) C.E. En este sentido citó diversas Sentencias del Tribunal Constitucional que, en su opinión, le darían la razón.
La Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, por su parte, sostuvo que «el derecho de crítica o ius criticandi, fundado y bien intencionado, de la actividad jurisdiccional de los Tribunales de Justicia, así como de los demás organismos o corporaciones públicas, ejercitado con la corrección y respeto debidos a la autoridad, dignidad que debe circundar y circunda a tales órganos del Estado, no puede considerarse delictiva». Sin embargo, agrega la Sentencia, «... esta libertad tiene sus límites en el respeto a los derechos reconocidos a los demás ciudadanos en el mismo Titulo (de la Constitución), en los preceptos de las leyes que lo desarrollan y especialmente en el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen».
Estos puntos de vista, aplicados al caso concreto, demostrarían la responsabilidad del recurrente, ya que «la crítica no se desenvuelve en la forma anteriormente expuesta, como lo hizo el procesado en sus declaraciones al citado diario, en el (que) se hacen imputaciones a los Jueces que rebasan notoriamente la crítica, como se pone de manifiesto en la declaración de hechos probados de la Sentencia combatida, en concreto en el párrafo último de ellos, al imputar o atribuir a la mayor parte de los Jueces su firme propósito de no hacer justicia...».
4. La demanda de amparo estima que estas Sentencias han vulnerado el derecho reconocido al recurrente en el art. 20.1 a) C.E., que le autoriza a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. Argumenta el demandante que el Tribunal Constitucional ha señalado el carácter de fundamento esencial de este derecho en una sociedad democrática, citando en apoyo de su punto de vista la STC de 15 de octubre de 1982, así como la STC 104/86, de 17 de julio de 1986, en la que se exige una ponderación por parte de los Tribunales mediante la que se debe determinar si es preponderante, en el caso concreto, el derecho al honor o el derecho a la libertad de expresión.
La afirmación considerada injuriosa fue pronunciada en el contexto de una entrevista periodística que se efectuaba al procesado con ocasión de una anterior condena sufrida –y recurrida‒ por presuntas injurias al Ejército. Pues bien el procesado, como reconoce la propia Sala en el primer considerando, efectúa una critica legitima y válida a tal resolución judicial, sin ningún ánimo de injuria o menosprecio. Si esto es así, ¿cómo se va a poder apreciar ánimo de injuria en otra frase pronunciada en la misma entrevista segundos después, si se reconoce que en las afirmaciones previas no existía tal ánimo?, ¿es coherente estimar que el procesado ha podido modificar en segundos su intención? No parece lógico pensar así. Más bien la conclusión que se extrae sea ciertamente la contraria, es decir la existencia continuada de un legitimo ánimus criticandi en toda la entrevista, y la carencia absoluta de ánimus injuriandi, contando además con la circunstancia adicional de que el procesado, como periodista en ejercicio y escritor, está acostumbrado a utilizar giros lingüísticos, expresiones que sirvan para manifestar con una mayor viveza sus opiniones, en un lenguaje más elíptico que el utilizado con habitualidad, como el propio procesado manifestó en el acto del juicio oral al reiterar su total ausencia de ánimo injurioso y su profundo respeto por los Jueces y la Administración de Justicia.
El análisis concreto de la frase pronunciada hace concluir, por lo demás, que lo único que se manifiesta por mi mandante es una fuerte critica a un componente de la Administración de Justicia, como son los Jueces, por cuanto por la misma lo único que expresa es su opinión ‒que puede ser considerada injusta, exagerada y no ajustada a la realidad, pero nunca difamatoria en sí misma‒ por la que, según pensamiento de la persona que la realiza, por los mismos no se «hace justicia», es decir, no se ejerce adecuadamente la función de impartir justicia que les está constitucionalmente asignada. No parece bajo ningún concepto y aspecto que ello pueda ser considerado menospreciativo o difamatorio en su propia esencia, pues ello equivaldría a que cualquier critica que, por vía de ejemplo significativo, se dirigiera a otro de los Poderes del Estado, por ejemplo al Poder Ejecutivo y al Gobierno de la Nación ‒que lo encama‒, afirmando ‒como sucede habitualmente en la vida diaria‒ que «el Gobierno no gobierna» implicaría una injuria al mismo per se, pues supondría igualmente afirmar que el mismo no ejerce adecuadamente la fonción que le está atribuida, interpretación y conclusión que no es ni lógica ni ajustada a la realidad y al derecho. Y ello sin entrar en consideraciones sobre la idea o definición que cada uno de los ciudadanos puede tener acerca de lo que es la «justicia», palabra que expresa un concepto de muy difícil precisión y determinación y que puede ser asumido, interpretado y definido de muy diferente manera por cada persona y en cada época histórica.
Mr representado, continúa diciéndose en la demanda, únicamente ha ejercido, al expresar libremente una idea y opinión, un derecho fundamental, afectando su opinión a la esfera de la actuación pública de algunos de los integrantes del Poder Judicial. Si el honor, integridad moral y dignidad de los mismos se considera que se ven afectados porque un ciudadano expresa una opinión legitima de que en el ejercicio público de su fondón no desarrollan la labor jurisdiccional que les está encomendada, hemos de manifestar que, amén de conculcar un derecho fundamental, con tal consideración se estaría produciendo un grave perjuicio para la plena eficacia práctica de unos derechos inalienables de la persona humana y, por ello, y como consecuencia se estaría quebrando la solidez y plena vigencia de un sistema democrático anhelado, deseado y aprobado por el pueblo español, depositario último de la voluntad popular.
Terminó suplicando que se le reconozca su derecho a la libertad de expresión y se anulen las Sentencias recurridas, solicitando por otrosí que se suspenda la ejecución de éstas, lo cual fue otorgado en lo que se refiere a penas privativas de libertad y suspensión de cargo público y derecho de sufragio, por amo de 8 de abril, dictado en la correspondiente pieza separada.
5. El 4 de marzo se dictó providencia acordando la admisión a trámite del recurso y la práctica de las diligencias consiguientes y, una vez recibidas las actuaciones judiciales, se concedió al recurrente y al Ministerio fiscal, por providencia de 3 de junto, plazo común de veinte días para formular las alegaciones pertinentes.
6. El demandante se limitó a dar por reproducidas íntegramente las alegaciones contenidas en su escrito de demanda.
El Ministerio Fiscal solicitó la desestimación del amparo alegando, después de una exposición de hechos que coincide con la del demandante, los fundamentos jurídicos siguientes, sustancialmente recogidos. La doctrina constitucional sobre el fundamentalísimo derecho a la libertad de expresión constituye un amplio y matizado cuerpo de doctrina desarrollado en numerosos Autos y no menos de catorce Sentencias, desde la muy temprana 6/1981 hasta la reciente 159/1986 que, por lo que ahora interesa, podría reumirse como sigue:
a) El art. 20 de la Constitución ocupa una posición preferencial pues no sólo consagra los derechos en el mismo reconocidos, sino que garantiza la formación y existencia de la opinión pública, que es uno de los pilares de una sociedad democrática, ligada indisolublemente a pluralismo político (SSTC 6/1981, 104/1986 y 159/1986).
b) No es un derecho absoluto como ningún otro, pero tampoco son absolutos los límites, que son únicamente los establecidos en el núm. 4 del propio artículo, entre los que se encuentra el derecho al honor de instituciones y personas protegidos por el Código Penal; dichos límites han de respetar siempre el contenido esencial del derecho (STC 51/1985 y han de aplicarse de manera no irrazonada, con motivación, de forma necesaria y proporcionada para conseguir el fin propuesto (SSTC 62/1982 y 13/1985)..
c) Tanto las normas de libertad, como las limitadoras, integran un único ordenamiento y han de estar inspiradas por unos mismos principios sin contraponerlos ficticiamente, puesto que unos y otros constituyen el fundamento del orden político y de la paz social; se trata de un régimen de concurrencia y no de exclusión, en el que la fuerza expansiva del derecho fundamental obliga a una interpretación restrictiva de los limites (STC 159/1986).
d) El derecho ha de ejercerse bajo los postulados de la buena fe (SSTC 120/1983 y 88/1985 y ATC 171/1985).
e) Dentro de esos parámetros todo lo que, en general, se refiera a la determinación de los hechos, su subsunción en la norma y la correspondiente calificación jurídico-penal, incluido el animus injuriandi ‒y, en su caso, la exceptio veritatis, cuando proceda‒ es materia de legalidad ordinaria deferida a la competencia exclusiva de los órganos del Poder Judicial (STC 51/1985 y ATC 171/1985).
f) Casos concretos en los que se ha condenado por delito de injurias, en sus diversas modalidades, se han planteado ante este Tribunal, fracasando los recursos de amparo formulados contra las respectivas Sentencias condenatorias. Por vía de ejemplo, señalamos; Injurias al Gobierno o a clases determinadas del Estado desestimados, respectivamente, por las SSTC 51/1985 y 38/1985, o contra autoridades y particulares inadmitido por ATC 414/1983.
g) De particular interés en el presente caso es la doctrina establecida en el ATC 122/1985, que inadmitió el recurso de amparo 790/1984 en un supuesto en el que, como en éste, se aducía la lesión del art. 20.1 a) de la Constitución, frente a las Sentencias que habían condenado al recurrente por una falla de respeto a la autoridad judicial en la instancia y, finalmente, por un delito de desacato por el Tribunal Supremo, al estimar el recurso de casación interpuesto por el Fiscal contra la Sentencia de la Audiencia Provincial.
Es incuestionable que el art. 20.1 a) de la Constitución reconoce y garantiza el derecho a criticar, incluso con aspereza y desabridamente, las resoluciones judiciales, con el único límite establecido en su núm. 4, interpretado restrictivamente y aplicado de modo razonado, con expresa y suficiente motivación y siempre con criterio de proporcionalidad y respetando el contenido esencial del derecho.
Llegados a este punto, obligado es decir que las resoluciones impugnadas motivan con amplitud y razonadamente la estructura del tipo penal por el que condenan y sus requisitos, con especial referencia al animus injuriandi como elemento subjetivo del injusto, que le llevan a apreciar en la última frase proferida por el recurrente la existencia de injurias graves a la Administración de Justicia cuyo análisis detallado ahora nos aproximaría indebidamente a una tercera instancia, al entender que el animus criticandi fue rebasado por dichas expresiones y con él el límite del derecho de libre expresión, condenando a su autor a la pena mínima con que se conmina al tipo penal en cuestión, no parece que hayan actuado de manera desproporcionada al fin perseguido, ni hayan hecho cosa distinta que la aplicación de la ley en el estricto ámbito de su exclusiva competencia, que difícilmente puede revisarse en sede constitucional, pues no se constata la violación del derecho a la libertad de expresión que se aduce, de acuerdo con la doctrina constitucional que antes se expuso. Una cosa es la critica, aunque sea destemplada y acerba, y otra atribuir a una gran parte de los Jueces que son incorruptibles en no hacer justicia, que es lo mismo, según el criterio de los órganos judiciales penales, que imputarles completa e inmodificable corrupción, por lo que el recurso de amparo ha de decaer.
7. En providencia de 1 de febrero se acordó señalar para deliberación y votación el día 9 de mayo.
II. Fundamentos jurídicos
1. En el presente recurso se solicita amparo del derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones garantizadas por el art. 20.1 a) de la Constitución, que el demandante considera haber sido vulnerado por las Sentencias impugnadas, en cuanto le declaran autor de un delito de injurias graves a clase determinada del Estado ‒la Administración de Justicia representada en sus Jueces‒ previsto y penado en los arts. 457, 458, 4.º, 459, 463, párrafo primero, y 467, párrafo tercero, del Código Penal.
El hecho en que se buen dichas Sentencias consiste en que el demandante de amparo, objetor de conciencia al servido militar, en una entrevista relativa a una condena que se le había impuesto por el delito de injurias al Ejército y que fue publicada en el periódico «Diario 16», expresó, entre otras, las siguientes opiniones: «Es increíble que a mi me metan siete meses y que castiguen con un mes de arresto a un capitán de ilustre apellido que llamó cerdo al Rey» y «esto me confirma una idea que ya tenía arraigada: hay una gran parte de los Jueces que son realmente incorruptibles: Nada, absolutamente nada, puede obligarles a hacer justicia.»
Sostiene el recurrente que estas expresiones hieran pronunciadas en el contexto de la entrevista periodística, sin ningún ánimo de injuria o menosprecio, sino como critica legítima y válida a la condena sobre la cual era entrevistado, habiéndose, por tanto, limitado a expresar libremente una idea u opinión sobre la actuación pública de algunos de los integrantes del Poder Judicial que no puede ser sancionada penalmente en cuanto que el honor, integridad moral y dignidad de los mismos no queda afectada porque un ciudadano exprese la opinión de que en el ejercido de su fondón pública no desarrollan la labor jurisdiccional que les está encomendada.
Por consiguiente, se plantea en este recurso un problema de conflicto entre la libertad de expresión, reconocida en el art. 20.1 a) de la Constitución, y el derecho al honor, protegido por el art. 18.1 de la misma Norma fundamental. Su solución, obviamente, debe obtenerse de conformidad con la doctrina constitucional establecida, entre otras, en las SSTC 51/1985, de 10 de abril; 104/1986, de 17 de julio; 165/1987, de 27 de octubre, y 6/1988, de 21 de enero, teniendo también presente la jurisprudencia del TEDH, en la que destaca con especial relieve la Sentencia del caso Ligens de 8 de julio de 1986.
2. El reconocimiento constitucional de las libertades de expresión y de comunicar y recibir información ha modificado profundamente la problemática de los delitos contra el honor en aquellos supuestos en que la acción que infiere en este derecho lesión penalmente sancionable haya sido realizada en ejercido de dichas libertades, pues en tales supuestos se produce un conflicto entre derechos fundamentales, cuya dimensión constitucional convierte en insuficiente el criterio subjetivo del animus injuriandi, tradicionalmente utilizado por la jurisprudencia penal en el enjuiciamiento de dicha dase de delitos, pues este criterio se ha asentado hasta ahora en la convicción de la prevalencia absoluta del derecho al honor.
Este entendimiento del citado problema es constitucionalmente insuficiente, por desconocer que las libertades del art. 20 de la Constitución, no sólo son derechos fundamentales de cada persona, sino que también significan el reconocimiento y garantía de la opinión pública libre, que es una institución ligada de manera inescindible al pluralismo político, valor esencial del Estado democrático, estando, por ello, esas libertades dotadas de una eficacia que trasciende a la que es común y propia de los demás derechos fundamentales, incluido el del honor. SSTC 6/1981, de 16 de marzo; 104/1986, de 17 de julio, y 165/1987, de 27 de octubre.
Esta situación de valor superior o de eficacia irradiante que constitucionalmente ostentan las referidas libertades, traslada el conflicto debatido a un distinto plano, pues no se trata ya de establecer si su ejercido ha ocasionado lesión, penalmente sancionada, del derecho al honor, para lo cual continúa siendo inevitable la utilización del criterio del animus injuriandi, sino de determinar si el ejercicio de esas libertades constitucionalmente protegidas como derechos fundamentales actúan o no como causa excluyente de la antijuridicidad.
Debe, por ello, establecerse que en el conflicto confluyen dos perspectivas que es preciso integran La que enjuicia o valora la conducta del sujeto en relación con el derecho al honor que se dice lesionado y aquella otra, cuyo objeto es valorar dicha conducta en relación con la libertad de expresión o información en ejercido de la cual se ha invadido aquel derecho.
La integración de esa doble perspectiva obliga al órgano judicial que haya apreciado lesión del derecho al honor a realizar un juicio ponderativo a fin de establecer si la conducta del agente se justifica por el valor predominante de la libertad de expresión en ejercicio de la cual ha inferido la lesión, atendiendo a las circunstancias concurrentes en el caso concreto, y es sobre el resultado de esa valoración donde al Tribunal Constitucional le compete efectuar su revisión con el objeto de conceder el amparo si el ejercicio de la libertad de expresión se manifiesta constitucionalmente legitimo o denegarlo en el supuesto contrario.
Dicha valoración debe estar presidida por dos pautas o parámetros esenciales, referidas, una, a la dase de libertad ejercitada ‒de expresión o de información‒ y, la otra, a la condición pública o privada de las personas afectadas por su ejercido.
Respecto a la primera, procede recordar, siguiendo la doctrina de la STC 6/1988, de 21 de enero, que nuestra Constitución consagra por separado la libertad de expresión ‒art. 20.1 a)‒ y la libertad de información ‒art. 20.1 d)‒, acogiendo una concepción dual, que se aparta de la tesis unificadora, defendida por ciertos sectores doctrinales, y acogida en los arts. 19.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Nueva York y 10.1 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Políticas de Roma. Según esa configuración dual ‒que normativiza a nivel constitucional la progresiva autonomía que ha ido adquiriendo la libertad de información respecto de la libertad de expresión en la que tienen su origen y con la cual sigue manteniendo íntima conexión y conserva elementos comunes‒ la libertad del art. 20.1 a) tiene por objeto la expresión de pensamientos, ideas y opiniones, concepto amplio dentro del cual deben también incluirse las creencias y juicios de valor y el de la libertad del art. 20.1 d) el comunicar y recibir libremente información sobre hechos, o tal vez más restringidamente, sobre hechos que puedan considerarse noticiables.
Esta distinción entre pensamientos, ideas y opiniones, de un lado, y comunicación informativa de hechos, por el otro, cuya dificultad de realización destaca la citada STC 6/1988, tiene decisiva importancia a la hora de determinar la legitimidad de ejercicio de esas libertades, pues mientras los hechos, por su materialidad, son susceptibles de prueba, los pensamientos, ideas, opiniones o juicios de valor, no se prestan, por su naturaleza abstracta, a una demostración de su exactitud y ello hace que al que ejercita la libertad de expresión no le sea exigible la prueba de la verdad o diligencia en su averiguación, que condiciona, independientemente de la parte a quien incumba su carga, la legitimidad constitucional del derecho a informar, según los términos del art. 20.1 d) de la Constitución, y, por tanto la libertad de expresión es más amplia que la libertad de información por no operar, en el ejercido de aquélla, el limite interno de veracidad que es aplicable a ésta, lo cual conduce a la consecuencia de que aparecerán desprovistas de valor de causa de justificación las frases formalmente injuriosas o aquellas que carezcan de interés público y, por tanto, resulten innecesarias a la esencia del pensamiento, idea u opinión que se expresa.
En relación con la segunda de las ideas enunciadas, procede señalar que el valor preponderante de las libertades públicas del art. 20 de la Constitución, en cuanto se asienta en la fundón que éstas tienen de garantía de una opinión pública libre indispensable para la efectiva realización del pluralismo político, solamente puede ser protegido cuando las libertades se ejerciten en conexión con asuntos que son de interés general por las materias a que se refieren y por las personas que en ellos intervienen y contribuyan, en consecuencia, a la formación de la opinión publica, alcanzando entonces su máximo nivel de eficacia justificadora frente al derecho al honor, el cual se debilita, proporcionalmente, como límite externo de las libertades de expresión e información, en cuanto sus titulares son personas públicas, ejercen funciones públicas o resultan implicadas en asuntos de relevancia pública, obligadas por ello a soportar un cierto riesgo de que sus derecho subjetivos de la personalidad resulten afectados por opiniones o informaciones de interés general, pues así lo requieren el pluralismo político, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática.
En el contexto de estos asuntos de relevancia pública, es preciso tener presente que el derecho al honor tiene en nuestra Constitución un significado personalista, en el sentido de que el honor es un valor referible a personas individualmente consideradas, lo cual hace inadecuado hablar del honor de las instituciones públicas o de clases determinadas del Estado, respecto de las cuales es más conecto, desde el punto de vista constitucional, emplear los términos de dignidad, prestigio y autoridad moral, que son valores que merecen la protección penal que les dispense el legislador, pero que no son exactamente identificables con el honor, consagrado en la Constitución como derecho fundamental, y, por ello, en su ponderación frente a la libertad de expresión debe asignárseles un nivel más débil de protección del que corresponde atribuir al derecho al honor de las personas públicas o de relevancia pública.
Por el contrario, la eficacia justificadora de dichas libertades pierde su razón de ser en el supuesto de que se ejerciten en relación con conductas privadas carentes de interés público y cuya difusión y enjuiciamiento públicos son innecesarios, por tanto, para la formación de la opinión pública libre en atención a la cual se les reconoce su posición prevalente.
3. La aplicación de la doctrina expuesta al caso aquí planteado requiere previamente precisar cuáles son las circunstancias concretas que concurren en el mismo y a tal fin debe partirse de la consideración inicial de que el órgano judicial, en uso de sus facultades de valoración de la prueba y de calificación penal de los hechos probados, obtiene el resultado de estimar que el demandante es autor de un delito de injurias graves a una clase determinada del Estado, y más concretamente a «la Administración de Justicia representada en sus jueces».
Sobre esta base es de señalar que las expresiones que motivan la condena, que quedan transcritas en el fundamento jurídico 1.º de esta Sentencia, son juicios de valor emitidos en el curso de una entrevista periodística, que operan sobre el dato de una condena anterior por delito de injurias graves al Ejército; se trata, por lo tanto, no de un apóstrofe insultante fuera de discurso, sino de un juicio evaluativo que, aun habiendo sido exteriorizado con fines informativos, fue emitido en ejercicio de la libertad de expresión del art. 20. 1 a), en el que no se imputan hechos concretos a determinadas personas, sino que se expresa, de manera generalizada e impersonal, la opinión de que algunos miembros del Poder Judicial cumplen insatisfactoriamente su deber jurisdiccional de administrar justicia, manifestada, por lo tanto, en relación con una materia de interés público y en términos que inciden en el prestigio de una institución del Estado, pero no en el honor de personas individualizadas.
Ciertamente, si el Juez penal hubiera calificado esas expresiones de injurias cometidas contra el derecho al honor de los concretos jueces que dictaron la Sentencia objeto de la entrevista, nos encontraríamos ante una afirmación de hecho con la consecuencia de que la eficacia justificadora de la libertad ejercitada solamente podría operar de haberse aportado al proceso penal, con resultado positivo, la prueba de la veracidad de la imputación, pero éste no es el caso de autos, pues nos hallamos, según se deja dicho, ante la opinión de que existen Jueces que no administren justicia y, por tanto, ante un supuesto de ejercicio de la libertad de expresión, cuyo amparo depende de que se hayan o no añadido, en la manifestación de la idea u opinión, expresiones injuriosas desprovistas de interés público e innecesarias a la esencialidad del pensamiento o formalmente injuriosas.
Realizada esta comprobación, resulta indudable que la opinión del demandante de amparo incide negativamente en el prestigio de la institución pública a la que se refiere, siendo lógico y comprensible que la jurisdicción penal la haya considerado, muy acertadamente, injuriosa u ofensiva a la clase del Estado a la que se dirigió, a pesar de ello, teniendo en cuenta el contexto en que se producen ‒una entrevista periodística dirigida a la información pública‒, su alcance de critica impersonalizada en la que no se hacen imputaciones de hechos a Jueces singularizados, cuyo honor y dignidad personal no resultan afectadas y el interés público de la materia sobre la cual recae la opinión ‒el funcionamiento de la. Administración de Justicia‒, la jurisdicción penal debió entender, de haber realizado una correcta ponderación de los valores en conflicto, que la libertad de expresión se ejercitó en condiciones que, constitucionalmente, le confieren el máximo nivel de eficacia preferente y, en consecuencia, que la lesión inferida a la dignidad de clase determinada del Estado encuentra justificación en la protección que merece el ejercicio de dicha libertad, cuando, como ocurre en este caso, no traspasa los límites que se dejan anteriormente establecidos, aunque la opinión emitida merezca los calificativos de acerba, inexacta e injusta.
FALLO
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCION DE LA NACION ESPAÑOLA,
Ha decidido:
Otorgar el amparo solicitado por don losé Luis Navazo Gancedo y, en consecuencia, anular las Sentencias de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de 1 de diciembre de 1986 y de la Sección Sexta de la Audiencia Provincial de Madrid de 3 de abril de 1984.
Publíquese esta Sentencia en el «Boletín Oficial del Estado».
Dada en Madrid, a ocho de junio de mil novecientas ochenta y ocho.‒Francisco Tomás y Valiente.‒Francisco Rubio Llorente.‒Luis Diez-Picazo y Ponce de León.‒Antonio Truyol Serra.‒Eugenio Díaz Eimil.‒Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer.‒Firmados y rubricados.
Agencia Estatal Boletín Oficial del Estado
Avda. de Manoteras, 54 - 28050 Madrid